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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (111 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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¡Cuántas reflexiones pudiera haceros sobre el origen,
progresos y probables fines de esta guerra! Muy fácil me
sería hacer una reseña de la historia de América
y dejaros el campo abierto para que reflexionarais de parte de
quién de los contendientes está la razón, si de
la del gobierno español, o de los americanos que pretenden
hacerse independientes de la España; pero es muy peligroso
escribir sobre esto y en México el año de 1813. No
quiero comprometer vuestra seguridad instruyéndoos en materias
políticas que no estáis en estado de comprender. Por
ahora básteos saber que la guerra es el mayor de todos los
males para cualquiera nación o reino, pero incomparablemente
son más perjudiciales las conmociones sangrientas dentro de un
mismo país, pues la ira, la venganza y la crueldad,
inseparables de toda guerra, se ceban en los mismos ciudadanos que se
alarman para destruirse mutuamente.

Bien conocieron esta verdad los romanos, como tan ejercitados con
estas calamidades intestinas. Entre otros son dignos de notarse
Horacio y Lucano. El primero, reprendiendo a sus conciudadanos
enfurecidos, les dice: «¿A dónde vais, malvados? ¿Para
qué empuñáis las armas? ¿Por ventura se han
teñido poco los campos y los mares con la sangre romana?
Jamás los lobos ni los leones han acostumbrado, como vosotros,
ejercitar su encono sino con otras fieras sus desiguales o diferentes
en especie. Y por ventura, aun cuando riñen, ¿es su furor
más ciego que el vuestro? ¿Es su rabia más acre? ¿Es su
culpa tanta? Responded. ¿Pero qué habéis de responder?
Calláis, vuestras caras se cubren de una horrorosa amarillez y
vuestras almas se llenan de terror convencidas por vuestro mismo
crimen».

De semejante modo se expresaba el sensible Horacio; y Lucano hace
una viva descripción de los daños que ocasiona una
guerra civil en unos versos que os traduciré libremente al
castellano. Dice, pues, que en las conmociones populares

Perece la nobleza con la plebe
Y anda de aquí acullá la cruel espada,
Ningún pecho se libra de sus filos.
La roja sangre hasta las piedras mancha
De los sagrados templos; no defiende
A ninguno su edad, la vejez cana
Ve sus días abreviar y el triste infante
Muere al principio de su vida ingrata.
¿Pero por qué delito el pobre viejo
Ha de morir y el niño que no dañan?
¡Ah, que sólo vivir en tiempos tales
Es grande crimen, sí, bastante causa!

Con más valentía pintó Erasmo
todo el horror de la guerra, y se esfuerza cuando habla de las
civiles. «Común cosa es, dice, el pelear:
despedázase una gente con otra, un reino con otro reino,
príncipe con príncipe, pueblo con pueblo, y lo que aun
los étnicos tienen por impío, el deudo con el deudo,
hermano con hermano, el hijo con el padre; y finalmente, lo que a mi
parecer es más atroz, un cristiano con un hombre; y
¿qué sería (dígolo por la mayor de las
atrocidades) si fuese un cristiano con otro cristiano? Pero ¡oh,
ceguedad de nuestro entendimiento! ¡Que, en lugar de abominar
esto, haya quien lo aplauda, quien con alabanzas lo ensalce, quien la
cosa más abominable del mundo la llame santa y, avivando el
enojo de los príncipes, cebe el fuego hasta que suba al cielo
la llama!».

Virgilio conoció que nada bueno había en la guerra y
que todos debíamos pedir a Dios la duración de la
paz. Por esto escribió:
Nulla salus bello, pacem te
poscimus omnes
.

De todo esto debéis inferir cuán gran mal es la
guerra, cuán justas son las razones que militan para excusarla,
y que el buen ciudadano sólo debe tomar las armas cuando se
interese el bien común de la patria.

Sólo en este caso se debe empuñar la espada y
embrazar el broquel, y no en otros, por más lisonjeros que sean
los fines que se propongan los comuneros, pues dichos fines son muy
contingentes y aventurados, y las desgracias consecutivas a los
principios y a los medios son siempre ciertas, funestas y generalmente
perniciosas. Pero apartemos la pluma de un asunto tan odioso por su
naturaleza, y no queramos manchar las páginas de mi historia
con los recuerdos de una época teñida con sangre
americana.

Después de realizados mis bienes y radicado en
México, traté de ponerme en cura, y los médicos
dijeron que mi enfermedad era incurable. Todos convenían en el
mismo fallo, y hubo pedante que, para desengañarme de toda
esperanza, apoyó su aforismo en la vejez, diciéndome en
latín que los muchos años son una enfermedad muy
grave.
Senectus ipsa est morbus
.

