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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (44 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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¿Pero por qué hasta entonces?, preguntó el
marqués; y yo lo dije que porque quería ir a llevar a mi
esposa con su madre, pues en México no tenía casa de
confianza donde dejarla, ni me parecía bien se quedara sola,
fiada únicamente al cuidado de una criada.

Muy bien pensado está lo segundo, dijo el marqués,
pero tampoco puede ser lo primero, porque yo trato de favorecer a
usted, mas no de perder mi dinero, como sucedería seguramente
si difiriera mandar mis efectos hasta cuando usted quiere; porque, vea
usted, se necesitan lo menos seis días para buscar mulas y
arrieros, para recibir la memoria y acondicionarla. A más de
esto, son menester siquiera doce días para que llegue usted a
su destino; la feria no tarda en hacerse, y yo quiero que el
sujeto que vaya, si usted no se determina, no pierda tiempo, sino que
aligere, para que logre las mejores ventajas siendo de los
primeros. Ésta es mi resolución; mas no es
puñalada de cobarde que no da tiempo. Voy al besamanos, y de
aquí a una hora daré la vuelta por acá. Entre
tanto usted vea lo que determina con espacio, y me avisará para
mi gobierno. Diciendo esto, se fue.

¿Quién había de pensar que, cuando el marqués
mostraba más indiferencia en que me fuera o no me fuera pronto
de México, era cuando puntualmente apuraba todos sus arbitrios
para violentar mi salida? ¡Ah, pobreza tirana, y cómo estrechas
a los hombres de bien a aventurar su honor por sacudirte!

En un mar de dudas nos quedamos yo y mi esposa, pensando en el
partido que deberíamos tomar. Por una parte yo advertía
que, si dejaba pasar aquella ocasión favorable, no era tan
fácil esperar otra semejante, y más en mi edad; y por
otra, no sabía qué hacer con mi esposa, ni dónde
dejarla, porque no tenía casa de mi satisfacción en
México para el efecto.

Mil cálculos estuvimos haciendo sin acabar de determinarnos,
y en esta ansiedad y vacilación nos halló el
marqués cuando volvió de su cumplido. Entró, se
sentó y me dijo: por fin, ¿qué han resuelto ustedes? Yo
le respondí de un modo que conoció el deseo que
tenía de aprovecharme de su favor, y el embarazo que pulsaba
para admitirlo, y consistía en no tener dónde dejar a mi
esposa. A lo que él con mucho disimulo me contestó: es
verdad. Ése es un motivo tan poderoso como justo para que un
hombre del honor de usted prescinda de las mayores conveniencias;
porque, en efecto, para ausentarse de una señora del
mérito de la de usted es menester pensarlo muy espacio, y en
caso de decidirse a ello es necesario dejarla en una casa de mucha
honra y de no menos seguridad; pues, no porque la señorita no
se sepa guardar en cualquiera parte, sino por la ligereza con que
piensa el vulgo malicioso de una mujer sola y hermosa; y
también por las seducciones a que queda expuesta, porque no nos
cansemos, y usted dispense, señorita, el corazón de una
dama no es invencible, nadie puede asegurarse de no caer en un mundo
sembrado de lazos, y el mejor jardín necesita de cerca y de
custodia; y luego en esta México… en esta México donde
sobran tantos pícaros y tantas ocasiones. Así que yo le
alabo a usted su muy justo reparo, y desde luego soy el primero que le
quitaré de la cabeza todo contrario pensamiento. Éste
era el camino único que yo tenía de favorecer a usted,
pero Dios me libre de ser una causa ni remota de su desasosiego, o tal
vez… No amigo, no; piérdase todo, que el honor es lo
primero.

Aquí hizo punto el marqués en su conversación,
y yo y mi esposa nos quedamos sin poder disimular el sentimiento que
nos causó ver frustradas en un momento las esperanzas que
habíamos concebido de mudar de fortuna en poco tiempo. ¡Ah,
maldito interés, a qué no expones a los miserables
mortales!

Mi piadoso protector era muy astuto, y así fácilmente
conoció en nuestros semblantes el buen efecto de su depravada
maquinación, la que tuvo lugar de llevar al cabo a merced de la
sencillez de mi esposa.

Fue el caso que, adolorida de ver que, aunque sin culpa, ella era
el obstáculo de mi ventura, me dijo: pero mira, Antonio, si lo
que te detiene para recibir el favor del señor es no tener
dónde dejarme, es fácil el remedio. Me iré
contigo, que a bien que sé andar a caballo… No, no, dijo el
marqués, eso menos que nada. ¡Qué disparate!
¿Cómo había yo de querer que usted se expusiera a una
enfermedad en una caminata tan larga? Ni era honor del señor
don Antonio el permitirlo. ¿No ve usted que los hombres de bien si
trabajan es porque sus mujeres disfruten algunas comodidades?
¿Cómo había de entregar a usted a los soles, desveladas,
malas comidas y demás penurias de un camino largo? No
señorita, ni pensarlo.

