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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (109 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pero, amigo, le dije, si lo viera usted ahora en estado de no
poderlo servir en lo más mínimo, ¿lo amara? En dudarlo
me agravia usted, me respondió, ¿pues que usted se persuade a
que yo en mi vida he amado y apreciado a los hombres por el bien que
me puedan hacer? Eso es un error. Al hombre se ha de amar por sus
virtudes particulares, y no por el interés que de ellas nos
resulte. El hombre bueno es acreedor a nuestra amistad aunque no sea
dueño de un real, y el que no tenga un corazón
emponzoñado y maligno es digno de nuestra conmiseración
por más crímenes que cometa, pues acaso delinque o por
necesidad o por ignorancia, como creo que lo hacía mi
Periquillo, a quien abrazaría si ahora lo viera.

Pues, digno amigo, le dije arrojándome a sus brazos, tenga
usted la satisfacción que desea. Yo soy Pedro Sarmiento, aquel
Periquillo a quien tanto favor hizo en la cárcel, yo soy aquel
joven extraviado, yo el ingrato o tonto que ya no le volví a
escribir, y yo el que, desengañado del mundo, he variado de
conducta y logro la inexplicable satisfacción de apretarlo
ahora entre mis brazos.

El buen viejo lloraba enternecido al escuchar estas cosas. Yo lo
dejé y fui a abrazar y consolar a su mujer, que también
lloraba por ver enternecido a su marido, y la inocente criatura
derramaba sus lagrimillas sabiendo apenas por qué. La
abracé también, le hice sus zorroclocos, y pasados
aquellos primeros transportes me acabó de contar don Antonio
sus trabajos, que pararon en que, viniendo para México a poner
a su hija en un convento, con designio de radicarse en esta capital,
habiendo realizado todos sus bienecillos que había adquirido en
Acapulco, en el camino le salieron unos ladrones, le robaron y le
mataron al viejo mozo Domingo, que los sirvió siempre con la
mayor fidelidad. Que ellos en tan deplorable situación se
valieron de un relicario de oro que conservó su hija o se
escapó de los ladrones, y el que vendieron para comprar un
jumento, en el que llegó a mi casa don Antonio muy enfermo de
disentería, habiendo tenido que caminar los tres sin un medio
real como treinta leguas, manteniéndose de limosna hasta que
llegaron a mi casa.

Cuando mi amigo don Antonio concluyó su conversación,
le dije: no hay que afligirse. Esta casa y cuanto tengo es de usted y
de toda su familia. A toda la amo de corazón por ser de usted,
y desde hoy usted es el amo de esta casa.

En aquella hora los hice pasar a mi recámara, les di buenos
colchones, cenamos juntos y nos recogimos.

Al día siguiente saqué géneros de la tienda y
mandé que les hicieran ropa nueva. Hice traer un médico
de México para que asistiera a don Antonio y a su mujer, que
también estaba enferma, con cuyo auxilio se restablecieron en
poco tiempo.

Cuando se vieron aliviados, convalecientes y surtidos de ropa
enteramente, me dijo don Antonio: siento, mi buen amigo, el haber
molestado a usted tantos días; no tengo expresiones para
manifestarle mi gratitud, ni cosa que lo valga para pagarle el
beneficio que nos ha hecho; pero sería un impolítico y
un necio si permaneciera siéndole gravoso por más
tiempo, y así me voy en mi burro como antes, rogándole
que si Dios mudare mi fortuna, usted se servirá de ella como
propia.

Calle usted, señor, le dije. ¿Cómo era capaz que
usted se fuera de mi casa atenido a una suerte casual? Yo fui
favorecido de usted, fui su pobre, y hoy soy su amigo, y si quiere
seré su hijo y haremos todos una misma familia. He examinado y
observado las bellas prendas de la niña Margarita, tiene edad
suficiente, la amo con pasión, es inocente y agradecida. Si mi
honesto deseo es compatible con la voluntad de usted y de su esposa,
yo seré muy dichoso con tal enlace y manifestaré en
cuanto pueda que a ella la adoro y a ustedes los estimo.

El buen viejo se quedó algo suspenso al escucharme, pero
pasados tres instantes de suspensión me dijo: don Pedro,
nosotros ganamos mucho en que se verifique semejante matrimonio. A la
verdad que, considerándolo con arreglo a nuestra infeliz
situación, no lo podemos esperar mejor. La muchacha tiene cerca
de quince años, y es algo bonitilla; ya yo estoy viejo y
enfermo, poco he de durar; su pobre madre no está sana, ni
cuenta con ninguna protección para sostenerla después de
mis días. Por lo regular, si ella no se casa mientras vivo,
acaso quedará para pasto de los lobos y será una joven
desgraciada. Pensamiento es este que me quita el sueño muchas
noches.

