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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (43 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Riose mi amigo de mi simpleza, diciéndome: ¡qué bien
se conoce que en su vida de usted las ha visto más gordas!
Sí, se echa de ver que usted no sólo no ha estado preso
jamás, pero ni se ha juntado con quien lo haya
estado. Así es, le dije, y me he acompañado con buenos
pillos, mas de nadie he sabido que haya estado preso, y por lo mismo
me cogen estas cosas de nuevo. Pero qué, ¿todavía de
aquí a tres meses estará mi negocio muy espacio?

Sí, querido, me respondió mi amigo. Las causas (no
siendo muy ruidosas, ejecutivas o agitadas por partes) andan con pies
de plomo. ¿No ha oído usted por ahí un axioma muy viejo
que dice que en entrando a la cárcel se detienen los reos en si
es o no es, un mes; si es algo, un año; y si es cosa grave,
sólo Dios sabe? Pues de esto conocerá usted que
aquí se eternizan los hombres.

¿Pero en siendo inocentes?, pregunté. No importa nada,
respondió el amigo. Aunque usted esté inocente (como no
tiene dinero para agitar su causa ni probar su inocencia) mientras que
ello no se manifiesta de por sí, y a pasos tan lentos, pasa una
multitud de tiempo.

Ésa es una injusticia declarada, exclamé, y los
jueces que tal consienten son unos tiranos disimulados de la
humanidad; pues que las cárceles que no se han hecho para
oprimir, sino para asegurar a los delincuentes, mucho menos son para
martirizar a los inocentes privándolos de su libertad.

Usted dice muy bien, dijo mi amigo. La privación de la
libertad es un gran mal, y si a esta privación se agrega la
infamia de la cárcel, es un mal no sólo grande sino
terrible; y tanto, que tenemos leyes que quieren que en ciertos casos
y a tales personas se les admitan fianzas de estar a derecho, pagar,
etc., y no se sepulten en estos horrorosos lugares; pero sepa usted
que los jueces no tienen la culpa de las morosidades de las causas, ni
de los perjuicios que por ellas sufren los miserables reos. En los
escribanos consiste este y otros daños que se experimentan en
las cárceles, porque en ellos está el agitar o echar a
dormir los negocios de los reos; y ya le dije a usted que las causas
de oficio andan espacio porque no ofrecen mucho lugar a las
tenidas.

Eso es decir, repuse yo, que los más escribanos son venales,
y que sólo se afanan, trabajan y dan curso a cualquier negocio
por interés; pero si éste falta, no hay que contar con
ellos para maldita la cosa de provecho.

A lo menos, respondió mi amigo, yo no daría tanta
extensión a la proposición, si no oyera lamentarse de
sus morosidades a tantos infelices que hay en nuestra
compañía; pero, don Pedro, es mucho el influjo que
tienen los escribanos sobre la suerte de los reos. De manera que
si ellos quieren endulzan, y si no agrian las causas, siendo
ésta una verdad tan triste como sabida. Hasta los niños
dicen que
en el escribano está todo
, y los no
niños se consuelan cuando tienen al escribano de su parte,
especialmente en las causas criminales.

Según eso, dije yo, ¿los escribanos tienen facilidad de
engañar a los jueces cuando quieren?

Y ya se ve que la tienen, me respondió mi amigo, y que toda
la responsabilidad que cargaría sobre los magistrados o jueces,
carga sobre ellos por el abuso que hacen de la confianza que los
dichos jueces depositan en ellos.

No piense usted que es avanzada la proposición. Si me fuera
lícito, contaría a usted casos modernos y originales de
que soy buen testigo, y en algunos también parte; pero
ahí se irá usted comunicando con otros presos que son
menos escrupulosos que yo, y ellos informarán a usted por menor
de cuanto le digo.

La lástima es que los malos escribanos, los más
venales y corrompidos, son los más hipócritas y los que
se saben captar más que otro la confianza y benevolencia de los
jueces, y, a vueltas de ésta, cometen sus intrigas y sus
picardías con tanta mayor satisfacción cuanto que
están seguros de que se crea su mala fe.

Vuelvo a decir que éstas son verdades duras para los malos;
pero para éstos ¿qué verdades hay suaves? Los jueces
más íntegros y timoratos, si están dominados del
escribano, ¿cómo sabrán el estado de malicia o de
inocencia que presenta la causa de un reo, cuando el escribano
sólo ha tomado la declaración? ¿Y cuando al darle cuenta
con ella añade criminalidades, o suprime defensas, según
le conviene? En tal caso, y descansando su conciencia en la del
escribano, claro es que sentenciará según el aspecto con
que éste le manifieste el del delito del reo.

De esto se ve con mucha frecuencia en los pueblos, y también
en las ciudades, especialmente sobre delitos comunes y que no llevan
un agregado horroroso. Supongamos, en los delitos de juego, hurtos
rateros, embriaguez, incontinencia y otros así; que en los
crímenes de estado, asesinatos, robos cuantiosos,
sacrílegos, etc., ya sabemos que no se fían los jueces
de los escribanos, sino que asisten a las declaraciones, confesiones,
careos y demás diligencias que exigen tales causas.

