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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (57 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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Mas estas serias reflexiones las hago ahora; entonces me
vanaglorié de la mudanza de mi suerte, y me contenté
demasiado con el rumboso título de aprendiz de botica sin saber
el común refrancillo que dice:
Estudiante perdulario,
sacristán o boticario
.

Sin embargo, en nada menos pensé que en aplicarme al estudio
de Química y Botánica. Mi estudio se redujo a hacer
algunos menjurjes, a aprender algunos términos técnicos
y a agilitarme en el despacho; pero, como era tan buen
hipócrita, me granjié la confianza y cariño
del oficial (pues mi no amo estaba mucho en la botica), y tanto que a
los seis meses ya yo le ayudaba también a don José, que
tenía lugar de pasear y aun de irse a dormir a la calle.

Desde entonces o tres meses antes se me asignaron ocho pesos cada
mes, y yo hubiera salido oficial como muchos si un accidente no me
hubiera sacado de la casa. Pero antes de referir esta aventura es
menester imponeros en algunas circunstancias.

Había en aquella época en esta capital un
médico viejo a quien llamaban por mal nombre el doctor
Purgante, porque a todos los enfermos decía que facilitaba la
curación con un purgante.

Era este pobre viejo buen cristiano, pero mal médico y
sistemático, y no adherido a Hipócrates, Avicena, Galeno
y Averroes, sino a su capricho. Creía que toda enfermedad no
podía provenir sino de abundancia de humor pecante, y
así pensaba que con evacuar este humor se quitaba la causa de
la enfermedad. Pudiera haberse desengañado a costa de algunas
víctimas que sacrificó en las aras de su ignorancia,
pero jamás pensó que era hombre; se creyó incapaz
de engañarse, y así obraba mal, mas obraba con
conciencia errónea. Sobre si este error era o no vencible,
dejémoslo a los moralistas; aunque yo para mí tengo que
el médico que yerra por no preguntar o consultar con los
médicos sabios por vanidad o capricho peca mortalmente, pues
sin esa vanidad o ese capricho pudiera salir de mil errores, y de
consiguiente ahorrarse de un millón de responsabilidades, pues
un error puede causar mil desaciertos.

Sea en esto lo que deba ser en conciencia, este médico
estaba igualado con mi maestro. Esto es, mi maestro don Nicolás
enviaba cuantos enfermos podía al doctor Purgante y éste
dirigía a todos sus enfermos a nuestra botica. El primero
decía que no había mejor médico que el
dicho viejo, y el segundo decía que no había mejor
botica que la nuestra, y así unos y otros hacíamos muy
bien nuestro negocio. La lástima es que este caso no sea
fingido sino que tenga un sin fin de originales.

El dicho médico me conocía muy bien, como que todas
las noches iba a la botica, se había enamorado de mi letra y
genio (porque cuando yo quería era capaz de engañar al
demonio) y no faltó ocasión en que me dijera: hijo,
cuando te salgas de aquí avísame, que en casa no te
faltará qué comer ni qué vestir. Quería el
viejo poner botica y pensaba tener en mí un oficial instruido y
barato.

Yo le di las gracias por su favor, prometiéndole admitirlo
siempre que me descompusiera con el amo, pues por entonces no
tenía motivo de dejarlo.

En efecto, yo me pasaba una vida famosa y tal cual la puede
apetecer un flojo. Mi obligación era mandar por la
mañana al mozo que barriera la botica, llenar las redomas de
las aguas que faltaran y tener cuidado de que hubiera provisión
de éstas destiladas o por infusión; pero de esto no se
me daba un pito, porque el pozo me sacaba del cuidado, de suerte que
yo decía: en distinguiéndose los letreros, aunque el
agua sea la misma poco importa, ¿quién lo ha de echar de ver?
El médico que las receta quizá no las conoce sino por el
nombre, y el enfermo que las toma las conoce menos y casi siempre
tiene perdido el sabor, conque esta droga va segura. A más de
que ¿quién quita que o por la ignorancia del médico o
por la mala calidad de las yerbas sea nociva una bebida más que
si fuera con agua natural? Conque poco importa que todas las bebidas
se hagan con ésta, antes el refrán nos dice que al que
es de vida, el agua le es medicina.