Esto es decir, amigo, que yo deseo casar a mi hija cuanto antes;
pero, como padre al fin, quisiera casarla no con un rico ni con un
marqués, pero sí con un hombre de bien, con experiencia
del mundo, y a quien yo conociera que se casaba con ella por su
virtud, y no por su tal cual hermosura.

Todas estas cualidades y muchas más adornan a usted, y en mi
concepto lo hacen digno de mujer de mejores prendas que las pocas que
me parece tiene Margarita; pero es preciso considerar que a usted le
han de faltar pocos años para cuarenta, según su
aspecto, y, suponiendo que tenga usted treinta y seis o treinta
y siete, ésa es una edad bastante para ser padre de la novia, y
esto puede detenerla para querer a usted. Sé dos cosas bien
comunes. La una que un moderado exceso en la edad de un hombre
respecto a la de su mujer tan lejos está de ser defecto que
antes debería verse como circunstancia precisa para contraerse
los matrimonios, pues, cuando los jóvenes se casan tan
muchachos como sus novias, por lo regular sucede que acaban mal los
matrimonios, porque, siendo más débil el sexo femenino
que el masculino, y teniendo que sufrir más demérito en
el estado conyugal que en otro alguno, sucede que a los dos o tres
partos se pone fea la mujer, y como, en el caso de que hablamos, los
muchachos no tienen por lo común otra mira al contraer el
matrimonio que la posesión de un objeto hermoso, sucede
también, por lo común, que, acabada la belleza de la
mujer, se acaba el amor del hombre, pues, cuando es de treinta o
treinta y seis años, ya su mujer parece de cincuenta, le es un
objeto despreciable y la aborrece injustamente.

Esta razón, entre otras, debería ser la más
poderosa para que ni los hombres se casaran muy temprano ni las
niñas se enlazaran con muchachos; pero es ardua empresa el
sujetar la inclinación de ambos sexos a la razón en una
edad en que la naturaleza domina con tanto imperio en los hombres. Lo
como es que los matrimonios que celebran los viejos son
ridículos, y los que hacen los niños, desgraciados las
más veces. Esto quiere decir que yo apruebo y me parece bien
que usted se case con mi hija, pero ignoro si ella querrá
casarse con usted.

Es verdad, y ésta es la otra cosa que sé: es verdad
que ella es muy dócil, muy inocente, me ama mucho, y
hará lo que yo le mande; pero jamás la obligaré a
que abrace un estado que no le incline, ni a que se una con quien no
quiera, en caso que elija el matrimonio.

En virtud de esto, usted conocerá que el enlace de usted con
mi hija no depende de mi arbitrio. En ella consiste, yo la
dejaré en entera libertad sin violentar para nada su
elección, y, si quisiere, para mí será de lo
más lisonjero.

Concluyó don Antonio su arenga, y yo le dije: señor,
si solamente éstos son los reparos de usted, todos están
allanados a mi favor, y desde luego mi dicha será cierta si
usted y la señora su esposa dan su beneplácito; porque,
antes de hablar a usted sobre el particular, examiné el
carácter de su hija, y no sin admiración encontré
en tan tiernos años una virtud muy sólida y unos
sentimientos muy juiciosos.

Ellos me han prendado más que su hermosura, pues ésta
acaba con la edad, o se disminuye con los achaques y enfermedades que
no respetan a las bellas. De buenas a primeras manifesté a su
niña de usted mis sanas intenciones, y me contestó con
estas palabras que conservaré siempre en la memoria:
señor, me dijo, mi padre dice que usted es hombre de honor, y
otras veces ha dicho que apetecería para mí un hombre de
bien aunque no fuera rico. Yo siempre creo a mi padre, porque no sabe
mentir, y a usted lo quiero mucho después que lo ha socorrido;
me parece que con casarme con usted aseguraría a mis pobres
padres su descanso, y así, ya por no verlos padecer más,
y ya porque quiero a usted por lo que ha hecho con ellos, y porque es
hombre de bien, como dice mi padre, me casara con usted de buena gana;
pero no sé si querrán mi padre y madre, y yo tengo
vergüenza de decírselo.

Ésta fue la sencilla respuesta de su niña de usted,
tanto más elocuente cuanto más desnuda de artificio. En
ella descubrí un gran fondo de sinceridad, de inocencia, de
gratitud, de amor filial, de obediencia y de respeto a sus padres y
bienhechores. Pensaba cómo significarle a usted mi deseo; mas,
queriendo usted separarse de mi casa, me he precisado a
descubrirme. De parte de los prometidos todo está hecho, resta
sólo el consentimiento de usted y de su mamá, que les
suplico me concedan.