Confieso a usted, señor, le dije, que estas noticias me
desconsuelan demasiado, ya porque el delito que se me supone es
cabalmente de aquellos cuya averiguación se sujeta a la
férula de los escribanos, ya porque yo no tengo plata con que
agitar, y ya, en fin, porque no me atrevo a poner la menor duda en lo
que usted me dice.

Ni la debe usted poner, me contestó, porque cuando no
hubiera aquí dentro tantos testigos de mi verdad, yo mismo soy
una prueba de ella. Sí, amigo, dos años cuento de
prisión por una injusta calumnia, y mi enemigo no hubiera
hallado tanta facilidad para perderme si no hubiera contado con un
escribano venal y tracalero.

Pues ya que ha tocado usted ese punto, le dije, sírvase
continuar la conversación de sus desgracias, que, si mal no me
acuerdo, quedamos en que tenía usted mucha complacencia en
lucir a su madama en las mejores concurrencias de México.

Es verdad, dijo don Antonio, y esa necia complacencia la he pagado
con una serie no interrumpida de trabajos. Mi esposa sabía
bailar diestramente, y aun danzar; pero no por arte sino, como se
suele decir, de afición. Yo, deseando que sobresaliera su
mérito en todo, y que no la notasen en los bailes de mera
aficionada, la solicité un buen maestro, cuyas lecciones
aprovechó ella muy bien, y en poco tiempo salió tan
adelantada que podía competir con las mejores bailarinas del
teatro; y como su garbo y su hermosura natural la favorecían,
se llevaba las atenciones en todas partes, y recogía en
vítores, lisonjas y palmoteos el fruto de su habilidad.

Encantado estaba yo con mi apreciable compañera, creyendo
que, aunque todos me la envidiaran, ninguno se atrevería a
seducírmela; y aun en este caso, su constante honor y virtud
burlaría las solicitudes inicuas de mis rivales.

Con esta confianza me franqueaba con ella a cualquiera parte donde
me convidaban, que era casi a los mejores bailes de México. En
estas concurrencias, ¡qué cumplimientos y obsequios nos
dispensaban! ¡Qué destinos y acomodos lucrosos no me brindaban!
¡Qué protecciones no se me facilitaron, y qué de
regalitos y visitas no me hacían! ¿Y que fuera yo de tan poco
mundo y tan majadero que pensara que todas aquellas adoraciones eran a
mí? ¡Ah!, bien podía haber cargado la albarda mejor que
el jumento de la imagen.

Cierta noche, una señora de respeto, con motivo de ser
día de su santo, convidó a mi mujer al baile de su
casa. Yo la llevé muy contento, según tenía de
costumbre. Fue mi esposa de las primeras que danzaron,
sacándola un sujeto de distinción porque era rico y
noble (si es que se da verdadera nobleza donde falta la virtud) a
quien conoceremos con el título del marqués de T. Este
caballero se enloqueció desde aquel momento por mi esposa, pero
supo disimular su loca pasión.

Acabó de danzar, y como ya mi esposa y yo éramos
conocidos de la casa, le fue fácil informarse de quiénes
éramos, de qué tierra, del estado de nuestra suerte y de
cuanto quiso y pudo saber; y ya con estas noticias se sentó
junto a mí y con la mayor cortesía comenzó a
enredar conversación conmigo, y de unas en otras materias vino
a caer la plática sobre el comercio y las grandes ventajas que
ofrecía.

Con este motivo le conté el atraso que había padecido
por el contrabando que me decomisaron. Mostró él
afligirse mucho y condolerse de mi desgracia, y más cuando supo
lo poco que me había quedado de principal. Pero por fin me
preguntó: ¿usted qué giro piensa tomar con tan escaso
dinero? Yo le respondí: pienso volverme a Jalapa dentro de
quince días, llevar empleados en algunas maritatas los pocos
medios que han quedado, dejar a mi mujer en casa de su madre y
continuar en la viandancia. Amigo, ésa es una bobera, dijo el
marqués, creo que, por mucho que usted trabaje, nada
medrará; porque un puntero tan miserable ha de dejar más
miserables utilidades, las que usted ha de consumir precisamente en
gastos de camino y en subsistir, y jamás se juntará con
diez mil pesos suyos, ni se podrá prometer ningún
descanso.

Ya lo veo así, le dije, mas es forzoso trabajar para comer,
y cuando sólo esto consiga no haré poco. Bien, dijo el
marqués, pero cuando al hombre de bien se le facilita una
proporción ventajosa, no debe ser omiso ni
despreciarla. Ésa es la que a mí no se me facilita, le
contesté. ¿Luego si a usted se le facilitara, dijo el
marqués, admitiría? Precisamente, señor, le
respondí, no había de ser tan necio. Pues amigo,
añadió, alegrarse, que la situación de usted y
los infortunios que ha sufrido me compadecen demasiado. Usted
nació para rico, pero la suerte siempre es cruel con los
buenos. No obstante, mi compasión no se queda en palabras; amo
a usted por una oculta simpatía; soy
rico… últimamente, quiero hacerlo hombre. ¿Dónde vive
usted? Le contesté que en el mesón. Pues bien,
añadió, mañana espéreme usted entre once y
doce, y crea que no le pesará la visita. ¿Ya me conoce usted?
No, señor, le dije, sólo para servirle. Pues soy,
prosiguió, su amigo el marqués de T, que tengo
proporciones y deseo de emplearlas en favorecer a usted.

