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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (42 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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El caballero debía partir al día siguiente a su
destino, y así me dijo que desde aquella hora corría yo
por su cuenta, que me despidiera de mis tías, y me fuera con
él a su posada.

Resolví hacerlo así, y saqué de la faldriquera
cuatro onzas de oro que me habían quedado de la
realización de mis haberes, dándoles tres de ellas a mis
tías, que no querían admitir por más que yo
porfiaba en que las recibieran, asegurándolas que no las
había reservado con otro objeto que el dárselas luego
que me acomodara, que ya había llegado ese caso, y de
consiguiente el de que yo les manifestara mi gratitud.

Con todo esto rehusaban mis tías el admitirlas, hasta que mi
amo (que ya es menester nombrarlo así) les dijo que las
recibieran, pues yo a su lado nada necesitaría.

Tomáronlas, por fin, y despedímonos entre
lágrimas, abrazos y propósito de escribirnos. A otro
día salimos de Orizaba, y al mes y días llegamos a
Zacatecas, donde estaba la ubicación de mi amo.

Antes de ponerme en su tienda hizo llamar al sastre y a la
costurera, y con la mayor presteza se me hizo ropa blanca y de color,
ordinaria y de gala, comprándoseme cama, baúl y todo lo
necesario.

Yo estaba contento pero azorado al ver su munificencia,
considerando que según lo que había gastado en mí
y mi ruin sueldo de quince pesos, ya estaba yo vendido por cuatro o
cinco años cuando menos.

Ya habilitado de esta suerte y recomendándome con el
título de su ahijado, me entregó en la tienda a
disposición del cajero mayor.

No acabaría si circunstanciadamente quisiera contar a usted
los favores que le debí a este mi nuevo padre, pues así
lo amaba, y él me quiso como a hijo; porque era viudo y no tuvo
sucesión. Baste decir a usted que en doce años que
viví con él me apliqué tanto, trabajé con
tal tesón y fidelidad, y le gané de tal modo la
voluntad, que yo fui no sólo el cajero mayor y el
árbitro de sus confianzas, sino que llenaba la boca
llamándome hijo, y yo le correspondía tratándolo
de padre.

Pero como los bienes de esta vida no permanecen, llegó el
tiempo de que se me acabara el poco que había logrado de
descanso.

Un sujeto, a quien había fiado en la administración
de real hacienda, quebró y cubrió mi amo esta falta con
la mayor parte de sus intereses, y a seguida le acometió una
terrible fiebre de la que falleció al cabo de quince
días, dejándome lleno de dolor, que procuraba desahogar
en vano con mis lágrimas, las que no enjugué en mucho
tiempo, sin embargo de verme heredero de todo cuanto le había
quedado, que después de realizado se redujo a ocho mil
pesos.

Traté de separarme de aquella tierra, así para no
tener a la vista objetos que me renovasen cada día el
sentimiento de su falta, como para atender y recoger a una de mis
pobres tías que había quedado.

Con esta determinación me hice de una libranza para
Veracruz, y marché con dos mozos y mi equipaje para mi
tierra. Llegué en pocos días, tomé una casa, la
equipé, y a la primera visita que hice a mi bienhechora
tía me la llevé a ella.

Fui después a Veracruz, empleé mis mediecillos y me
dediqué a la viandancia, en la que no me fue mal, pues en seis
años ya mi capitalito ascendía a veinte mil pesos.

La que llaman fortuna parece que se cansaba pronto de serme
favorable. Contraje amistad estrecha con dos comerciantes ricos de
Veracruz, y éstos me propusieron que si quería entrar a
la parte con ellos en cierta negociación de un contrabando
interesante que estaba a bordo de la fragata Anfitrite. Para esto me
mostraron las facturas originales de Cádiz, sobre cuyos precios
designaba el dueño para sí una muy corta utilidad, pues
siendo todos los efectos ingleses, escogidos y comprados
también por alto, el interesado se contentaba con un quince por
ciento, pero con la condición de que antes de desembarcarlos se
debía poner el dinero en su poder, siendo el desembarque de
cuenta y riesgo de los compradores.

Yo me mosquié un poco con tal condición, pero los
compañeros me animaron, asegurándome que eso era lo de
menos, pues ya estaban comprados los guardas, que una noche se
verificaría el desembarco por la costa en dos botes o lanchas
del mismo puerto.

Como la codicia agitada por el interés atropella por todo,
fácilmente convine con mis camaradas, creyendo hacerme de un
principal respetable en dos meses.

