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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (48 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pues amigo, le dije, mal estamos; porque yo, para probar que no
salí con Januario la noche del robo, atestigüé que
me había estado en el truquito con todos los inquilinos de
él, y éstos son muchos.

En verdad que hizo usted mal, dijo don Antonio, pero si no
había prueba más favorable, usted no podía
omitirla. En fin, si con la prisa que ha comenzado el negocio,
continúa, puede usted tener esperanza de salir pronto.

En estas y otras conversaciones entretuvimos el resto de aquel
día, en el que mi caritativo amigo me dio de comer; y en los
quince o veinte más que duró en mi
compañía no sólo me socorrió en cuanto
pudo, sino que me doctrinó con sus consejos. ¡Ah, si yo los
hubiera tomado!

Cuando me veía adunarme con algunos presos cuya amistad no
le parecía bien, me decía: mire usted, don Pedrito, dice
el refrán que
cada oveja con su pareja
. Podía
usted no familiarizarse tanto con esa clase de gente como N. y Z.,
pues no porque son pobres ni morenos, éstos son accidentes por
los que solamente no debe despreciarse al hombre ni desecharse su
compañía, en especial si aquel color y aquellos trapos
rotos cubren, como suele suceder, un fondo de virtud; sino porque esto
no es lo más frecuente; antes la ordinariez del nacimiento
y el despilfarro de la persona suelen ser los más seguros
testimonios de su ninguna educación ni conducta; y ya ve usted
que la amistad de unas gentes de esta clase no puede traerle ni honra
ni provecho; y ya se acuerda de que, según me ha contado, los
extravíos que ha padecido y los riesgos en que se ha visto no
los debe a otros que a sus malos amigos, aun en la clase de bien
nacidos, como el señor Januario.

A este tenor eran todos los consejos que me daba aquel buen hombre,
y así con sus beneficios como con la suavidad de su
carácter se hizo dueño de mi voluntad, en
términos que yo lo amaba y lo respetaba como a mi padre.

Esto me acuerda que yo debí a Dios un corazón noble,
piadoso y dócil a la razón. La virtud me prendaba, vista
en otros; los delitos atroces me horrorizaban, y no me determinaba a
cometerlos; y la sensibilidad se excitaba en mis entrañas a la
presencia de cualquiera escena lastimosa.

Pero ¿qué tenemos con estas buenas cualidades si no se
cultivan? ¿Qué con que la tierra sea fértil, si la
semilla que en ella se siembra es de cizaña? Eso era cabalmente
lo que me sucedía. Mi docilidad me servía para seguir
el ímpetu de mis pasiones y el ejemplo de mis malos amigos;
pero cuando lo veía bueno, pocas veces dejaba de enamorarme la
virtud, y si no me determinaba a seguirla constantemente, a lo menos
me sentía inclinado a ello, y me refrenaba mientras
tenía el estímulo a la vista.

Así me sucedió mientras tuve la
compañía de don Antonio, pues lejos de envilecerme o
contaminarme más con el perverso ejemplo de aquellos presos
ordinarios, que conocemos con el nombre de
gentalla
,
según me aconteció en el truquito, lejos de esto, digo,
iba yo adquiriendo no sé qué modo de pensar con honor, y
no me atrevía a asociarme con aquella broza por vergüenza
de mi amigo, y por la fuerza que me hacían sus suaves y
eficaces persuasiones. ¡Qué cierto es que el ejemplo de un
amigo honrado contiene a veces más que el precepto de un
superior, y más si éste sólo da preceptos y no
ejemplos!

Pero como yo apenas comenzaba a ser aprendiz de hombre de bien con
los de mi buen compañero, luego que me faltaron rodó por
tierra toda mi conducta y señorío, a la manera que un
cojo irá a dar al suelo luego que le falte la muleta.

Fue el caso que una mañana que estaba yo solo en mi
calabozo, leyendo en uno de los libros de don Antonio, bajó
éste de arriba, y dándome un abrazo me dijo muy
alborozado: querido don Pedro, ya quiso Dios, por fin, que triunfara
la inocencia de la calumnia, y que yo logre el fruto de aquélla
en el goce completo de mi libertad. Acaba el alcaide de darme el
correspondiente boleto. Yo trato de no perder momentos en esta
prisión para que mi buena esposa tenga cuanto antes la
complacencia de verme libre y a su lado, y por este motivo resuelvo
marcharme ahora mismo. Dejo a usted mi cama, y esa caja con lo que
tiene dentro para que se sirva de ella entre tanto la mando sacar de
aquí; pero le encargo me la cuide mucho.

