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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (83 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Este hombre, cuya memoria se perpetuó en la mía, no
perdía, como he dicho, las ocasiones de instruirme, y
según su loable sistema, que jamás seré bastante
a agradecer, un día que lo peinaba se acordó del
desgraciado fin del egoísta y me dijo: ¿te acuerdas, hijo, del
pobre de don Anselmo? ¡Pobrecito! Él se echó al mar y
perdió la vida, y quizás el alma, por la falta de su
dinero. ¡Ah, dinero, funesto motivo de la ruina temporal y eterna de
los hombres! Días ha que un gentil llamó neciamente
sagrada (mejor hubiera dicho maldita) la hambre del oro, y
exclamó que ¿a qué no obligaría a los mortales?
Hijo, nunca sean la plata ni el oro los resortes de tu corazón,
jamás la codicia del interés sea el eje sobre que se
mueva tu voluntad. Busca el dinero como medio accidental, y no como el
único ni el necesario para pasar la vida. La liberal
sabiduría de Dios cuando crió al hombre lo
proveyó de cuanto necesitaba para vivir, sin acordarse para
nada del dinero; séame lícita esta expresión para
que me entiendas: crió Dios en la naturaleza todo lo necesario
para el hombre, menos pesos acuñados en ninguna casa de moneda,
prueba de que éstos no son necesarios para su
conservación.

Mientras el hombre se contentó con atender a sus necesidades
con sólo los auxilios de la naturaleza, no
extrañó para nada el dinero; pero después que se
entregó al lujo, ya le fue preciso valerse de él para
adquirir con facilidad lo que no podía conseguir de otra
manera.

Yo no condeno el uso de la moneda, conozco las ventajas que nos
proporciona; pero me agrada mucho el pensamiento de los que han
probado que no consisten las riquezas en la plata, sino en las
producciones de la tierra, en la industria y en el trabajo de sus
habitantes; y tengo por una imprudencia el empeño con que
buscamos las riquezas de entre las entrañas de la tierra,
desdeñándonos de recogerlas de su superficie con
que tan liberal nos brinda. Si la felicidad y la abundancia no viene
del campo, dice un sabio inglés, es en vano esperarla de otra
parte.

Muchas naciones han sido y son ricas sin tener una mina de oro o
plata, y con su industria y trabajo saben recoger en sus senos el que
se extrae de las Américas. La Inglaterra, la Holanda y el Asia
son bastantes pruebas de esta verdad, así como es evidente que
las mismas Américas, que han vaciado sus tesoros en la Europa,
Asia y África, están en un estado deplorable.

Poseer estos preciosos metales sin más trabajo que sacarlos
de los peñascos que los cubren es en mi entender una de las
peores plagas que puede padecer un reino; porque esta riqueza, que
para el común de los habitantes es una ilusión
agradable, despierta la codicia de los extranjeros y enerva la
industria y laborío de los naturales.

No son estas proposiciones metafísicas, antes tocan las
puertas de la evidencia. Luego que en alguna parte se descubren una o
dos minas ricas, se dice estar aquel pueblo en bonanza, y es
precisamente cuando está peor. No bien se manifiestan las vetas
cuando todo se encarece, se aumenta el lujo, se llena el pueblo de
gentes extrañas, acaso las más viciosas, corrompen
éstas a las naturales, en breve se convierte aquel Real en un
teatro escandaloso de crímenes, por todas partes sobran juegos,
embriagueces, riñas, heridas, robos, muertes y todo
género de desórdenes. Las más activas
diligencias de la justicia no bastan a contener el mal ni en sus
principios. Todo el mundo sabe que la gente minera es por lo regular
viciosa, provocativa, soberbia y desperdiciada.

Pero se dirá que estos defectos se notan en los
operarios. Conque no me nieguen esto que es más claro que la
luz, me basta para probar lo que quiero.

A más de lo dicho, en un mineral en bonanza o escasean los
artesanos, o si hay algunos hacen pagar con exorbitancia su
trabajo. Los labradores se disminuyen, o porque se dedican al comercio
de metales, o porque no hay jornaleros suficientes para el cultivo de
la tierra, y cátate ahí que dentro de poco tiempo aquel
pueblo tiene una subsistencia precaria y dependiente de los
comarcanos.

Los muchachos pobres, que son los más, y los que
algún día han de llegar a ser hombres, no se dedican ni
los dedican sus padres a aprender ningún oficio,
contentándose con enseñarlos a acarrear metales, o a
espulgar las tierras, que vale tanto como enseñarlos a
ociosos.

Éste es el cuadro de un mineral en bonanza: su decantada
riqueza se halla estancada en dos o tres dueños de las minas, y
el resto del pueblo apenas subsiste de sus migajas. Yo he visto
familias pereciendo a las orillas de los más ricos
minerales.