Yo, que sabía muy bien que era mortal y que ya había
vivido mucho, no me dilaté en creerlos. Quise que no quise, me
conformé con la sentencia de los médicos, conociendo que
el conformarse con la voluntad de Dios a veces es trampa legal, pues
queramos que no queramos se ha de cumplir en nosotros; hice, como
suelen decir, de la necesidad virtud, y ya sólo traté de
conservar mi poca salud paliativamente, pero sin esperanza de
restablecerla del todo.

En este tiempo me visitaban mis amigos, y por una casualidad tuve
otro nuevo que fue un tal Lizardi, padrino de Carlos para su
confirmación, escritor desgraciado en vuestra patria y conocido
del público con el epíteto con que se distinguió
cuando escribió en estos amargos tiempos, y fue el
de
Pensador Mexicano
.

En el tiempo que llevo de conocerlo y tratarlo he advertido en
él poca instrucción, menos talento y últimamente
ningún mérito (hablo con mi acostumbrada ingenuidad);
pero, en cambio de estas faltas, sé que no es embustero, falso,
adulador ni hipócrita. Me consta que no se tiene ni por sabio
ni por virtuoso; conoce sus faltas, las advierte, las confiesa y las
detesta. Aunque es hombre, sabe que lo es, que tiene mil defectos, que
está lleno de ignorancia y amor propio, que mil veces no
advierte aquélla porque éste lo ciega, y
últimamente, alabando sus producciones algunos sabios en mi
presencia y en la suya, le he oído decir mil veces:
señores, no se engañen, no soy sabio, instruido ni
erudito, sé cuánto se necesita para desempeñar
estos títulos; mis producciones os deslumbran leídas
a la primera vez, pero todas ellas no son más que
oropel. Yo mismo me avergüenzo de ver impresos errores que no
advertí al tiempo de escribirlos. La facilidad con que escribo
no prueba acierto. Escribo mil veces en medio de la distracción
de mi familia y de mis amigos, pero esto no justifica mis errores,
pues debía escribir con sosiego y sujetar mis escritos a la
lima, o no escribir, siguiendo el ejemplo de Virgilio o el consejo de
Horacio; pero, después que he escrito de este modo, y
después de que conozco por mi natural inclinación que no
tengo paciencia para leer mucho, para escribir, borrar, enmendar ni
consultar despacio mis escritos, confieso que no hago como debo, y
creo firmemente que me disculparán los sabios, atribuyendo a
calor de mi fantasía la precipitación siempre culpable
de mi pluma. Me acuerdo del juicio de los sabios, porque del de los
necios no hago caso.

Al escuchar al Pensador tales expresiones, lo
marqué por mi amigo y, conociendo que era hombre de bien y que
si alguna vez erraba era más por un entendimiento perturbado
que por una depravada voluntad, lo numeré entre mis verdaderos
amigos, y él se granjeó de tal modo mi afecto que lo
hice dueño de mis más escondidas confianzas, y tanto nos
hemos amado que puedo decir que soy uno mismo con el Pensador y
él conmigo.

Un día de éstos en que ya estoy demasiadamente
enfermo, y en que apenas puedo escribir los sucesos de mi vida, vino a
visitarme y, estando sentada mi esposa en la orilla de mi cama y
vosotros alrededor de ella, advirtiéndome fatigado de mis
dolencias y que no podía escribir más, le dije: toma
esos cuadernos para que mis hijos se aprovechen de ellos
después de mis días.

En ese instante dejé a mi amigo el Pensador mis comunicados
y estos cuadernos para que los corrija y anote, pues me hallo muy
enfermo…

Notas del Pensador

Hasta aquí escribió mi buen
amigo don Pedro Sarmiento, a quien amé como a mí mismo y
lo asistí en su enfermedad hasta su muerte con el mayor
cariño.

Hizo llamar al escribano y otorgó su testamento con las
formalidades de estilo. En él declaró tener cincuenta
mil pesos en reales efectivos puestos a réditos seguros en
poder del conde de San Telmo, según constaba del documento que
manifestó certificado por escribano y debía obrar cosido
con el testamento original, y seguía:

Item
declaro que es mi voluntad que, pagadas del quinto de
mis bienes las mandas forzosas y mi funeral, se distribuya lo sobrante
en favor de pobres decentes, hombres de bien y casados, de este modo:
si sobran nueve mil y pico de pesos, se socorrerán a nueve
pobres de los dichos que manifiesten al albacea que queda nombrado
certificación del cura de su parroquia en que conste son
hombres de conducta arreglada, legítimos pobres, con familias
pobres que sostener, con algún ejercicio o habilidad, no tontos
ni inútiles, y a más de esto con fianza de un sujeto
abonado que asegure con sus bienes responder por mil pesos que se le
entregarán para que los gire y busque su vida con ellos, bien
entendido de que el fiador será responsable a dicha cantidad
siempre que se le pruebe que su ahijado la ha malversado; pero, si se
perdiere por suerte del comercio, robo, quemazón, o cosa
semejante, quedarán libres de responsabilidades así el
fiador como el agraciado.