Don Antonio era serio pero afable, y así, después que
me oyó, se sonrió, y dándome una palmada en
el hombro me dijo: ¡Oh, amigo! Si ya ustedes tenían hecho su
enjuague, hemos gastado en vano la saliva. Vamos, no hay muchacha
tonta para su conveniencia. Apruebo su elección, todo
está corriente por nuestra parte; pero, si lo ha pensado usted
bien, apresure el paso, que no es muy seguro que dos que se aman,
aunque sea con fines lícitos, vivan por mucho tiempo desunidos
bajo de un mismo techo.

Entendí el fundado y cristiano escrúpulo de mi suegro
y, encargándole el cuidado de la tienda y del mesón,
mandé en aquel momento ensillar mi caballo y marché para
México.

Luego que llegué, conté a mi amo todo el pasaje,
dándole parte de mis designios, los que aprobó tan de
buena gana que se me ofreció para padrino. A Pelayo, como a mi
confesor y como a mi amigo, le avisé también de mis
intentos, y, en prueba de cuánto le acomodaron, interesó
sus respetos, y en el término de ocho días sacó
mis licencias bien despachadas del provisorato.

En este tiempo visité a mi amo el chino y al padre
capellán, a don Tadeo y a don Jacobo, convidándolos a
todos para mi boda. Asimismo mandé convidar a Anselmo con su
familia. Compré las donas o arras que regalé a mi novia
y, como tenía dinero, facilité desde esta capital todo
lo que era menester para la disposición del festejo.

Un convoy de coches salió conmigo para San Agustín de
las Cuevas el día en que determiné mi casamiento. Ya
Anselmo estaba en mi casa con su familia, y su esposa, que
elegí para madrina, había vestido y adornado a Margarita
de todo gusto, aunque no de rigorosa moda, porque era discreto y
sabía que el festín había de celebrarse en el
campo, y yo quería que luciera en él la inocencia y la
abundancia más bien que el lujo y ceremonia. Según este
sistema, y con mis amplias facultades, dispuso Anselmo mi recibimiento
y el festejo según quiso y sin perdonar gasto. Como a las seis
y media de la mañana llegué a San Agustín,
y me encontré en la sala de mi casa a mi novia, vestida de
túnico y mantilla negra, acompañada de sus padres, a
Anselmo con su esposa y familia, a Andrés con la suya, y los
criados de siempre.

Luego que pasaron las primeras salutaciones
que prescribe la urbanidad, envió Anselmo a avisar al
señor cura, quien inmediatamente fue a casa con los padres
vicarios, los monacillos y todo lo necesario para darnos las manos. Se
nos leyeron las amonestaciones privadas, se ratificó en
nuestros dichos y se concluyó aquel acto con la más
general complacencia.

Al instante pasamos a la iglesia a recibir las bendiciones
nupciales y a jurarnos de nuevo nuestro constante amor al pie de los
altares.

Concluido el augusto sacrificio, nos volvimos a esperar al
señor cura y a los padres vicarios. Se desnudó mi
esposa de aquel traje y, mientras que la madrina la vestía de
boda, entré yo a la cocina para ver qué tal
disposición tenía Anselmo; mas éste lo hizo todo
de tal suerte que yo, que era el dueño de la función, me
sorprendía con sus rarezas.

Una de ellas fue no hallar ni lumbre en el brasero. Salí a
buscarlo bien avergonzado, y le dije: hombre, ¿qué has hecho,
por Dios? ¡Tanta gente de mi estimación en casa y no haber a
estas horas ni prevención de almuerzo! ¿No te escribí
que no te pararas en dinero para gastar cuanto se ofreciera? ¡Voto a
mis penas! ¡Qué vergüenza me vas a hacer pasar, Anselmo!
Si lo sé, no me valgo de ti seguramente.

¡Pues cómo ha de ser, hijo! Ya sucedió, me
respondió con mucha flema, pero no te apures, yo tengo una
familia que me estima en este pueblo, y allá nos vamos a
almorzar todos luego que lleguen el señor cura y los
vicarios.

Ésa es peor tontera e impolítica que todo, le dije,
¿no consideras que cómo nos hemos de ir a encajar de repente
más de veinte personas a una casa, donde tal vez no
tendré yo el más mínimo conocimiento? Y luego a
almorzar y sin haberles avisado.

Como de esas imprudencias se ven todos los días en el mundo,
decía Anselmo, en los casos apurados es menester ser algo
sinvergüenzas para no pasarlo tan mal.

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