Con esta resolución procuré realizar cuanto
tenía, y puse mi plata en poder de mis amigos, quienes
celebraron el trato con el marino poniendo todo el importe a su
disposición.

Todo estaba facilitado para desembarcar seguramente el contrabando,
y se hubiera verificado si uno de los mismos guardas comprados no
hubiera hecho una de las suyas, dando al virreinato la más
cabal y circunstanciada noticia del desembarque clandestino, con cuya
diligencia se tomaron contra nosotros las precauciones y providencias
que exigía el caso, de modo que cuando lo supimos fue cuando el
cargamento estaba en tierra y decomisado.

No nos valió diligencia para rescatarlo, y tomamos escapar
las personas. Yo era de los tres el más pobre, y sin duda el
más codicioso, porque invertí todo mi capital en la
negociación, por cuya razón lo perdí todo.

Cáteme usted de la noche a la mañana sin blanca, y
perdido en una hora todo lo que había adquirido en diez y ocho
años de trabajo.

Poco faltó para desesperarme, y más cuando
murió la pobre de mi tía, que no pudo resistir este
golpe; pero, en fin, procuré hacer, como dicen, de tripas
corazón, y vendiendo lo poco que me quedó, y cobrando
algunos picos que me debían, me junté con cerca de dos
mil pesos, y con ellos comencé de nuevo a trabajar; pero ya con
tan poco puntero lo más que hacía era mantenerme.

En este tiempo (¡locuras de los hombres!), en este tiempo se me
antojó casarme, y de hecho lo verifiqué con una
niña de la villa de Jalapa, quien a una cara peregrina
reunía una bella índole y un corazón sencillo; en
fin, era una de aquellas muchachas que ustedes los mexicanos llaman
payas.

Las muchas prendas que poseía, y el conocimiento que yo
tenía de ellas, me la hacían cada día más
amable, y por tanto le procuraba dar gusto en cuanto ella
quería.

Entre lo que quiso, fue venir a México para ver lo que le
habían contado de esta ciudad, a donde jamás
había venido. No necesitó más que
insinuármelo para que yo dispusiera el traerla…
¡Ojalá y nunca lo hubiera pensado!

Serían como dos mil y trescientos pesos con los que
emprendí mi marcha para esta capital, a donde
llegué con mi esposa muy contento, pensando gastar los
trescientos pesos en pasearla, y emplear los dos mil en algunas
maritatas, volviéndome a mi tierra dentro de un mes, satisfecho
de haber dado gusto a mi mujer, y con mi capitalito en ser; ¡pero
qué errados son los juicios de los hombres! Diversos planes
tenía trazados la Providencia para castigar mis excesos y
acrisolar el honor de mi consorte.

Posamos en el mesón del Ángel, y luego luego
mandé llamar al sastre para que le hiciese trajes del
día, en cuya operación, como bien pagado, no se
tardó mucho tiempo, porque las manos de los artesanos se mueven
a proporción de la paga que han de recibir.

A los dos días trajo el sastre los vestidos, que le
venían a mi mujer como pintados, pues era tan hermosa de cara
como gallarda de cuerpo. Fuera de que, aunque era payita, no era de
aquellas payas silvestres y criadas entre las vacas y cerdos de los
ranchos; era una de las jalapeñas finas y bien educadas, hija
de un caballero que fue capitán de una de las
compañías del regimiento de Tres Villas; y por
aquí conocerá usted cuán poco tendría que
aprender de aquel garbo, o lo que llaman
aire de taco
las
cortesanas.

Efectivamente, luego que comencé a presentarla en los
paseos, bailes, coliseo y tertulias, advertí con una necia
complacencia que todos celebraban su mérito, y muchos con
demasiada expresión. ¿Quién creerá que era yo tan
abobado que pensaba que no había ningún riesgo en las
adulaciones y lisonjas que la prodigaban? Así era, y yo las
correspondía con gratitud; y aún hacía más
en mi daño, que era franquearla en cuantos lugares
públicos podía, congratulándome de que festejaran
su mérito y envidiaran mi dicha. ¡Necio! Yo ignoraba que la
mujer hermosa es una alhaja que excita muy vivamente la codicia del
hombre, y que el honor en estos casos se aventura con exponerla
con frecuencia a la curiosidad común; mas…

Aquí llegaba la conversación de mi amigo cuando la
interrumpieron unos gritos que decían:
ese nuevo, anda
Sancho Pérez, anda cucharero, anda hijo de p…
Mi amigo
me advirtió que sin duda a mí me llamaban. Era
así, y yo tuvo que dejar pendiente su conversación.

