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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (84 page)

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Llegamos a la ciudad, entregó mi coronel la gente forzada al
gobernador, puso los caudales del egoísta en manos de su
familia, ocultándole con prudencia el triste modo de su muerte,
y nos fuimos para su casa, en la que le serví y
acompañé ocho años, que eran los de mi condena, y
en este tiempo me hice de un razonable capital por sus respetos.

FIN DEL TOMO TERCERO

El Periquillo Sarniento

Tomo IV

José Joaquín Fernández de Lizardi

…Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos
que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure
lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y
examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los
demás defectos de la obra.

TORRES VILLARROEL
en su prólogo de la Barca de Aqueronte.

Manuscrito

Que el autor dejó inédito por los
motivos que expresa en la siguiente

Copia de los documentos que manifiestan la arbitrariedad del
gobierno español en esta América relativos a este cuarto
tomo, por lo que se entorpeció su oportuna publicación
en aquel tiempo y no ha podido ver la luz pública sino hasta el
presente año. Paran en mi poder los documentos
originales.

Excelentísimo señor:

Don Joaquín Fernández de Lizardi, con
el debido respeto ante Vuestra Excelencia, digo: que el señor
su antecesor me concedió su permiso para dar a las prensas una
obrita que he compuesto con el título de
Periquillo
Sarniento
, previa la calificación del señor alcalde
de corte don Felipe Martínez.

Con esta condición y permiso han visto la luz pública
los tres tomos primeros de esta obrita. El cuarto está
concluido y aprobado por el ordinario, como verá Vuestra
Excelencia por el documento que original acompaño; y, siendo
necesaria para su publicación la licencia de Vuestra
Excelencia, le suplico se sirva concedérmela, decretando si
dicho tomo deberá pasar a la censura del señor
Martínez como los tres anteriores, o a otro sujeto que sea del
superior agrado de Vuestra Excelencia.

Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. México,
octubre 3 de 1816.

Excelentísimo señor.

Joaquín Fernández de Lizardi
.

México, 6 de octubre de 1816.

Pase a la censura del señor alcalde del crimen don Felipe
Martínez.

Una rúbrica.

Excelentísimo señor:

He visto y reconocido el cuarto tomo del
Periquillo Sarniento; todo lo rayado al margen en el capítulo
primero en que habla sobre los negros me parece, sobre muy repetido,
inoportuno, perjudicial en las circunstancias e impolítico, por
dirigirse contra un comercio permitido por el rey; igualmente las
palabras rayadas al margen y subrayadas en el capítulo tercero
deberán suprimirse; por lo demás, no hallo cosa que se
oponga a las regalías de Su Majestad, y Vuestra Excelencia, si
fuere servido, podrá conceder su superior licencia para que se
imprima.

México, 19 de octubre de 1816.

Martínez
.

México, 29 de noviembre de 1816.

No siendo necesaria la impresión de este papel,
archívese el original y hágase saber al autor que no ha
lugar a la impresión que solicita.

Una rúbrica.

Fecho.

Una rúbrica.

Vida y hechos de Periquillo Sarniento

Escrita por él para sus hijos

Capítulo I

Refiere Periquillo su buena conducta en Manila,
el duelo entre un inglés y un negro y una discusioncilla no
despreciable

Experimentamos los hombres unas mutaciones
morales en nosotros mismos de cuando en cuando que tal vez no
acertamos a adivinar su origen, así como en lo físico
palpamos muchos efectos en la naturaleza y no sabemos la causa que los
produce, como sucede hasta hoy con la virtud atractiva del imán
y con la eléctrica; por eso dijo el Poeta que era feliz quien
podía conocer la causa de las cosas.

Pero así como aprovechamos los efectos de los
fenómenos físicos sin más averiguación,
así yo aproveché en Manila el resultado de mi
fenómeno moral, sin meterme por entonces en inculcar su
origen.

El caso fue que, ya por verme distante de mi patria, ya por
libertarme de las incomodidades que me acarrearía el servicio
en la tropa por ocho años a que me sujetaba mi condena, o
ya por el famoso tratamiento que me daba el coronel, que sería
lo más cierto, yo procuré corresponder a sus confianzas,
y fui en Manila un hombre de bien a toda prueba.

Cada día merecía al coronel más amor y
más confianza, y tanta llegué a lograr que yo era el que
corría con todos sus intereses, y los giraba según
quería; pero supe darme tan buenas trazas que, lejos de
disiparlos, como se debía esperar de mí, los
aumenté considerablemente comerciando en cuanto podía
con seguridad.

Mi coronel sabía mis industrias; mas, como veía que
yo no aprovechaba nada para mí, y antes bien tenía sobre
la mesa un libro que hice y titulé
Cuaderno
económico donde consta el estado de los haberes de mi amo
,
se complacía en ello y cacareaba la honradez de su
hijo. Así me llamaba este buen hombre.

