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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (90 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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¿Eres conde?, preguntó el asiático muy
admirado. Sí, soy conde. ¿Y qué es conde? Conde, dije
yo, es un hombre noble y rico a quien ha dado este título el
rey por sus servicios o los de sus antepasados. ¿Conque en tu tierra,
preguntó el chino, no es menester servir a los reyes
personalmente, basta que lo hayan servido los ascendientes para
verse honrados con liberalidad por los monarcas?

No dejó de atacarme la pregunta, y le dije: la generosidad
de mis reyes no se contenta con premiar solamente a los que
efectivamente les sirven, sino que extienden su favor a sus hijos; y
así yo fui hijo de un valiente general, a quien el rey hizo
muchas mercedes, y por haber yo nacido hijo suyo me hallé con
dinero, hecho mayorazgo y con proporción de haber sido conde,
como lo soy por los méritos de mi padre.

Según eso también serás general, decía
Limahotón. No soy general, le dije, pero soy conde. Yo no
entiendo esto, decía el chino. ¿Conque tu padre batió
castillos, rindió ciudades, derrotó ejércitos, en
una palabra, afianzó la corona en las cabezas de sus
señores, y acaso perdería la vida en alguna refriega de
ésas, y tú, sólo porque fuiste hijo de aquel
valiente y leal caballero, te hallaste en estado de ser conde y rico
de la noche a la mañana, sin haber probado los rigores de la
campaña y sin saber qué cosa son los afanes del
gabinete? A la verdad en tu tierra deben ser los nobles más
comunes que en la mía. Pero dime, estos nobles que nacen y no
se hacen, ¿en qué se ejercitan en tu país? Supuesto que
no sirven ni en la campaña ni en los bufetes de los
príncipes, si no son útiles ni en la paz ni en la
guerra, ni saben trabajar con la pluma ni con la espada, ¿qué
hacen, dime? ¿En qué se entretienen? ¿En qué se ocupan?
¿Qué provecho saca de ellos el rey o la república?

¿Qué han de hacer?, dije yo, imbuido en mis flojas
ideas. Tratan de divertirse, de pasearse, y cuando más trabajan
en que no se menoscabe su caudal. Si vieras las casas de algunos
condes y nobles de mi tierra, si asistieras a sus mesas, si observaras
su lujo, el número de sus criados, la magnificencia de sus
personas, lo aparatoso de sus coches, lo grande de sus libreas, y lo
costoso y delicado de su tren, te admirarías, te
llenarías de asombro.

¡Oh, poderoso Tien!, dijo el chino, ¡cuánto más
valía ser conde o noble de tu tierra, que la tercera
persona del rey en la mía! Yo soy un noble, es verdad, y en tu
tierra sería un conde; pero ¿qué me ha costado adquirir
este título y las rentas que gozo? Fatigas y riesgos en la
guerra, y un sinnúmero de incomodidades en la paz. Yo soy un
ayudante, o segundo del Tután, o jefe principal de la
provincia; tengo honores, tengo rentas, pero soy un fiel criado del
rey y un esclavo de sus vasallos.

Sin contar con los servicios personales que he hecho para lograr
este destino, ahora que lo poseo, ¡cuántos son los desvelos y
padecimientos que tolero para sostenerlo y no perder mi
reputación! Sin duda, amigo, yo apreciara más ser conde
en tu tierra que Loitia
[185]
en la
mía. Pero, después de todo, ¿tú quieres volver a
México, tu patria? Sí señor, le dije, y
apetecería esa ocasión. Pues no te desconsueles, me dijo
Limahotón, es fácil que consigas lo que quieres. En una
ensenada nuestra está fondeada una embarcación
extranjera que llegó casi destruida de un naufragio que
padeció en estos mares pocos días antes de tu
desgracia. La tal embarcación está acabándose de
componer, y los pasajeros que vienen en ella permanecen en la ciudad,
esperando también que abonance el tiempo. Luego que ambas cosas
se verifiquen, que será de aquí a tres lunas, nos
haremos a la vela, pues yo deseo ver más mundo que el de mi
patria; mi hermano me aprueba mi deseo, soy rico y puedo cumplirlo;
pero esto resérvalo para ti solo.

Tengo dos amigos de los pasajeros que me aman mucho, según
dicen, y todos los días vienen a comer conmigo. No te los he
enseñado porque te juzgaba un pobre plebeyo; pero, pues eres
rico y noble como ellos, desde hoy te sentaré a mi mesa.

Concluyó el chino su conversación, y a la hora de
comer me sacó a una gran sala donde se debía servir la
comida.

Había varios personajes, y entre ellos distinguí dos
europeos, que fueron los que me dijo Limahotón. Luego que
entré a la sala dijo éste: aquí está,
señores, un conde de vuestras tierras que arrojó el mar
desnudo a estas playas, y desea volver a su patria.

Con mucho gusto llevaremos a su señoría, dijo uno de
los extranjeros, que era español. Le manifesté mi
gratitud, y nos sentamos a comer.

