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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (86 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Pero, por dicha nuestra, el hombre, viendo desde los principios que
tal estado de libertad brutal le era demasiado nociva, se
sujetó por gusto y no por fuerza, admitió religiones y
gobiernos, juró sus leyes e inclinó su cerviz bajo el
yugo de los reyes o de los jefes de las repúblicas.

De esta sujeción dictada por un egoísmo bien ordenado
nacieron las diferencias de superiores e inferiores que advertimos en
todas las clases del estado, y en virtud de la justificación
de esta alternativa no me parece violento que los amos traten a
sus criados con autoridad, ni que éstos los reconozcan con
sumisión, y siendo los negros esclavos unos criados adquiridos
con un particular derecho en virtud del dinero que costaron, es
fácil concluir que deben vivir más sujetos y obedientes
a sus amos, y que en éstos reside doble autoridad para
mandarlos.

Callé, y me dijo el negro: español, yo no sé
hablar con lisonja; usted me dispense si le incomoda mi sinceridad;
pero ha dicho algunas verdades que yo no he negado, y de ellas quiere
deducir una conclusión que jamás concederé.

Es inconcuso que el orden jerárquico está bien
establecido en el mundo, y entre los negros y los que llamáis
salvajes hay alguna especie de sociedad, la cual, aun cuando
esté sembrada de mil errores lo mismo que sus religiones,
prueba que en aquel estado de barbarie tienen aquellos hombres alguna
idea de la Divinidad y de la necesidad de vivir dependientes, que es
lo que vosotros los europeos llamáis vivir en sociedad.

Según esto, es preciso que reconozcan superiores y se
sujeten a algunas leyes. La naturaleza y la fortuna misma dictan
cierta clase de subordinaciones a los unos, y confieren cierta
autoridad a los otros; y así, ¿en qué nación, por
bárbara que sea, no se reconoce el padre autorizado para mandar
al hijo, y éste constituido en la obligación de
obedecerlo? Yo no he oído decir de una sola que esté
excluida de estos innatos sentimientos.

Los mismos tiene el hombre respecto de su mujer, y ésta de
su marido; el amo respecto de su criado, el señor respecto de
sus vasallos, éstos de aquéllos, y así de
todos.

¿Y en qué nación o pueblo, de los que llaman salvajes
vuelvo a decir, dejarán los hombres de estar ligados entre
sí con alguna de estas conexiones? En ninguno, porque en todos
hay hombres y mujeres, hijos y padres, viejos y mozos. Luego
pensar que hay algún pueblo en el mundo donde los hombres vivan
en una absoluta independencia, y disfruten una libertad tan brutal que
cada uno obre según su antojo, sin el más mínimo
respeto ni subordinación a otro hombre, es pensar una quimera,
pues no sólo no ha habido tal nación, mientan como
quieran los viajeros, pero ni la pudiera haber, porque el hombre,
siempre soberbio, no aspiraría sino a satisfacer sus pasiones a
toda costa, y cada uno queriendo hacer lo mismo, se querría
erigir en un tirano de los demás, y de este tumultuoso desorden
se seguiría sin falta la ruina de sus individuos. Hasta
aquí vamos de acuerdo usted y yo.

Tampoco me parece fuera de la razón que los amos y toda
clase de superiores se manejen con alguna circunspección con
sus súbditos. Esto está en el orden, pues, si todos se
trataran con una misma igualdad, éstos perderían el
respeto a aquéllos, a cuya pérdida seguiría la
insubordinación, a ésta el insulto y a éste el
trastorno general de los estados.

Mas no puedo coincidir con que esta cierta gravedad, o seriedad,
pase en los superiores a ser ceño, orgullo y altivez. Estoy
seguro que, así como con lo primero se harán amables,
con lo segundo se harán aborrecibles.

Es una preocupación pensar que la gravedad se opone a la
afabilidad, cuando ambas cosas cooperan a hacer amable y respetable al
superior. Cosa ridícula sería que éste se
expusiera a que le faltaran al debido respeto los inferiores,
haciéndose con ellos uno mismo; pero también es cosa
abominable el tratar a un superior que a todas horas ve al
súbdito erguido el cuello, rezongando escasísimas
palabras, encapotando los ojos y arrugando las narices como perro
dogo. Esto, lejos de ser virtud, es vicio; no es gravedad sino
quijotería. Nadie compra más baratos los corazones de
los hombres que los superiores, y tanto menos les cuestan cuanto
más elevado es el grado de superioridad. Una mirada apacible,
una respuesta suave, un tratamiento cortés, cuesta poco y vale
mucho para captarse una voluntad; pero por desgracia la
afabilidad apenas se conoce entre los grandes. La usan, sí, mas
la usan con los que han menester, no con los que los han menester a
ellos.