Como los sujetos principales de Manila veían el trato que me
daba el coronel, la confianza que hacía de mí y el
cariño que me dispensaba, todos los que apreciaban su amistad
me distinguían y estimaban en más que a un simple
asistente, y este mismo aprecio que yo lograba entre las personas
decentes era un freno que me contenía para no dar que decir en
aquella ciudad. Tan cierto es que el amor propio bien ordenado no es
un vicio, sino un principio de virtud.

Como mi vida fue arreglada en aquellos ocho años, no me
acaecieron aventuras peligrosas ni que merezcan referirse. Ya os he
dicho que el hombre de bien tiene pocas desgracias que contar. Sin
embargo, presencié algunos lancecillos no comunes. Uno de ellos
fue el siguiente.

Un año que con ocasión de comercio habían
pasado del puerto a la ciudad algunos extranjeros, iba por una calle
un comerciante rico, pero negro. Debía de ser su negocio muy
importante, porque iba demasiado violento y distraído, y en
su precipitada carrera no pudo excusarse de darle un encontrón
a un oficial inglés que iba cortejando a una criollita
principal; pero el encontrón o atropellamiento fue tan recio
que, a no sostenerlo la manileña, va a dar al suelo mal de su
grado. Con todo eso, del esquinazo que llevó se le calló
el sombrero y se le descompuso el peinado.

No fue bastante la vanidad del oficialito a resistir tamaña
pesadumbre, sino que inmediatamente corrió hacia el negro
tirando de la espada. El pobre negro se sorprendió, porque no
llevaba armas, y quizá creyó que allí llegaba el
término de sus días. La señorita y otros que
acompañaban al oficial lo contuvieron, aunque él no
cesaba de echar bravatas en las que mezclaba mil protestas de vindicar
su honor ultrajado por un negro.

Tanto negreó y vilipendió al inculpable moreno que
éste le dijo en lengua inglesa: Señor,
callemos. Mañana espero a usted para darle satisfacción
con una pistola en el parque. El oficial contestó aceptando, y
se serenó la cosa o pareció serenarse.

Yo, que presencié el pasaje y medio entendía algo del
inglés, como supe la hora y el lugar señalado para el
duelo, tuve cuidado de estar puntual allí mismo por ver en
qué paraban.

En efecto, al tiempo aplazado llegaron ambos, cada uno con un amigo
que nombraba padrino. Luego que se reconocieron, el negro sacó
dos pistolas y presentándoselas al oficial le dijo:
Señor, yo ayer no traté de ofender el honor de usted, el
atropellarlo fue una casualidad imprevista; usted se cansó de
maltratarme, y aun quería herirme o matarme; yo no tenía
armas con que defenderme de la fuerza en el instante del enojo de
usted, y conociendo que el emplazarlo a un duelo sería el medio
más pronto para detenerlo y dar lugar a que se serenara, lo
verifiqué y vine ahora a darle satisfacción con una
pistola como le dije.

Pues bien, dijo el inglés, despachemos, que aunque no me es
lícito ni decente el medir mi valor con un negro, sin embargo,
seguro de castigar a un villano osado, acepté el
desafío. Reconozcamos las pistolas.

Está bien, dijo el negro, pero sepa usted que el que ayer no
trató de ofenderlo, tampoco ha venido hoy a este lugar con tal
designio. El empeñarse un hombre de la clase de usted en morir
o quitar la vida a otro hombre por una bagatela semejante me parece
que lejos de ser honor es capricho, como lo es sin duda el tenerse por
agraviado por una casualidad imprevista; pero, si la
satisfacción que he dado a usted no vale nada, y es preciso que
sea muriendo o matando, yo no quiero ser reo de un asesinato, ni
exponerme a morir sin delito, como debe suceder si usted me acierta o
yo le acierto el tiro. Así pues, sin rehusar el desafío,
quede bien el más afortunado, y la suerte decida en favor del
que tuviere justicia. Tome usted las pistolas; una de ellas
está cargada con dos balas, y la otra está vacía;
barájelas usted, revuélvalas, deme la que quiera,
partamos, y quede la ventaja por quien quedare.

El oficial se sorprendió con tal propuesta; los testigos
decían que éste no era el orden de los duelos, que ambos
debían reñir con armas iguales y otras cosas que no
convencían a nuestro negro, pues él insistía en
que así debía verificarse el duelo para tener el
consuelo de que si mataba a su contrario, el cielo lo ordenaba o lo
favorecía para ello especialmente; y si moría era sin
culpa, sino por la disposición del acaso como pudiera en un
naufragio. A esto añadía que, pues el partido no era
ventajoso a nadie, pues ninguno de los dos sabía a quién
le tocaría la pistola descargada, el rehusar tal propuesta no
podía menos que deber atribuirse a cobardía.

No bien oyó esta palabra el ardiente joven cuando, sin hacer
aprecio de las reflexiones de los testigos, barajó las pistolas
y, tomando la que te pareció, dio la otra al negro.

Volviéronse ambos las espaldas,
anduvieron un corto trecho y, dándose las caras al descubrir,
disparó el oficial al negro, pero sin fruto, porque él
se escogió la pistola vacía.

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