No dejaba de hacer lo mismo con los aceites, especialmente cuando
eran de un color, así como los jarabes. Ello es que el
quid pro quo
, o despachar una cosa por otra
juzgándola igual o equivalente, tenía mucho lugar en mi
conciencia y en mi práctica.

Éstos eran mis muchos quehaceres, y confeccionar
ungüentos polvos y demás drogas según las
órdenes de don José, quien me quería mucho por mi
eficacia.

No tardé en instruirme medianamente en el despacho, pues
entendía las recetas, sabía dónde estaban los
géneros y el arancel lo tenía en la boca como todos los
boticarios. Si ellos dicen: esta receta vale tanto, ¿quién les
va a averiguar el costo que tiene, ni si piden o no contra justicia?
No queda más recurso a los pobres que suplicarles hagan alguna
baja; si no quieren, van a otra botica, y a otra y a otra, y si en
todas les piden lo mismo, no hay más que endrogarse y
sacrificarse, porque su enfermo les interesa y están
persuadidos a que con aquel remedio sanará. Los malos
boticarios conocen esto y se hacen del rogar grandemente, esto es
cuando no se mantienen inexorables.

Otro abuso perniciosísimo había en la botica en que
yo estaba, y es comunísimo en todas las
demás. Éste es que, así que se sabía que
se escaseaba alguna droga en otras partes, la encarecía don
José hasta el extremo de no dar medios de ella, si no de reales
arriba; siguiéndose de este abuso (que podemos llamar codicia
sin el menor respeto) que el miserable que no tenía más
que medio real y necesitaba para curarse un pedacito de aquella droga,
supongamos alcanfor, no lo conseguía con don José ni por
Dios ni por sus Santos, como si no se pudiera dar por medio o
cuartilla la mitad o cuarta parte de lo que se da por un real por
pequeña que fuera. Lo peor es que hay muchos boticarios del
modo de pensar de don José. ¡Gracias a la indolencia del
protomedicato
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que los tolera!

En fin, éste era mi quehacer de día. De noche
tenía mayor desahogo, porque el amo iba un rato por las
mañanas, recogía la venta del día anterior, y ya
no volvía para nada. El oficial, en esta confianza, luego que
me vio apto para el despacho, a las siete de la noche tomaba su capa y
se iba a cumplimentar a su madama, aunque tenía cuidado de
estar muy temprano en la botica.

Con esta libertad estaba yo en mis glorias, pues solían ir a
visitarme algunos amigos que de repente se hicieron míos, y
merendábamos alegres, y a veces jugábamos nuestros
alburitos de a dos, tres y cuatro reales, todo a costa del
cajón de las monedas, contra quien tenía libranza
abierta.

Así pasé algunos meses, al cabo de ellos se le puso
al amo hacer balance, y halló que aunque no había
pérdida de consideración, porque pocos boticarios se
pierden, sin embargo, la utilidad apenas era perceptible.

No dejó de asustarse don Nicolás al advertir el
demérito, y reconviniendo a don José por él,
satisfizo éste diciendo que el año había sido muy
sano, y que años semejantes eran funestos o a lo menos de poco
provecho para médicos, boticarios y curas.

No se dio por contento el amo con esta respuesta, y con un
semblante bien serio le dijo: en otra cosa debe consistir el
demérito de mi casa que no en las templadas estaciones del
año, porque en el mejor no faltan enfermedades ni muertos.

Desde aquel día comenzó a vernos con desconfianza y a
no faltar de su casa muchas horas, y dentro de poco tiempo
volvió a recobrar el crédito la botica como que
había más eficacia en el despacho, el cajón
padecía menos evacuaciones y él no se iba hasta la noche
que se llevaba la venta. Cuando algún amigo lo convidaba a
algún paseo, se excusaba diciéndole que agradecía
su favor, pero que no podía abandonar las atenciones de
su casa, y que quien tiene tienda es fuerza que la atienda.

Con este método nos aburrió breve, porque el oficial
no podía pasear ni el aprendiz merendar, jugar ni holgarse de
noche.

En este tiempo por no sé qué trabacuentas se
disgustó mi amo con el médico y deshizo la iguala y la
amistad enteramente. ¡Qué verdad es que las más
amistades se enlazan con los intereses! Por eso son tan pocas las que
hay ciertas.

