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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (56 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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¿Por qué son tantos abrazos, señor Pedrito?,
preguntaba Andrés muy azorado, ¿por qué me dice tantas
cosas que yo no entiendo? Hermano Andrés, le respondí,
porque tú piensas lo mismo que yo, y eres tan flojo como el
hijo de mi madre. A ti no te acomodan los oficios por las penalidades
que traen anexas, ni te gusta servir porque regañan los amos;
pero sí te gusta comer, beber, pasear y tener dinero con poco o
ningún trabajo. Pues, tatita, lo mismo pasa, por mí; de
modo que, como dice el refrán, Dios los cría y ellos se
juntan. Ya verás si tengo razón demasiada para
quererte.

Eso es decir, repuso Andrés, que usted es un flojo y yo
también. Adivinaste muchacho, le contesté,
adivinaste. ¿Ves como en todo mereces que yo te quiera y te reconozca
por mi hermano? Pues si sólo por eso lo hace, dijo Andresillo,
muchos hermanos debe usted tener en el mundo, porque hay muchos flojos
de nuestro mismo gusto; pero sepa usted que a mí lo que me hace
no es el oficio, sino dos cosas; la una, que no me lo enseñan,
y la otra el genio que tiene la maldita vieja de la maestra; que si
eso no fuera, yo estuviera contento en la casa, porque el maestro no
puede ser mejor.

Así es, dije yo. Es la vieja el mismo diablo, y su genio es
enteramente opuesto al de don Agustín; pues éste es
prudente, liberal y atento; y la vieja condenada es majadera,
regañona y mezquina como Judas. Ya se ve, ¿qué cosa
buena ha de hacer con su cara de sábana encarrujada y su boca
de chancleta
[136]
?

Hemos de advertir que la casa era una accesoria con un altito de
estas que llaman de taza y plato
[137]
, y nosotros no
habíamos atendido a que la dicha maestra nos escuchaba, como
nos escuchó toda la conversación, hasta que yo
comencé a loarla en los términos que van referidos, e
irritada justamente contra mí cogió con todo silencio
una olla de agua hirviendo que tenía en el brasero y me la
volcó a plomo en la cabeza diciéndome: pues maldito,
malagradecido, fuera de mi casa, que yo no quiero en ella arrimados
que vengan a hablar de mí.

No sé si habló más, porque quedé sordo
y ciego del dolor y de la cólera. Andrés, temiendo otro
baño peor, y escarmentado en mi cabeza, huyó para la
calle. Yo, rabiando y todo pelado, subí la escalerita de palo
con ánimo de desmechar a la vieja, topara en lo que topara, y
después marcharme con Andrés; pero esta condenada era
varonil y resuelta, y así, luego que me vio arriba, tomó
el cuchillo del brasero y se fue sobre mí con el mayor denuedo,
y hablando medias palabras de cólera me decía: ¡ah,
grandísimo bellaco atrevido!, ahora te
enseñaré… Yo no pude oír qué me
quería enseñar ni me quise quedar a aprender la
lección, sino que volví la grupa con la mayor ligereza,
y fue con tal desgracia que tropezando con un perrillo bajé la
escalera más presto que la había subido y del más
extraño modo, porque la bajé de cabeza
magullándome las costillas.

La vieja estaba hecha un chile contra mí. No se
compadeció ni se detuvo por mi desgracia, sino que bajó
detrás de mí como un rayo con el cuchillo en la mano y
tan determinada que hasta ahora pienso que, si me hubiera
cogido, me mata sin duda alguna; pero quiso Dios darme valor para
correr, y en cuatro brincos me puse cuatro cuadras lejos de su
furor. Porque eso sí, tenía yo alas en los pies cuando
me amenazaba algún peligro, y me daban lugar para la fuga.

En lo intempestivo se pareció ésta mi salida a la de
la casa de Chanfaina, pero en lo demás fue peor, porque de
aquí salí a la carrera, sin sombrero, bañado y
chamuscado.

Así me hallé como a las once de la mañana por
el paseo que llaman de la Tlaxpana. Estúveme en el sol
esperando se me secara mi pobre ropa, que cada día iba de mal
en peor como que no tenía relevo.

A las tres de la tarde ya estaba enteramente seca, enjuta, y yo mal
acondicionado porque me afligía el hambre con todas sus
fuerzas; algunas ampollas se me habían levantado por la
travesura de la vieja; los zapatos, como que estaban tan maltratados
con el tiempo que se tenían en mis pies por mero cumplimiento,
me abandonaron en la carrera; yo, que vi la diabólica figura
que hacía sin ellos a causa de que las medias descubrieron toda
la suciedad y flecos de las soletas, me las quité y, no
teniendo dónde guardarlas, las tiré quedándome
descalzo de pie y pierna; y para colmo de mi desgracia me urgía
demasiado el miedo al pensar en dónde pasaría la noche,
sin atreverme a decidir entre si me quedaría en el campo o me
volvería a la ciudad, pues por todas partes hallaba
insuperables embarazos. En el campo temía el hambre, las
inclemencias del tiempo y la lobreguez de la noche; y en la ciudad
temía la cárcel, y un mal encuentro con Chanfaina o el
maestro barbero; pero, por fin, a las oraciones de la noche
venció el miedo de esta parte, y me volví a la
ciudad.