El otro extranjero era inglés, joven muy alegre y
tronera. Allí se platicaron muchas cosas acerca de mi
naufragio. Después el español me preguntó por mi
patria, dije cuál era, y comenzamos a enredar la
conversación sobre las cosas particulares del reino.

El chino estaba admirado y contento oyendo tantas cosas que le
cogían de nuevo, y yo no estaba menos, considerando que me
estaba granjeando su voluntad; pero por poco echa a perder mi gusto la
curiosidad del español, pues me preguntó: ¿Y cuál
es el título de usted en México? Porque yo a todos los
conozco. Halleme bien embarazado con la pregunta, no sabiendo con
qué nombre bautizar mi condazgo imaginario; pero,
acordándome de cuánto importa en tales lances no
turbarse, le dije que me titulaba el
Conde de la Ruidera
.

¡Haya caso!, decía el español, pues apenas
habrá tres años que falto de México, y con motivo
de haber sido rico y cónsul en aquella capital tuve muchas
conexiones y conocí a todos los títulos; pero no me
acuerdo del de usted, con ser tan ruidoso.

No es mucho, le dije, pues cabalmente hace un año que
titulé. ¿Conque es título nuevo? Sí
señor. ¿Y qué motivo tuvo usted para pretender un
título tan extravagante?

El principal que tuve, contesté, fue considerar que un conde
mete mucho ruido en la ciudad donde vive, a expensas de su dinero, y
así me venía de molde la Ruidera del título. Se
rió el español, y me dijo: es graciosa la ocurrencia;
pero conforme a ella usted tendrá mucho dinero para meter ese
ruido, y a fe que no todos los condes del mundo pueden titular tan
ruidosamente. Antes he oído decir

Que en casa de los condes muchas veces
Más suele ser el ruido que las nueces.

Pues señor, en la mía hasta la hora de ésta
son más las nueces que el ruido, como espero en Dios lo
verá usted con sus ojos algún día. Yo lo celebro,
dijo el español, y variando la plática se
concluyó aquel acto, se levantaron los manteles, se despidieron
de mí con el mayor cariño y nos separamos.

A la noche fue un criado que me llevó de parte del
comerciante español un baúl con ropa blanca y exterior,
nueva y según el corte que usamos. Lo entregó el criado
con una esquelita que decía:
Señor conde,
sírvase Vuestra Señoría usar esa ropa que le
asentará mejor que los faldellines de estas tierras. Dispense
lo malo del obsequio por lo pronto, y mande a su servidor.
-Ordóñez
.

Recibí el baúl, contesté a lo grande en el
mismo papel, y en esto se hizo hora de cenar y recogernos.

Al día siguiente amanecí vestido a la europea. En la
mesa hubo qué reír y criticar con el joven
inglés, que era algo tronera, como dije, hablaba un castellano
de los diablos, y a más de eso tenía la imprudencia de
alabar todo lo de su tierra con preferencia a las producciones del
país en que estaba, y delante de Limahotón, el que su
mosqueaba con estas comparaciones; pero en esta ocasión,
murmurando el dicho inglés el pan que comía, no lo pudo
sufrir el chino y, amostazándose más de lo que yo
aguardaba de su genio, le dijo:
mister
, días hace que
os honro con mi mesa, y días hace que observo que os
descomedís en mi presencia abatiendo los efectos, y aun los
ingenios de mi patria, por elogiar los de la vuestra.

Yo no repruebo que nuestros países, usos, religión,
gobierno y alimentos os parezcan extraños; eso es preciso, y lo
mismo me sucedería en vuestra Londres. Mucho menos repruebo que
alabéis vuestras leyes y costumbres y las producciones de
vuestra tierra. Justo es que cada uno ame con preferencia el
país en que nació, y que, congeniado con sus
costumbres, climas y alimentos, los prefiera a los de todo el mundo;
pero no es justo que esta alabanza sea apocando la tierra en que
vivís y delante del que os sienta a su mesa.

Si se habla de religiones, vituperáis la mía y
ensalzáis la anglicana; si de leyes, me aturdís con las
cámaras; si de población, me contáis en vuestra
capital un millón de hombres; si de templos, me repetís
la descripción de la catedral de San Pablo y la abadía
de Westminster; si de paseos, siempre os oigo alabar el parque de San
James y el Green Park… En fin, ya me tenéis la cabeza hecha
un mapa de Londres.

Si como os cansáis en alabar las cosas de vuestra tierra,
despreciando o abatiendo las de la mía, os contentarais con
referir sencillamente lo que se os preguntara y viniera al caso,
dejando que la alabanza y la comparación la hicieran los
oyentes, seguramente os hicierais bien quisto; pero hablar mal del pan
de mi tierra, y decir que es mejor el de la vuestra, cuando
éste y no aquél os alimenta, es una grosería que
no me agrada, ni agradará a ninguno que os escuche.

Antes a todos hostigará vuestra jactancia y os dirán
que ¿quién os llamó a su tierra? Y que si no os acomoda,
¿por qué no os mudáis con viento en popa, como yo os lo
digo desde luego?