Yo prometí hacer cuanto él me mandara, dándole
los plácemes por su libertad y las debidas gracias por los
beneficios que me había hecho, suplicándole que mientras
estuviera en México, se acordara de su pobre amigo Perico, y no
dejara de visitarlo de cuando en cuando. Él me lo
ofreció así, poniéndome dos pesos en la mano, y
estrechándome otra vez en sus brazos me dijo: sí, mi
amigo… mi amigo… ¡pobre muchacho!, bien nacido y mal logrado… A
Dios… No pudo contener este hombre sensible y generoso su ternura,
las lágrimas interrumpieron sus palabras y, sin dar lugar a que
yo hablara otra, marchó dejándome sumergido en un mar de
aflicción y sentimiento, no tanto por la falta que me
hacía don Antonio, cuanto por lo que extrañaba su
compañía, pues en efecto, ya lo dije y no me
cansaré de repetirlo, era muy amable y generoso.

Aquel día no comí, y a la noche cené muy
parcamente; mas como el tiempo es el paño que mejor enjuga las
lágrimas que se vierten por los muertos y los ausentes, al
segundo día ya me fui serenando poco a poco; bien es verdad que
lo que calmó fue el exceso de mi dolor, mas no mi amor ni mi
agradecimiento.

Apenas los pillos mis compañeros me vieron sin el respeto de
don Antonio y advirtieron que quedé de depositario de sus
bienecillos, cuando procuraron granjearse mi amistad, y para esto se
me acercaban con frecuencia, me daban cigarros cada rato, me
convidaban a aguardiente, me preguntaban por el estado de mi causa, me
consolaban, y hacían cuanto les sugería su habilidad por
apoderarse de mi confianza.

No les costó mucho trabajo, porque yo, como buen bobo,
decía: no, pues estos pobres no son tan malos como me
parecieron al principio. El color bajo y los vestidos destrozados no
siempre califican a los hombres de perversos; antes a veces pueden
esconder algunas almas tan honradas y sensibles como la de don
Antonio; y ¿qué sé yo si entre estos infelices me
encontraré con alguno que supla la falta de mi amigo?

Engañado con estos hipócritas sentimientos,
resolví hacerme camarada de aquella gentuza, olvidándome
de los consejos de mi ausente amigo y, lo que es más, del
testimonio de mi conciencia que me decía que, cuando no en lo
general a lo menos en lo común, raro hombre sin principios ni
educación deja de ser vicioso y relajado.

A los tres días de la partida de don Antonio ya era yo
consocio de aquellos tunos, llevando con ellos una familiaridad tan
estrecha como si de años atrás nos hubiéramos
conocido, porque no sólo comíamos, bebíamos y
jugábamos juntos, sino que nos tuteábamos y
retozábamos de manos como unos niños.

Pero con quien más me intimé fue con un mulatillo
gordo, aplastado, chato, cabezón, encuerado y demasiadamente
vivo y atrevido, que le llamaban la
Aguilita
, y yo
jamás le supe otro nombre, que verdaderamente le
convenía así por la rapidez de su genio como por lo
afilado de su garra. Era un ladrón astuto y ligerísimo,
pero de aquellos ladrones rateros, incapaces de hacer un robo de
provecho pero capaces de sufrir veinte y cinco azotes en la picota por
un vidrio de a dos reales o un pañito de a real y medio. Era,
en fin, uno de estos macutenos o corta bolsas, pero delicado en la
facultad. No se escapaba de sus uñas el pañuelo
más escondido, ni el trapo más bien asegurado en el
tendedero. ¡Qué tal sería, pues los otros presos que
eran también profesores de su arte le rendían
el
pórrigo
[122]
, le
confesaban la primacía y se guardaban de él como si
fueran los más lerdos en el oficio!

Él mismo, haciendo alarde de sus delitos, me los
contó con la mayor franqueza, y yo le referí mis
aventuras punto por punto en buena correspondencia, sin ocultarle que,
así como a él por mal nombre le
llamaban
Aguilita
, así a mí me
decían
Periquillo Sarniento
.

No fue menester más que revelarle este secreto para que
todos lo supieran, y desde aquel día ya no me conocían
con otro nombre en la cárcel.

Éste fue, según dije, el gran sujeto con quien yo
trabé la más estrecha amistad. Ya se deja entender
qué ejemplos, qué consejos y qué beneficios
recibiría de mi nuevo amigo y de todos sus camaradas. Como de
ellos.

Al plazo que dije ya habían concluido los dos pesos que me
dejó don Antonio, y yo no tenía ni qué comer ni
qué jugar. Es cierto que el amigo Aguilucho partía
conmigo de su plato, pero éste era tal que yo lo pasaba con la
mayor repugnancia, pues se reducía a un poco de atole aguado
por la mañana, un trozo de toro mal cocido en caldo de chile al
medio día y algunos alverjones o habas por la noche, que ellos
engullían muy bien, tanto por no estar acostumbrados a mejores
viandas, como por ser éstas de las que les daba la caridad;
pero yo apenas las probaba, de manera que si no hubiera sido por un
bienhechor que se dignó favorecerme, perezco en la
cárcel de enfermedad o de hambre, pues era seguro que si
comía las municiones alverjonescas y el toro medio vivo me
enfermaría gravemente, y si no comía eso, no habiendo
otros alimentos, la debilidad hubiera dado conmigo en el sepulcro.