Ya pensaba en salirme de la casa porque ya me enfadaba la
sujeción y el poco manejo que tenía en el cajón,
pues a la vista del amo no lo podía tratar con la confianza que
antes; pero me detenía el no tener dónde establecerme ni
qué comer saliéndome de ella.

En uno de los días de mi indeterminación
sucedió que me metí a despachar una receta que
pedía una pequeña dosis de magnesia. Eché el agua
en la botella y el jarabe, y por coger el bote donde estaba la
magnesia, cogí el bote en donde estaba el arsénico, y le
mezclé su dosis competente. El triste enfermo, según
supe después, se la echó a pechos con la mayor
confianza, y las mujeres de su casa le revolvían los asientos
del vaso con el cabo de la cuchara diciéndole que los tomara,
que los polvitos eran lo más saludable.

Comenzaron los tales polvos a hacer su operación, y el
infeliz enfermo a rabiar acosado de unos dolores infernales que le
despedazaban las entrañas. Alborotose la casa, llamaron al
médico, que no era lerdo, dijéronle que al punto que
tomó la bebida que había ordenado había empezado
con aquellas ansias y dolores. Entonces pide el médico la
receta, la guarda, hace traer la botella y el vaso que aún
tenía polvos asentados; los ve, los prueba y grita lleno de
susto: al enfermo lo han envenenado, ésta no es magnesia sino
arsénico; que traigan aceite y leche tibia, pero mucha y
pronto.

Se trajo todo al instante, y con éstos y otros
auxilios
dizque
se alivió el enfermo. Así
que lo vio fuera de peligro, preguntó de qué botica se
había traído la bebida. Se lo dijeron y dio parte al
protomedicato, manifestando su receta, el mozo que fue a la botica y
la botella y vaso como testigos fidedignos de mi atolondramiento.

Los jueces comisionaron a otro médico, y acompañado
del escribano fue a casa de mi amo, quien se sorprendió con
semejantes visitas.

El comisionado y el escribano breve y sumariamente substanciaron el
proceso, como que yo estaba confeso y convicto. Querían
llevarme a la cárcel, pero informados de que no era oficial,
sino un aprendiz bisoño, me dejaron en paz, cargando a mi amo
toda la culpa, de la que sufrió por pena la exhibición
de doscientos pesos de multa en el acto con apercibimiento de embargo
caso de dilación, notificándole el comisionado, de parte
del tribunal y bajo pena de cerrarle la botica, que no tuviera otra
vez aprendices en el despacho, pues lo que acababa de suceder no era
la primera ni sería la última desgracia que se llorara
por los aturdimientos de semejantes despachadores.

No hubo remedio; el pobre de mi amo subió en el coche con
aquellos señores, poniéndome una cara de herrero mal
pagado y mirándome con bastante indignación, dijo al
cochero que fuera para su casa, donde debía entregar la
multa.

Yo, apenas se alejó el coche un poco, entré a la
trasbotica, saqué un capotillo que ya tenía y mi
sombrero, y le dije al oficial: don José, yo me voy, porque si
el amo me halla aquí me mata. Dele usted las gracias por el
bien que me ha hecho, y dígale que perdone esta diablura que
fue un mero accidente.

Ninguna persuasión del oficial fue bastante a detenerme. Me
fui acelerando el paso, sintiendo mi desgracia y consolándome
con que a lo menos había salido mejor que de casa de Chanfaina
y de don Agustín.

En fin, quedándome hoy en este truco y mañana en el
otro pasé veinte días, hasta que me quedé
sin capote ni chaqueta; y por no volverme a ver descalzo y en peor
estado, determiné ir a servir de cualquier cosa al doctor
Purgante, quien me recibió muy bien, como se dirá en el
capítulo primero del siguiente tomo.

FIN DEL TOMO SEGUNDO

El Periquillo Sarniento

Tomo III

José Joaquín Fernández de Lizardi

…Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos
que se parecen unos a otros. El que se hallare tiznado, procure
lavarse, que esto le importa más que hacer crítica y
examen de mi pensamiento, de mi locución, de mi idea, o de los
demás defectos de la obra.

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