A las ocho estaba yo en el portal de las Flores, muerto de hambre,
la que se aumentaba con el ejercicio que hacía con tanto
andar. No tenía en el cuerpo cosa que valiera más que
una medallita de plata que había comprado en cinco reales
cuando estaba en la barbería; me costó mucho trabajo
venderla a esas horas, pero por último hallé quien me
diera por ella dos y medio, de los que gasté un real en cenar y
medio en cigarros.

Alentado mi estómago, sólo restaba determinar
dónde quedarme. Andaba yo calles y más calles sin saber
en dónde recogerme, hasta que pasando por el mesón del
Ángel oí sonar las bolas del truco y, acordándome
del
arrastraderito
de Juan Largo, dije entre mí: no
hay remedio, un realillo tengo en la bolsa para el coime; aquí
me quedo esta noche. Y diciendo y haciendo me metí en el
truco.

Todos me miraban con la mayor atención, no por lo trapiento,
que otros había allí peores que yo, sino por lo
ridículo, pues estaba descalzo enteramente, calzones blancos no
los conocía, los de encima eran negros de terna, parchados y
agujereados, mi camisa después de rota estaba casi negra de
mugre, mi chupa era de angaripola rota y con tamaños florones
colorados, el sombrero se quedó en casa, y después de
tantas guapezas tenía la cara algo extravagante, pues la
tenía ampollada y los ojos medio escondidos dentro de las
vejigas que me hizo el agua hirviendo.

No era mucho que todos notaran tan extraña figura, mas a
mí no se me dio nada de su atención, y hubiera sufrido
algún vejamen a trueque de no quedarme en la calle.

Dieron las nueve, acabaron de jugar y se fueron saliendo todos
menos yo, que luego luego me comedí a apagar las velas, lo que
no le disgustó al coime, quien me dijo: amiguito, Dios se lo
pague, pero ya es tarde y voy a cerrar, váyase
usted. Señor, le dije, no tengo donde quedarme, hágame
usted el favor de que pase la noche aquí en un banco, le
daré un real que tengo, y si más tuviera más le
diera.

Ya hemos dicho que en todas partes, en todos ejercicios y destinos
se ven hombres buenos y malos, y así no se hará novedad
de que en un truco y en clase de coime, fuera éste de quien
hablo un hombre de bien y sensible. Así lo
experimenté, pues me dijo: guarde usted su real, amigo, y
quédese norabuena. ¿Ya cenó? Sí señor, le
respondí. Pues yo también. Vámonos a
acostar. Sacó un sarape, me lo prestó y mientras nos
desnudamos quiso informarse de quién era yo y del motivo de
haber ido allí tan derrotado. Yo le conté mil
lástimas con tres mil mentiras en un instante, de modo que se
compadeció de mí, y me prometió que
hablaría a un amigo boticario que no tenía mozo, a ver
si me acomodaba en su casa. Yo acepté el favor, le di las
gracias por él y nos dormimos.

A la siguiente mañana, a pesar de mi flojera, me
levanté primero que el coime, barrí, sacudí e
hice cuanto pude por granjearlo. Él se pagó de esto, y
me dijo: voy a ver al boticario; pero, ¿qué haremos de
sombrero? Pues en esas trazas que usted tiene está muy
sospechoso. Yo no sé qué haré, le dije, porque no
tengo más que un real y con tan poco no se ha de hallar; pero
mientras que usted me hace favor de ver a ese señor boticario,
ya vuelvo.

Dicho esto me fui, me desayuné y en un zaguán me
quité la chupa y la ferié en el baratillo por el primer
sombrero que me dieron, quedándome el escrúpulo de haber
engañado a su dueño. Es verdad que el dicho sombrero no
pasaba de un
chilaquil
aderezado, y donde a mí me
pareció que había salido ventajoso, ¿qué tal
estaría la chupa? Ello es que al tiempo del trueque me
acordé de aquel versito viejo de

Casó Montalvo en Segovia
Siendo cojo, tuerto y calvo,
Y engañaron a Montalvo;
Pues ¿qué tal sería la novia?

Contentísimo con mi sombrero y de verme
disfrazado con mis propios
tiliches
, convertido del hijo de
don Pedro Sarmiento en mozo alquilón, partí a buscar al
coime mi protector, quien me dijo que todo estaba listo, pero que
aquella camisa parecía sudadero, que fuera a lavarla a la
acequia y a las doce me llevaría al acomodo, porque la pobreza
era una cosa y la porquería otra; que aquélla provocaba
a lástima y ésta a desprecio y asco de la persona; y,
por fin, que me acordara del refrán que dice: como te veo te
juzgo.

No me pareció malo el consejo, y así lo puse en
práctica al momento. Compré cuartilla de jabón y
cuartilla de tortillas con chile que me almorcé para tener
fuerzas para lavar; me fui al
Pipis
[138]
, me pelé mi camisa y la lavé.