Pero nada de esto sucedió, porque desde el cuarto día
de la ausencia de don Antonio me llevaron de la calle un canastito con
suficiente y regular comida, sin poder yo averiguar de dónde,
pues siempre que lo preguntaba al mandadero sólo sacaba de
éste que me la daba un
amigo
, quien mandaba decir que no necesitaba saber quién era.

En esta inteligencia yo recibía el canastillo, daba las
gracias a mi desconocido benefactor y comía con mejores
apetencias, y casi siempre en compañía del Aguilucho o
de alguno de sus cofrades.

Mas como la amistad de éstos no era verdadera, ni se
dirigía a mi bien, sino al provecho que esperaban sacar de
mí, no cesaban de instarme a jugar, y esto lo hacían por
medio del Aguilita, quien me decía a cada cuarto de hora: amigo
Perico, vamos a jugar, hombre, ¿qué haces tan triste y
arrinconado con el libro en la mano hecho santo de colateral? Mira, en
la cárcel sólo bebiendo o jugando se puede pasar el
rato, pues no hay nada que hacer ni en qué
ocuparse. Aquí el herrero, el sastre, el tejedor, el
pintor, el arcabucero, el bateoja, el hojalatero, el carrocero y otros
muchos artesanos, luego que se ven privados de su libertad, se ven
también privados de su oficio, y de consiguiente constituidos
en la última miseria ellos y sus familias en fuerza de la
holgazanería a que se ven reducidos; y los que no tienen oficio
perecen de la misma manera; y así, camarada, ya que no hay
más que hacer, pasemos el rato jugando y bebiendo mientras que
nos ahorcan o nos envían a comer pescado fresco a San Juan de
Ulúa, porque lo demás será quitarnos la vida
antes que el verdugo o los trabajos nos la quiten.

Acabó mi amigo su persuasiva conversación, y le dije:
no pensé jamás que un hombre de tu pelaje hablara tan
razonablemente; porque la verdad, y sin que sirva de enojo, los de tu
clase no se explican en materia ninguna de ese modo. Aunque no es esa
regla tan general como la supones, me contestó, sin embargo, es
menester concederte que es así, por la mayor parte; mas esa
dureza o idiotismo que adviertes en los indios, mulatos y demás
castas no es por defecto de su entendimiento, sino por su ninguna
cultura ni educación. Ya habrás visto que muchos de esos
mismos que no saben hablar hacen mil curiosidades con las manos, como
son cajitas, escribanías, monitos, matraquitas y tanto
cachivache que atrae la afición de los muchachos y aun de los
que no lo son. Pues lo más especial que hay en el caso es el
precio en que los venden y la herramienta con que los trabajan. El
precio es poco menos que medio real o cuartilla, y la herramienta se
reduce a un pedazo de cuchillo, una tira de hoja de lata y casi
siempre nada más.

Esto prueba bien que tienen más talento del que tú
les concedes, porque si no siendo escultores, carpinteros, carroceros,
etc., ni teniendo conocimiento en las reglas de las artes que te he
nombrado, hacen una figura de un hombre o de un animal, una mesa, un
ropero, un cochecito y cuanto quieren, tan bonitos y agradables a la
vista, si hubieran aprendido esos oficios claro es que harían
obras perfectas en su línea.

Pues de la misma manera debes considerar que, si los dedicaran a
los estudios, y su trato ordinario fuera con gente civilizada,
sabrían muchos de ellos tanto como el que más, y
serían capaces de lucir entre los doctos no obstante la
opacidad de su color
[123]
. Yo, por
ejemplo, hablo regularmente el castellano porque me crié al
lado de un fraile sabio, quien me enseñó a leer,
escribir y hablar. Si me hubiera criado en casa de mi tía la
tripera, seguramente a la hora de ésta no tuvieras nada que
admirar en mí.

Pero dejemos estas filosofías para los
estudiantes. Aquí nada vale hablar bien ni mal, ser blancos ni
prietos, trapientos o decentes; lo que importa es ver cómo se
pasa el rato, y cómo se les pelan los medios a nuestros
compañeros; y así vamos a jugar, Periquillo, vamos a
jugar, no tengas miedo, a mí no me la dan de malas en el naipe,
de eso entiendo más que de castrar monas, y en fin, amarro un
albur a veinte cartas. Conque vamos hombre.

Yo le dije que iría de buena gana si tuviera dinero, pero
que estaba sin blanca. ¡Sin blanca!, exclamó el Girifalte. No
puede ser. ¿Pues para qué quieres esas sábanas ni esa
colcha que tienes en la cama, ni los demás trebejos que guardas
en la cajita? Aquí el presidente, y otros de tan arreglada
conciencia como él, prestan ocho con dos sobre prendas, o al
valer, o a si chifla.

El logro de recibir dos reales por premio de ocho que se
presten, le dije, ya lo entiendo, y sé que eso se llama prestar
ocho con dos; pero en esto de la valedura y del chiflido no tengo
inteligencia. Explícame qué cosas son.

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