Mejor es el medio que voy a proponer y, siempre que ustedes se
conformen con él, me parece que no tendrán por
qué arrepentirse.

Con tanta ansia como bobería, le rogamos nos lo declarara, y
el marqués sin hacerse de rogar dijo:

Pues señores, yo tengo una tía que no sólo es
honrada, sino santa, si puedo decirlo. Ella es una pobre vieja, beata
de San Francisco, doncella que se quedó para vestir santos y
regañar muchachos; es muy rezadora y escrupulosa, de las que
frecuentan el confesonario cada dos días. Su casa es un
convento; pero, ¿qué digo?, es un poco peor. Allí apenas
va una u otra visita, y eso de viejas, como dice ella;
porque
calzonudos
, según dice, no pisarán su
estrado por cuanto el mundo tiene. A las oraciones de la noche ya
está cerrada la casa y la llave bajo la almohada. Sus mayores
paseos son a la iglesia y a los hospitales el domingo, a consolar a
las enfermas. En una palabra, su vida es de lo más arreglado, y
su casa puede servir de modelo al más estrecho monasterio.

Pero no piense usted, señorita, por esto, que es una vieja
tétrica y ridícula. Nada de eso, es de lo más
apacible y cariñosa, y tiene una conversación tan suave
y tan divertida que con sola ella entretiene a cuantas la visitan.

En fin, si usted es capaz de sujetarse a una vida tan
recóndita por dos o tres meses que podrá dilatarse su
esposo de usted, cuando más, me parece que no hay cosa
más a propósito.

Mi esposa, a quien en realidad yo había sacado de sus
casillas, como dicen, porque ella estaba criada en igual recogimiento
que el que acababa de pintar el marqués, no dudó un
instante responder que ella iba a los bailes y a los paseos porque yo
la llevaba, pero que, siempre que quisiera dejarla en esa casa, se
quedaría muy contenta y no extrañaría otra cosa
más que mi ausencia. Yo me alegré mucho de su docilidad,
y acepté el nuevo favor del marqués, dándole las
gracias, y quedando contentísimo de ver resucitadas mis
esperanzas, y tan asegurada mi mujer.

El marqués manifestó igual contento, según
decía, por haberme servido, y se despidió quedando en
volver al otro día, así para darme a conocer en el
almacén donde me habían de surtir y entregar la memoria,
como para llevarnos a la casa de la buena señora su
tía.

El resto de aquel día lo pasamos yo y mi esposa muy alegres,
haciendo mil cuentas ventajosas, paseándonos en el
jardín de los bobos.

Al siguiente ya el marqués estaba en el mesón muy
temprano. Me hizo entrar en su coche y me llevó al
almacén, donde dijo se me surtiera la memoria de que
había hablado el día anterior, y se me entregase
según los ajustes que yo hiciera y como quisiera, y que
él no era más que un comisionado para responder por
mí y darme aquel conocimiento.

El comerciante, al oír esto, creyendo que era verdad lo que
decía el marqués, me hizo mil zalemas, y se
despidió de mí con más cariño y
cortesía que la que usó cuando entré en su casa.
Ya se ve, no era por mí, sino por los pesos que pensaba
desembolsarme.

Corrido este paso, volvimos al mesón, y el marqués
hizo vestir a mi esposa, y nos fuimos a
Chapultepec
[117]
, donde tenía
dispuesto un famoso almuerzo y comida.

Pasamos allí una mañana de campo bien alegre en aquel
bosque, que es hermoso por su misma naturaleza. A la tarde, como a las
cuatro, nos volvimos a la ciudad y fuimos a parar a la casa de la
señora tía.

Apeámonos, entró el marqués, tocó la
campanilla del zaguán, bajó una criada vieja preguntando
¿quién era? Respondió el marqués que
él. Pues voy a avisar a la señora, dijo la criada, que
aquí no se le abre a ningún señor si mi ama no lo
ve por el escotillón de la sala. Espérese usted.

En efecto, nos estuvimos esperando o
desesperando como un cuarto de hora, hasta que oímos sonar una
ventanita en el techo del mismo zaguán. Alzamos la vista y
vimos entre tocas a la venerable vieja con sus anteojos,
mirándonos muy espacio, y volviendo a preguntar que
¿quién era? El marqués, como enfadado, le dijo:
yo tía, yo, Miguel. ¿Abren o no? A lo que la vieja
respondió: ¡ah!, sí, Miguelito, ya te conozco mi
alma, ya te van a abrir; pero, y ese otro señor, ¿viene
contigo, hijo? ¡Oh, porra!, dijo el marqués, ¿pues
con quién ha de venir? Pues no te enojes, dijo la vieja,
van.