No tardó nada en secarse porque estaba muy delgada y el sol
era como lo apetecen las lavanderas los sábados. En cuanto la
vi seca la espulgué y me la puse, volviéndome con toda
presteza al mesón, pues ya no veía la hora de
acomodarme; no porque me gustaba trabajar, sino porque la necesidad
tiene cara de hereje, dice el refrán, y yo digo de pobre, que
suele parecer peor que de hereje.

Así que el coime me vio limpio se alegró y me dijo:
vea usted como ahora parece otra cosa. Vamos.

Llegamos a la botica, que estaba cerca, me presentó al amo,
quien me hizo veinte preguntas, a las que contesté a su
satisfacción, y me quedé en la casa con salario asignado
de cuatro pesos mensuales y plato.

Permanecí dos meses en clase de mozo, moliendo palos,
desollando culebras, atizando el fuego, haciendo mandados y ayudando
en cuanto se ofrecía y me mandaban, a satisfacción del
amo y del oficial.

Luego que tuve juntos ocho pesos, compré medias, zapatos,
chaleco, chupa y pañuelo; todo del baratillo, pero servible. Lo
traje a la casa ocultamente, y a otro día que fue domingo me
puse hecho un veinticuatro.

No me conocía el amo y, alegrándose de mi
metamorfosis, decía al oficial: vea usted, se conoce que
este pobre muchacho es hijo de buenos padres y que no se crió
de mozo de botica. Así se hace, hijo, manifestar uno siempre
sus buenos principios, aunque sea pobre, y una de las cosas en que se
conoce el hombre que los ha tenido buenos es que no le gusta andar
roto ni sucio. ¿Sabes escribir? Sí señor, le
respondí. A ver tu letra, dijo, escribe aquí.

Yo, por pedantear un poco y confirmar al amo en el buen concepto
que había formado de mí, escribí lo
siguiente.

Qui scribere nesciunt nullum putant esse laborem.
Tres digiti scribunt, cætera membra dolent.

¡Hola!, dijo mi amo todo admirado, escribe
bien el muchacho, y en latín. ¿Pues qué entiendes
tú lo que has escrito? Sí, señor, le dije, eso
dice que «los que no saben escribir, piensan que no es trabajo;
pero que mientras tres dedos escriben, se incomoda todo el
cuerpo». Muy bien, dijo el amo. Según eso, sabrás
qué significa el rótulo de esa redoma. Dímelo. Yo
leí
Oleum vitellorum ovorum
, y dije: Aceite de yema de
huevos. Así es, dijo don Nicolás, y poniéndome
botes, frascos, redomas y cajones me siguió preguntando:
¿y aquí qué dice? Yo, según él me
preguntaba, respondía:
Oleum escorpionum
. Aceite de
alacranes…
Aqua menthae
. Agua de yerba buena…
Aqua
petrocelini
… Agua de perejil…
Sirupus
pomorum
… Jarabe de manzanas.
Unguentum
cucurbitae
. Ungüento de
calabaza…
Elixir
… Basta, dijo el amo; y
volviéndose al oficial le decía: qué dice usted,
don José, ¿no es lástima que este pobre muchacho
esté de mozo pudiendo estar de aprendiz con tanto como tiene
adelantado? Sí, señor, respondió el oficial; y
continuó el amo hablando conmigo: pues bien, hijo, ya desde hoy
eres aprendiz; aquí te estarás con don José y
entrarás con él al laboratorio para que aprendas a
trabajar, aunque ya algo sabes por lo que has visto. Aquí
está la Farmacopea de Palacios, la de Fuller y la Matritense;
está también el curso de Botánica de Linneo y ese
otro de Química. Estudia todo esto y aplícate, que en tu
salud lo hallarás.

Yo le agradecí el ascenso que me había dado
subiéndome de mozo de servicio a aprendiz de botica, y el
diferente trato que me daba el oficial, pues desde ese momento ya no
me decía Pedro a secas sino don Pedro; mas entonces yo no
paré la consideración en lo que puede un exterior
decente en este mundo borracho, pero ahora sí. Cuando estaba
vestido de mozo o criado ordinario nadie se metió a indagar mi
nacimiento, ni mi habilidad; pero en cuanto estuve medio aderezado se
me examinó de todo y se me distinguió en el trato. ¡Ah,
vanidad, y cómo haces prevaricar a los mortales! Unas aventuras
me sucedían bien y otras mal, siendo el mismo individuo,
sólo por la diferencia del traje. ¿A cuántos pasa lo
mismo en este mundo? Si están decentes, si tienen brillo, si
gozan proporciones, los juzgan, o a lo menos los lisonjean por sabios,
nobles y honrados, aun cuando todo les falte; pero si están de
capa caída, si son pobres, y a más de pobres trapientos,
los reputan y desprecian como plebeyos, pícaros e ignorantes,
aun cuando aquella miseria sea efecto tal vez de la misma nobleza,
sabiduría y bondad de aquellas gentes. ¿Qué
hiciéramos para que los hombres no fijaran su opinión en
lo exterior ni graduaran el mérito del hombre por su
fortuna?

BOOK: El Periquillo Sarniento
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