Capítulo VI

Cuenta Periquillo lo que le pasó con el
escribano, y don Antonio continúa contándole su
historia

Suspendí la conversación de
mi amigo, según dije, para ir a ver qué me
querían. Subí lleno de cólera al ver el
tratamiento tan soez que me daba aquel
meco
,
mulato
o demonio de gritón (que era un preso destinado al efecto de
llamar a los demás) que fue el que me condujo a la misma sala o
cuadra donde me asentó el alcaide; pero no me llevó a su
mesa, sino a otra donde estaba un figurón prietusco y
regordete, que por los ojos centellaba el fuego que abrigaba su
corazón.

Luego que llegamos allí me dijo el picarón:
éste es el señor secretario que llama a usted. El tal
escribano entonces volvió la cara y, echándome una
mirada infernal, me dijo: espérate ahí. El
gritón se fue, y yo me quedé un poco retirado de la
mesa, y muy fruncido, esperando que acabara de moler a un pobre indio
que tenía delante.

Luego que despachó a éste, me llamó y,
haciéndome poner la señal de la cruz, me dijo que si
¿sabía lo que era jurar? Que por ningún caso
debía mentir ni quebrantar el juramento, sino decir la verdad
en lo que supiere y fuera preguntado, aunque me ahorcaran. Que si
¿juraba hacerlo así? Yo respondí afirmativamente, y
él añadió con una gravedad de un varón
apostólico, si así lo hicieres, Dios te ayude; y si
no, te lo demande.

Concluida esta formalidad, comenzó a preguntarme:
¿Quién era yo? ¿Cómo me llamaba? ¿Qué calidad,
cuántos años, qué oficio y estado tenía?
¿De dónde era? De manera que ya estaba yo desesperado con
tantas preguntas, creyendo que llevaba traza de preguntarme de
qué color eran las primeras mantillas que me pusieron.

Tantas preguntas y repreguntas pararon en que me hizo contarle
cuanto quiso acerca del modo con que había adquirido el rosario
de la moza, de la amistad que llevaba con Januario, de los conocidos
del truquito, y de otras cosillas de éstas, que a mí
entonces me parecieron menudencias.

Así que escribió como dos pliegos de papel, me hizo
que los firmara, después de lo cual me envió a mi
destino.

Bajeme muy contento, deseando acabar de oír la tragedia de
mi amigo, a quien hallé recostado en su cama, divertido con la
lectura de un libro.

Luego que me vio, cerrolo, y sentándose en la cama me
preguntó que ¿cómo me había ido? Yo le
respondí que ni bien ni mal, pues la llamada se redujo a
hacerme mil preguntas el escribano y a escribir dos pliegos de papel,
los que firmé, y quedé expedito para volver a gustar de
su amable conversación.

Él me contestó con urbanidad, y me dijo: esas
preguntas que han hecho a usted se llama tomar la declaración
preparatoria. Es menester que tenga usted muy presente lo que ha
respuesto para que no se enrede o se contradiga cuando le tomen la
confesión con cargos, que es el paso más serio de la
causa, y del que depende, las más veces, el buen o mal
éxito de los reos.

¡Virgen Santísima!, eso sí está malo, dije,
porque hoy me hicieron una infinidad de preguntas y de cosas que
muchas me parecieron frioleras. ¿Quién se acordará
después de todo lo que yo contesté a ellas? ¿Y de
aquí a cuándo será la confesión con
cargos?

Eso va largo, dijo don Antonio, porque, como el robo no fue
cuantioso, es regular que no haya parte que agite, y en este caso la
causa se seguirá de oficio; y como estas causas no producen,
por lo regular, costas a los escribanos, porque los delincuentes no
tienen tras qué caer, las dejan dormir cuanto quieren, y vea
usted como su confesión con cargos la puede esperar de
aquí a tres meses, por ahí por ahí.

Mucho me desconsuela esa noticia, le dije, por dos razones: la
primera, por la dilación que me espera en esta infame casa; y
la segunda, porque en tanto tiempo es muy fácil que me olvide
de lo que ahora respondí.

Por lo que toca a la dilación, me contestó mi amigo,
no es mucha. Los tres meses que he dicho son el plazo que
prudentemente considero que pasará para dar el segundo paso en
su causa de usted, pero… Dispense usted, le interrumpí,
¿cómo es eso del segundo paso? ¿Pues qué no es el
último, y con el que, justificada mi inocencia, me
echarán a la calle?

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