Esto quiere decir que, a proporción de lo que sucede en un
pueblo mineral, sucede lo mismo, y con peores resultados, en un reino
que abunda en oro y plata como las Indias. Por veinte o treinta
poderosos que se cuentan en ellas, hay cuatro o cinco millones de
personas que viven con una escasa medianía, y entre
éstos muchas familias infelices.

Si no me engaño, la razón de paridad es la misma en
un reino que en un pueblo; y si desde un pueblo desciende la
comparación a un particular, se han de observar los mismos
efectos procedentes de las mismas causas. Hagamos una hipótesis
con dos muchachos bajo nuestra absoluta dirección que se llamen
uno
Pobre
y el otro
Rico
; que a éste lo
eduquemos en medio de la abundancia, y a aquél en medio de la
necesidad. Es claro que el Rico, como que nada necesita, a nada se
dedica y nada sabe; por el contrario, el pobre, como que no tiene
ningunos auxilios que lo lisonjeen, y por otro lado la necesidad lo
estrecha a buscar arbitrios que le hagan menos pesada la vida, procura
aplicarse a solicitarlos, y lo consigue al fin a costa del sudor de su
rostro. En tal estado supongamos que al muchacho Rico acaece
alguna desgracia de aquellas que quitan este sobrenombre al que tiene
dinero, y se ve reducido a la última indigencia. En este caso,
que no es raro, sucede una cosa particular que parece paradoja: el
Rico queda pobre y el Pobre queda rico; pues el muchacho que fue rico
es más pobre que el muchacho Pobre, y el muchacho que
nació pobre es más rico que el que lo fue, como que su
subsistencia no la mendiga de una fortuna accidental, sino del trabajo
de sus manos.

Esta misma comparación hago entre un reino que se atiene a
sus minas y otro que subsiste por la industria, agricultura y
comercio. Éste siempre florecerá, y aquél
caminará a su ruina por la posta.

No sólo el reino de las Indias, la España misma es
una prueba cierta de esta verdad. Muchos políticos atribuyen la
decadencia de su industria, agricultura,
carácter
[178]
,
población y comercio, no a otra causa que a las riquezas que
presentaron sus colonias. Y si esto es así, como lo creo, yo
aseguro que las Américas serían felices el día
que en sus minerales no se hallara ni una sola vena de plata u
oro. Entonces sus habitantes recurrirían a la agricultura, y no
se verían como hoy tantos centenares de leguas de tierras
baldías, que son por otra parte feracísimas; la dichosa
pobreza alejaría de nuestras costas las embarcaciones
extranjeras que vienen en pos del oro a vendernos lo mismo que tenemos
en casa; y sus naturales, precisados por la necesidad,
fomentaríamos la industria en cuantos ramos la divide el lujo o
la comodidad de la vida; esto sería bastante para que se
aumentaran los labradores y artesanos, de cuyo aumento
resultarían infinitos matrimonios que no contraen los que ahora
son inútiles y vagos; la multitud de enlaces produciría
naturalmente una numerosa población que, extendiéndose
por lo vasto de este fértil continente, daría
hombres apreciables en todas las clases del estado; los preciosos
efectos que cuasi privativamente ofrece la naturaleza a las
Américas en abundancia, tales como la grana, algodón,
azúcar, cacao, etc., etc., serían otros tantos renglones
riquísimos que convidarían a las naciones a entablar con
ellas un ventajoso y activo comercio, y finalmente un sin
número de circunstancias que precisamente debían
enlazarse entre sí, y cuya descripción omito por no
hacer más prolija mi digresión, harían al reino y
su metrópoli más ricos, más felices y respetados
de sus émulos que lo han sido desde la época de los
Corteses y Pizarros.

No creas que me he desviado mucho del asunto principal adonde
dirijo mi conversación. Esto que te he dicho es para que
adviertas que la abundancia de oro y plata está tan lejos de
hacer la verdadera felicidad de los mortales, que antes ella misma
puede ser causa de su ruina moral, así como lo es de la
decadencia política de los estados, y por tanto no debemos ni
hacer mal uso del dinero, ni solicitarlo con tal afán, ni
conservarlo con tal anhelo, que su pérdida nos cause una
angustia irreparable, que tal vez nos conduzca a nuestra última
ruina, como le sucedió al necio don Anselmo.

Este desgraciado creyó que toda su felicidad pendía
de la posesión de unos cuantos tepalcates brillantes; perdiolos
en su concepto, la negra tristeza se apoderó de su avaro
corazón y, no pudiendo resistirla, se precipitó al mar
en el exceso de su desesperación perdiendo de una vez el honor,
la vida, y plegue a Dios no haya perdido el alma.

Este funesto suceso lo presenciaste, y jamás te
acordarás de él sin advertir que el oro no hace nuestra
felicidad, que es un gran mal la avaricia, y que debemos huirla con el
empeño posible.