Yo he viajado por algunas provincias de la Europa y en todas he
observado este proceder, no sólo en los grandes superiores,
sino en cualquier rico… ¿qué digo rico?, un atrapalmejas, un
empleado en una oficina, un mayordomo de casa grande, un cajerillo, un
cualquiera que disfrute tal cual protección del amo o jefe
principal, ya se maneja con el que lo va a ocupar por fuerza con
más orgullo y grosería que acaso el mismo en cuyo favor
apoya su soberbia. ¡Infelices!, no saben que aquellos que sufren sus
desaires son los primeros que abominan su inurbana conducta y maldicen
sus
altísimas
personas en los cafés, calles y
tertulias, sin descuidarse en indagar sus cunas y los modos acaso
vergonzosos con que lograron entronizarse.

Me he alargado, señores; mas ustedes bien
reflexionarán que yo sé conciliar la gravedad
conveniente a un amo, o sea, el superior que fuero, con la afabilidad
y el trato humano debido a todos los hombres; y usted, español,
advertirá que unas son las leyes de la sociedad, y otras las
preocupaciones de la soberbia; que, por lo que toca al
doble
derecho
que usted dijo que tienen los amos de los negros para
mandarlos, no digo nada, porque creo que lo dijo por mero pasatiempo,
pues no puede ignorar que no hay derecho divino ni humano que
califique de justo el comerciar con la sangre de los hombres.

Diciendo esto, se levantó nuestro negro y, sin exigir
respuesta a lo que no la tenía, brindó con nosotros por
última vez y, abrazándonos y ofreciéndonos todos
recíprocamente nuestras personas y amistad, nos retiramos a
nuestras casas.

Algunos días después tuve la satisfacción de
verme a ratos con mis dos amigos el oficial y el negro,
llevándolos a casa del coronel, quien les hacía
mucho agasajo; pero me duró poco esta satisfacción,
porque al mes del suceso referido se hicieron a la vela para
Londres.

Capítulo II

Prosigue nuestro autor contando su buena conducta
y fortuna en Manila. Refiere su licencia, la muerte del coronel, su
funeral y otras friolerillas pasaderas

En los ocho años que viví con
el coronel me manejé con honradez, y con la misma
correspondí a sus confianzas, y esto me proporcionó
algunas razonables ventajas, pues mi jefe, como me amaba y
tenía dinero, me franqueaba el que yo le pedía para
comprar varias anchetas en el año, que daba por su medio a
algunos comerciantes para que me las vendiesen en Acapulco. Ya se
sabe que en los efectos de China, y más en aquellos tiempos y a
la sombra de las
cajas
que llaman de
permiso
,
dejaban de utilidad un ciento por ciento, y tal vez más. Con
esto es fácil concebir que, en cuatro viajes felices que
logré hicieran mis comisionados, comenzando con el
principalillo de mil pesos, al cabo de los ocho años ya yo
contaba míos como cosa de ocho mil, adquiridos con facilidad y
conservados con la misma, pues no tenía en qué
gastarlos, ni amigos que me los disiparan.

El día mismo que se cumplieron los ocho años de mi
condena, contados desde el día en que me pasaron por
cajas
[180]
en México, me
llamó el coronel y me dijo: Ya has cumplido a mi lado el tiempo
que debías haber cumplido entre la tropa como por castigo,
según la sentencia que merecieron en México tus
extravíos. En mi compañía te has portado con
honor, y yo te he querido con verdad, y te lo he manifestado con las
obras. Has adquirido, desterrado y en tierra ajena, un principalito
que no pudiste lograr libre en tu patria; esto, más que a
fortuna, debes atribuirlo al arreglo de tus costumbres, lo que te
enseña que la mejor suerte del hombre es su mejor conducta, y
que la mejor patria es aquélla donde se dedica a trabajar con
hombría de bien.

Hasta hoy has tenido el nombre de asistente, aunque no el trato;
pero desde este instante ya estás relevado de este cargo, ya
estás libre, toma tu licencia; ya sabes que tienes en mi poder
ocho mil pesos, y así, si quieres volver a tu patria,
prevén tus cosas para cuando salga la nao.

Señor, le dije yo enternecido por su generosidad, no
sé cómo significar a Vuestra Señoría mi
gratitud por los muchos y grandes favores que le he debido, y siento
mucho la proposición de Vuestra Señoría, pues
ciertamente, aunque celebro mi libertad de la tropa, no quisiera
separarme de esta casa, sino quedarme en ella aunque fuera de
último criado; pues bien conozco que desechándome
Vuestra Señoría pierdo no a mi jefe ni a mi amo, sino a
mi bienhechor, a mi mejor amigo, a mi padre.