Le di las debidas gracias, añadiendo que, si Su
Señoría no gustaba incomodarse en pasar a mi casa, yo
pasaría a la suya a la hora que mandase. No, no, me
contestó, si yo gusto mucho de visitar a los pobres, y a
más de que estos pasos los doy también en obsequio
de mi salud, porque me conviene hacer algún ejercicio a
pie.

Diciendo esto se comenzaron a levantar algunos para bailar
contradanza y, llegando a convidar al marqués, se
levantó éste y fue a sacar a mi mujer, a tiempo que otro
capitán estaba en la misma solicitud. Cate usted que sobre
quién de los dos había de bailar se trabó una
disputa reñidísima, alegando cada uno las excepciones
que le parecían; pero como a ninguno de los dos
satisfacían los alegatos del contrario, pues cada uno
decía que no podía quedar desairado, ni permitir que su
honor se atropellase en
público
[116]
, se fueron
excediendo de unas palabras en otras, hasta decírselas tan
injuriosas que, a no alborotarse las mujeres y mediar varios sujetos
de respeto, se afianzan a bofetadas; pero las señoras les
tenían bien guardados los espadines.

En fin, ellos, quisieron que no quisieron, se sosegaron,
concluyéndose la cuestión con que mi mujer no bailara
con ninguno, como debía ser, y de este modo quedaron algo
satisfechos; aunque toda la gente se disgustó, y yo más
que nadie, al ver la ridiculez de los contendientes, que no
parecía sino que disputaban una cosa suya.

El marqués con algún entono de voz me dijo:
Vámonos don Antonio. Y yo, no atreviéndome a oponerme a
mi presunto protector, le obedecí, y me salí con
él y mi esposa, dejando sin duda harta materia para que se
ejercitara la crítica maliciosa de los que se quedaron.

Salimos para la calle, el marqués nos hizo lugar en su coche
y mandó que parase en una fonda.

Yo y mi esposa lo resistíamos; pero él
insistió en que cenara mi esposa alguna cosita, y que si
quería divertirse aquella noche, que se buscaría otro
baile, y caso de no hallarse lo haría en su misma
casa. Nosotros agradecimos su favor, suplicándole no se
empeñara en eso, pues ya era tarde.

En esto llegamos a la fonda, donde el marqués hizo poner una
mesa espléndida, al modo de fonda, quiero decir, más
abundante que limpia ni curiosa; pero así, y siendo solos tres
los cenadores, tuvo que pagar dos onzas de oro, que tanto le
cobró el marmitón.

Así que salimos de la fonda, traté yo de despedirme,
pero el marqués no lo consintió, sino que nos
llevó al mesón en su coche y se volvió a su
casa.

Yo tenía un criado muy fiel, llamado Domingo, que hace papel
en esta historia, y éste tenía cuidado de abrirnos a la
hora que veníamos, como lo hizo esa noche.

Nosotros, que ya habíamos cenado, no tuvimos más que
hacer que acostarnos. Aunque yo no cabía en mí de gusto,
considerando la fortuna que me aguardaba con la protección de
aquel caballero, mi esposa advirtió mi desasosiego, me
preguntó la causa, y la referí cuanto me había
pasado con el marqués, de lo que la pobrecilla se alegró
mucho, no creyendo, como ni yo tampoco, que los fines de tal
protección eran contra su honestidad y mi honor.

Hay en el mundo muchos protectores como éste, que no saben
dar un medio real de limosna y sacrifican sus respetos y su dinero por
satisfacer una pasión. Nos recogimos y dormimos el resto de la
noche tranquilamente.

Al día siguiente, a la hora prefijada por el marqués,
estaba éste en casa. Justamente era día de años
del rey, o no sé qué, ello es que mi gran protector fue
en un famoso coche y vestido de gala.

Nos saludó con mucho cariño y cortesía y,
después de haber hecho una ligera crítica del pasaje de
la noche anterior, me dijo: amigo, he venido a cumplir mi palabra, o
más bien a asegurar a usted en mi palabra; porque el
marqués de T, lo que una vez dice, lo cumple como si lo
prometiera con escritura. Diez mil pesos tengo destinados para
habilitar a usted con una memoria bien surtida para que vaya con ella
a la feria de San Juan de los Lagos, con el bien entendido de que
todas las utilidades serán para usted. Con que manos a la
obra. ¿Qué determina usted? Yo le di las gracias por su
generosidad, ofreciéndole que dentro de doce o catorce
días recibiría la memoria y marcharía para San
Juan.

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