No pienses por esto que te predico el desprecio de las riquezas con
aquel arte que muchos filósofos del paganismo, que hablaban
mal de ellas por vengarse de la fortuna que se les había
manifestado escasa. Ni menos te recomendaré ensalzando sobre
las nubes la pobreza, cuando yo gracias a Dios no la padezco. No soy
un hipócrita, quédese para Séneca decir en el
seno de la abundancia que
es pobre el que cree que lo es; que la
naturaleza se contenta con pan y agua, y para lograr esto nadie es
pobre; que no es ningún mal sino para el que la
rehúsa
, y otras cosas a este modo que no le entraban, como
dicen, de dientes a dentro; pues en la realidad al tiempo que
escribía esto disfrutaba la gracia de Nerón, era querido
de su mujer, poseía grandes rentas, habitaba en palacios
magníficos y se recreaba en deliciosos jardines.

¡Qué cosa tan dulce, dice un autor, es moralizar y predicar
virtud en medio de estos encantos! Pretender que el hombre mortal,
viador y rodeado de pasiones sea enteramente perfecto, es una
quimera. La virtud es más fácil de ensalzarse que de
practicarse, y los autores pintan al hombre no como es, sino como debe
ser; por eso tratamos en el mundo pocos originales cuyos retratos
manejamos en los libros. El mismo Séneca penetrado de esta
verdad llega a decir que
era imposible hallar entre los hombres
una virtud tan cabal como la que él proponía, y que el
mejor de los hombres era el que tenía menos defectos. Pro
optimo est minime malus
. Así es que yo ni exijo de ti un
desprecio total de los bienes de fortuna, ni menos te exhorto a que
abraces una pobreza
holgazana
[179]
. Si un brillante
estado de opulencia pone al hombre en el riesgo de ser un inicuo por
la facilidad que tiene de satisfacer sus pasiones, el miserable estado
de la pobreza puede reducirlo a cometer los crímenes más
viles.

Estoy muy lejos de decirte que la pobreza hace sabios y
virtuosos, como decía Horacio a Floro; menos te diré que
el más pobre es más feliz como que vive más libre
e independiente, como he oído decir a muchos que envidian la
suerte del pobre cargador; me acuerdo de la graciosa definición
que da Juvenal en la Sátira III de la decantada libertad del
pobre, y no la envidio. Dice este genio festivo que
su libertad
consiste en pedir perdón al que lo ha injuriado, y en besar la
mano que lo golpea para poder escapar con algunos dientes en la
boca
. ¡Grandes privilegios tiene la libertad de esta clase de
pobres! A lo que se puede agregar su ninguna vergüenza y una
resignación de mármol para sufrir las incomodidades de
la vida; pero de esta pobreza debes huir.

Yo lo que te aconsejo es que no hagas consistir tu felicidad en las
riquezas, que no las desees, ni las solicites con ansia; y, tenidas,
que no las adores ni te hagas esclavo de ellas; pero también te
aconsejo que trabajes para subsistir, y últimamente que
apetezcas y vivas contento con la medianía, que es el estado
más oportuno para pasar la vida tranquilamente.

Este consejo es sabio y dictado por el mismo Dios en el cap. 80
v. 9 de los Proverbios, en boca de aquel prudente que
decía:
Señor, no me deis ni pobreza ni riquezas,
concededme solamente lo necesario para pasar la vida; no sea que en
teniendo mucho me ensoberbezca y os abandone diciendo: ¿quién
es el Señor? O que viéndome afligido por la pobreza me
desespere y hurte o vulnere el nombre de mi Dios
perjurando…

Aquí llegaba el coronel, cuando interrumpió su
conversación el palmoteo y vocería de los grumetes y
gente del mar que gritaban alborozados sobre la cubierta:
tierra,
tierra
.

Al eco lisonjero de estas voces todos abandonaron lo que
hacían, y subieron unos con anteojos y otros sin ellos para
certificarse, por su vista o por la ajena, de si era realidad lo que
habían anunciado los gritos de los muchachos.

Cuanto más avanzaba el navío sobre la costa,
más se aseguraban todos de la realidad, lo que fue motivo para
que el comandante mandara dar aquel día a la
tripulación un buen refresco y ración doble, que
recibieron con mayor gusto cuando el piloto, que ya estaba
restablecido, aseguró que, con la ayuda de Dios y el viento
favorable que nos hacía, al día siguiente
desembarcaríamos en Cavite.

Aquella noche y el resto del día prefijado se pasó en
cantos, juegos y conversaciones agradables, y como a las cinco de la
tarde dimos fondo en el deseado puerto.

La plana mayor comenzó a desembarcar en la misma hora, y yo
logré esta anticipación con mi jefe. Al día
siguiente se verificó el desembarque general, y, concluido,
trataron todos de pasar a Manila, que era el lugar de su residencia,
siendo de los primeros nosotros, como que el coronel no tenía
conexiones de comercio que lo detuvieran.

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