Con esto cerró el escotilloncito, y el marqués nos
dijo: ¿qué les parece a ustedes? ¿Han visto clausura más
estrecha? Pero no se aturda usted, niña, que no es tan bravo el
león como se pinta.

A este tiempo llegó la vieja criada y abrió el
postigo. Entramos, subimos las escaleras, y ya estaba
esperándonos en el portón la señora tía,
vestida con su hábito azul y sus tocas reverendas, con sus
anteojos puestos, un paño de rebozo fino de algodón y su
rosario gordo en la mano. Como le debí tantos favores a esta
buena señora, conservo su imagen muy viva en la memoria.

Nos recibió con mucho cariño, especialmente a mi
esposa, a quien abrazó con demasiada expresión,
llenándola de
mi almas
y
mi vidas
, como si de
años atrás la hubiera conocido. Entramos a dentro, y a
poco nos sacaron muy buen chocolate.

El marqués la dijo el fin de su visita, que era ver si
quería que aquella niña se quedara unos días en
su casa. Ella mostró que en eso tendría el mayor gusto,
pero que no tenía más defecto que no ser amiga de paseos
ni visitas, porque en eso peligraban las almas, y en seguida nos
habló como media hora de virtud, escándalo, reatos,
muerte, eternidad, etc., amenizando su plática con mil
ejemplos, con los que tenía a mi inocente mujer enamorada
y divertida, como que era de buen corazón.

Aplazado el día de su entrada en aquel pequeño
monasterio, nos dijo: sobrino, señores, vengan ustedes a ver mi
casita, y que venga mi novicia a ver si le gusta el convento.

Condescendimos con la reverenda, y a mi esposa le agradó
mucho la limpieza y curiosidad de la casa, particularmente los
cristales, pajaritos y macetas.

En esto se pasó la tarde, y nos despedimos, saliendo mi
mujer prendadísima de la señora.

Nosotros nos quedamos en el mesón y el marqués se fue
a su casa. En los seis días siguientes recibí la
memoria, solicité mulas y dejé listo mi viaje; pero en
todo este tiempo no se descuidó mi protector en obsequiar y
pasear a mi esposa, porque decía que era menester divertir a la
nueva monja.

Es verdad que yo, mirando el extremo del marqués con ella,
no dejaba de mosquearme un poco; pero como tenía tanta
satisfacción en el amor y buena conducta de mi esposa, no tuve
embarazo para comunicarla mis temores, a lo que ella me
contestó que los depusiera, lo uno porque me amaba mucho y no
sería capaz de ofenderme por todo el oro del mundo; y lo otro
porque el marqués era el hombre más caballero que
había conocido, pues aun cuando salía con mi permiso con
él y una criada en su coche jamás se había tomado
la más mínima licencia, sino que siempre la trataba con
decoro. Con esta seguridad me tranquilicé, y ya traté de
salir de esta capital a mi destino.

Díjele un día al marqués cómo todo
estaba corriente, y él, que no deseaba otra cosa que verse
libre de mí, me dijo que a la tarde vendría para
llevarme a casa de su deuda, y yo podría salir la mañana
siguiente.

Mi esposa me suplicó le dejase al mozo Domingo para tener un
criado de confianza a quien mandar si se le ofrecía alguna
cosa. Yo accedí a su gusto sin demora, y el marqués no
puso embarazo en ello, antes dijo: mejor, se le dará un
cuarto abajo a Domingo, y les podrá servir de portero y
compañía.

Mientras que el marqués se fue a comer, compuse el
baúl de mi esposa, dejándola mil pesos en oro y plata,
por si se le ofreciera algo.

Cuando el marqués vino no había más que hacer
que la llevada de mi esposa, cuya separación le costó,
como era regular, muchas lágrimas; pero al fin se quedó,
y yo marché en la misma tarde a dormir fuera de garita.

Aquí llegaba don Antonio cuando uno de los reglamentos de la
cárcel volvió a interrumpir su conversación.

Capítulo VII

Cuenta Periquillo la pesada burla que le hicieron los presos en el
calabozo, y don Antonio concluye su historia

El motivo por que se volvió a interrumpir la
conversación de don Antonio fue porque serían como las
cinco de la tarde cuando bajó el alcaide a encerrar a los
presos en su respectivo calabozo, acompañado de otros dos que
traían un manojo de llaves.

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