Declaro que, aunque pudiera con nueve mil pesos hacer limosna a
veinte, treinta, ciento o mil pobres, dándoles a cada uno una
friolera como suele hacerse, no lo he determinado porque considero que
éstos no son socorros verdaderos, y sí lo serán
en el modo que digo, pues es mi voluntad que, después que los
socorridos hagan su negocio y aseguren su subsistencia,
devuelvan los mil pesos para que se socorran otros pobres.

Declaro también que, aunque pudiera dejar limosnas a viudas
y a doncellas, no lo hago porque a éstas siempre les dejan los
más de los ricos, y no son las primeras necesitadas, sino los
pobres hombres de bien, de quienes jamás o rara vez se acuerdan
en los testamentos, creyendo, y mal, que con ser hombres tienen una
mina abundante para sostener sus familias.

De este modo fueron sus disposiciones testamentarias. Concluidas,
se trató de administrarle los santos sacramentos de la
Eucaristía y Extrema-Unción. Le dio el viático su
muy útil y verdadero amigo el padre Pelayo. Asistieron a la
función sus amigos don Tadeo, don Jacobo, Anselmo,
Andrés, yo y otros muchos. La música y la solemnidad que
acompañó este acto religioso infundía un
respetuoso regocijo, que se aumentó en todos los asistentes al
ver la ternura y devoción con que mi amigo recibió el
Cuerpo del Señor Sacramentado. El perdón que a todos nos
pidió de sus escándalos y extravíos, la
exhortación que nos hizo y la unción que derramaba en
sus palabras arrancó las lágrimas de nuestros ojos,
dejándonos llenos de edificación y de consuelo.

Pasados estos dulces transportes de su alma, se recogió, dio
gracias y a las dos horas hizo que entraran a su recámara su
mujer y sus hijos.

Sentado yo a la cabecera, y rodeada su familia de la cama, les dijo
con la mayor tranquilidad: «Esposa mía, hijos míos, no
dudaréis que siempre os he amado, y que mis desvelos se han
consagrado constantemente a vuestra verdadera felicidad. Ya es tiempo
que me aparte de vosotros para no vernos hasta el último
día de los siglos. El Autor de la naturaleza llama ya a las
puertas de mi vida: él me la dio cuando quiso, y cuando quiere
cumple la naturaleza su término. No soy árbitro
de mi existencia, conozco que mi muerte se acerca, y muero muy
conforme y resignado en la divina voluntad. Excusad el exceso de
vuestro sentimiento. Bien que sintáis la falta de mi vista como
pedazos que habéis sido de mi corazón, deberéis
moderar vuestra aflicción considerando que soy mortal y que
tarde o temprano mi espíritu debía desprenderse de la
masa corruptible de mi cuerpo.

»Advertid que mi Dueño y el Dueño de mi vida es el
que me la quita, porque la naturaleza es inmutable en cumplir con los
preceptos de su Autor. Consolaos con esta cierta consideración
y decid: el Señor me dio un esposo, el Señor nos dio un
padre, él nos lo quita, pues sea bendito el nombre del
Señor. Con esta resignación se consolaba el humilde Job
en el extremo de sus amarguísimos trabajos.

»Estos pensamientos no inspiran el dolor ni la tristeza, sino antes
unos consuelos y regocijos sólidos que se fundan no menos que
en la palabra de Dios y en las máximas de la sagrada
religión que profesamos. Quédese la desesperación
para el impío, y para el incrédulo la duda de nuestra
futura existencia, mientras que el católico arrepentido y bien
dispuesto confía con mucho fundamento que Dios, en cumplimiento
de su palabra, le tiene perdonados sus delitos, y sus deudos con la
misma seguridad piadosamente creen que no ha muerto, sino que ha
pasado a mejor vida.

»Conque no lloréis, pedazos míos, no
lloréis. Dios os queda Dios os queda para favoreceros y
ampararos, y, si cumplís sus divinos preceptos y
confiáis en su altísima Providencia, estad seguros de
que nada, nada os faltará para ser felices en esta y en la otra
vida.

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