Diciendo esto, se levantó Limahotón sin acabar de
comer, y sin despedirse de ninguno se retiró demasiadamente
enojado.

Todos nos quedamos avergonzados, y más que nadie el
español, quien, explicando bien al inglés todo cuanto
había dicho el asiático, añadió: nos
avergonzó, pero tuvo razón, camarada. Usted ha
traspasado los límites de la urbanidad. En tierra
extraña, y más cuando recibimos favores de los
patricios, debemos conformarnos con sus usos y todo lo demás; y
si no nos acomodan, marcharnos; pero nunca abatirlos ni ponderar lo de
nuestra tierra sobre lo de la suya.

El Loitia ha dicho bien. Aunque los panes de Londres, de
Madrid y de México sean mejores que el de aquí,
éste nos es útil y mejor que ninguno, porque éste
es el que comemos, y es una villanía no agradecer el bien que
recibimos, tratando de apocarlo delante de quien nos lo hace.

¿Qué le parecería al señor Conde de la Ruidera
si yo alabara el vino de Sanlúcar despreciando la bebida
regional de su tierra, que llaman pulque? ¿Qué diría si
ensalzara el Escorial, la catedral de Sevilla y otras cosas
particulares de España, murmurando igualmente de la alameda,
del palacio y otras cosas de las Indias, y esto en México
mismo, en las orejas y bigotes de los mexicanos, y quizá en su
misma casa y al tiempo mismo en que me hacía un obsequio?
Cuando me hiciera mucho favor, ¿no haría muy bien en tenerme
por un tonto, incivil y de ruines principios? Pues en ese concepto ha
quedado usted con Limahotón, y a fe de hombre de bien que le
sobra justicia.

Si el inglés se avergonzó con la reprensión
del chino, quedó más corrido con el remache del
español; pero, aunque era un joven atolondrado, tenía
entendimiento y docilidad; y así, convencido de su error,
trató con el español de que satisficieran al
japón, como hizo en el momento, suplicándole saliera, y
éste, que en realidad era caballero, se dio por satisfecho y
quedamos todos tan amigos como siempre, guardándose el
inglés de menospreciar nada del país en que
habitaba.

Algunos días permanecimos en la ciudad muy contentos, y yo
más que todos, porque me veía estimado y obsequiado
grandemente a merced de mi título fingido, y en mi interior me
daba los plácemes de haber fraguado tal embuste, pues a la
sombra de él estaba bien vestido, bien tratado y con ciertos
humillos de título rico que ya estaba por creer que era de
veras. Tales eran los cariños, obsequios y respetos que me
tributaban, especialmente el español y el chino, quienes
estaban persuadidos a que yo les sería útil en
México. Ello es que lo pasé bien en tierra y en la
navegación, y esto no lo hubiera conseguido si hubieran
sabido que mi título propio era el de
Periquillo
Sarniento
; pero el mundo las más veces aprecia a los
hombres, no por sus títulos reales, sino por los que dicen que
tienen.

No por esto apruebo que sea bueno el fingir, por más que sea
útil al que finge; también al lenón y al droguero
les son útiles sus disimulos y sus trácalas, y sin
embargo no les son lícitas. Lo que quiero que saquéis
por fruto de este cuento es que advirtáis cuán expuestos
vivimos a que nos engañe un pícaro astuto
pintándonos gigantes de nobleza, talento, riqueza y
valimiento. Nos creemos de su persuasión o de lo que
llaman
labia
, nos estafa si puede, nos engaña siempre,
y cuando conocemos la burla es cuando no podemos remediarla. En todo
caso, hijos míos, estudiad al hombre, observadlo, penetradlo en
su alma; ved sus operaciones, prescindiendo de lo exterior de su
vestido, títulos ni rentas, y así que halléis
alguno que siempre hable verdad y no se pegue al interés como
el acero al imán, fiaos de él y decid: éste es
hombre de bien, éste no me engañará, ni por
él se me seguirá ningún perjuicio; pero, para
hallar a este hombre, pedidle a Diógenes prestada su
lanterna.

Volviendo a mi historieta, sabed que, cuando el asiático me
tuvo por un noble, no se desdeñó de acompañarse
conmigo en lo público; antes muchos días me sacaba a
pasear a su lado, manifestándome lo hermoso de la ciudad.

El primer día que salí con él arrebató
mi curiosidad un hombre que en un papel estaba copiando muy espacio
unos caracteres que estaban grabados en una piedra de mármol
que se veía fijada en la esquina de la calle.

Pregunté a mi amigo ¿qué significaba aquello? Y me
respondió que aquél estaba copiando una ley patria que
sin duda le interesaría. ¿Pues que, le dije, las leyes patrias
están escritas en las esquinas de las calles de tu tierra?
Sí, me dijo, en la ciudad están todas las leyes fijadas
para que se instruyan en ellas los ciudadanos. Por eso mi hermano se
admiró tanto cuando le hablaste de los abogados de tu
tierra.

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