Vamos, deja eso, dijo el coronel, el decirte lo que has oído
no es porque esté descontento contigo ni quiera echarte de mi
casa (que debes contar por tuya), sino por ponerte en entera
posesión de tu libertad, pues, aunque me has servido como hijo,
viniste a mi lado como presidario, y, por más que no hubieras
querido, hubieras estado en Manila este tiempo. Fuera de esto
considero que el amor de la patria, aunque es una preocupación,
es una preocupación de aquellas que, a más de ser
inocentes en sí, pueden ser principio de algunas virtudes
cívicas y morales. Ya te he dicho, y has leído, que el
hombre debe ser en el mundo un cosmopolita o paisano de todos sus
semejantes, y que la patria del filósofo es el mundo; pero,
como no todos los hombres son filósofos, es preciso
coincidir, o a lo menos disimular, sus envejecidas ideas, porque es
ardua, si no imposible empresa, el reducirlos al punto céntrico
de la razón; y la preocupación de distinguir con cierto
amor particular el lugar de nuestros nacimientos es muy antigua, muy
radicada y muy santificada por el común de los hombres.

Te acordarás que has leído que Ovidio gemía en
el Ponto no tanto por la intemperie del clima, ni por el miedo de los
Getas, naciones bárbaras, guerreras y crueles, cuanto por la
carencia de Roma, su patria; has leído sus cartas y visto en
ellas los esfuerzos que hizo para que a lo menos le acercaran el
destierro, sin perdonar cuantas adulaciones pudo, hasta hacer Dios a
Augusto César que lo desterró.

Pero, ¿qué me entretengo en citar este ejemplo del amor de
la patria, cuando tú mismo has visto que un indio del pueblo de
Ixtacalco no trocará su jacal por el palacio del virrey de
México?

En efecto, sea preocupación o lo que fuere, este amor de la
tierra en que nacemos no sé qué tiene de violento que es
menester ser muy filósofos para desprendernos de él, y
lo peor es que no podemos desentendernos de esta particular
obligación sin incurrir en las feas notas de ingratos, viles y
traidores.

Por esto, pues, Pedrillo, quise enterarte de la libertad que ya
disfrutas, y porque pensé que tu mayor satisfacción
sería restituirte a tu patria y al seno de tus amigos y
parientes.

Muy bien está eso, señor, dije yo, justo será
amar a la patria por haber nacido en ella o por las conexiones que
ligan a los hombres entre sí; pero eso que se quede para los
que se consideren hijos de su patria, y para aquéllos con
quienes ésta haya hecho los oficios de madre, pero no para
mí, con quien se ha portado como madrastra. En mis amigos he
advertido el más sórdido interés de su particular
provecho, de modo que cuando he tenido un peso he contado un sin fin
de amigos, y, luego que me han visto sin blanca, han dado media vuelta
a la derecha, me han dejado en mis miserias, y hasta se han
avergonzado de hablarme; en mis parientes he visto el peor
desconocimiento, y la mayor ingratitud en mis paisanos. ¿Conque a
semejante tierra será capaz que yo la ame como patria por sus
naturales? No señor, mejor es reconocerla madre por sus casas y
paseos, por su
Orilla
,
Ixtacalco
y
Santa
Anita
, por su
San Agustín de las Cuevas
,
San
Ángel
y
Tacubaya
, y por estas cosas
así. De verdad aseguro a Vuestra Señoría que no
la extraño por otros motivos. Ni una alma de allá me
debe la memoria más mínima; al paso que hasta
sueño la fiesta de
Santiago
, y hasta las
almuercerías de las
Cañitas
y de
Nana
Rosa
[181]
.

No, no te esfuerces mucho en persuadirme ese tu modo de pensar,
dijo el coronel, pero sábete que es amuchachado y muy
injusto. Verdad es que no sólo para ti sino para muchos es la
patria madrastra; pero, prescindiendo de razones políticas que
embarazan en cualquier parte la igualdad de fortunas en todos sus
naturales, has de advertir que muchos por su mala cabeza tienen la
culpa de perecer en sus patrias por más que sus paisanos sean
benéficos; porque ¿quién querrá exponer su dinero
ni franquear su casa a un joven disipado y lleno de vicios? Ninguno, y
en tal caso los tales pícaros ¿deberán quejarse de sus
patrias y de sus paisanos, o más bien de su estragada
conducta?

Tú mismo eres un testigo irrefragable de esta verdad; me
has contado tu vida pasada, examínala y verás como
las miserias que padeciste en México, hasta llegar a verte en
una cárcel, reputado por ladrón, y por fin confinado a
un presidio, no te las granjeó tu patria ni la mala
índole de tus paisanos, sino tus locuras y tus perversos
amigos.

Mientras que el coronel hacía este sólido discurso,
di un repaso a los anales de mi vida, y vi de bulto que todo era como
me lo decía, y entre mí confirmaba sus asertos,
acordándome tanto de los malos amigos que me extraviaron, como
Januario, Martín Pelayo, el Aguilucho y otros, como de otros
amigos buenos que trataron de reducirme con sus consejos, y aun me
socorrieron con su dinero, como don Antonio, el mesonero, el
trapiento, etc., y así interiormente convencido dije a mi jefe:
señor, no hay duda que todo es como Vuestra
Señoría me lo dice, conozco que aún estoy muy en
bruto, y necesito muchos golpes de la sana doctrina de Vuestra
Señoría para limarme, y por lo mismo no quisiera
desamparar su casa.

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