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Authors: José Joaquín Fernández de Lizardi

Tags: #clásico, humor, aventuras

El Periquillo Sarniento (61 page)

BOOK: El Periquillo Sarniento
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El triste enfermo bebió la asquerosa poción con tanto
asco, que con él tuvo para volver la mitad de las
entrañas; pero se fatigó demasiado y, como el infarto
estaba en los intestinos, no se le aliviaba el dolor.

Entonces hice que Andrés llenara la jeringa y le
mandé franquear el trasero. En mi vida, dijo el enfermo, en mi
vida me han andado por ahí. Pues amigo, le respondí, en
su vida se habrá visto más apurado, ni yo en la
mía, ni en los años que tengo de médico, he visto
cólico más renuente, porque sin duda el humor es muy
denso y glutinoso; pero hermano mío, el clister importa, el
clister, no menos que «como la salud única a los vencidos, y si
no, no hay que esperar más», porque una
salus victis nullam
sperare salutem
; y así, «si con el medicamento que
prescribe no sana, ocurriremos a la lanceta abriendo los intestinos, y
después cauterizándolos con una plancha ardiendo, y si
estas diligencias no valen, no queda más que hacer que pagar al
cura los derechos del entierro, porque la enfermedad es incurable»,
según Hipócrates,
ubi medicamentum non sanat, ferrum
sanat; ubi ferrum non sanat, ignis sanat; ubi ignis non sanat,
incurabile morbus
.

Pues señor, dijo el paciente haciéndole bajo sus
parientes, que se eche la lavativa si en eso consiste mi
salud.
Amen dico vobis
, contesté, e inmediatamente
mandé que se salieran todos de la recámara por la
honestidad, menos la esposa del enfermo. Llenó Andrés su
jeringa y se puso a la operación; pero ¡que Andrés tan
tonto para esto de echar ayudas! Imposible fue que hiciera nada
bueno. Toda la derramaba en la cama, lastimaba al enfermo y nada se
hacía de provecho, hasta que yo, enfadado de su torpeza, me
determiné a aplicar el remedio por mi mano, aunque jamás
me había visto en semejante operación.

Sin embargo, olvidándome de mi ineptitud, cogí la
jeringa, la llené del cocimiento, y con la mayor decencia le
introduje el cañoncillo por el ano; pero fuérase por
algún más talento que yo tenía que Andrés,
o por la aprehensión del enfermo que obraba a mi favor, iba
recibiendo más cocimiento, y yo lo animaba diciéndole:
apriete usted el resuello, hermano, y recíbala cuan caliente
pueda, que en esto consiste su salud.

El afligido enfermo hizo de su parte lo que pudo (que en esto
consiste las más veces el acierto de los mejores
médicos), y al cuarto de hora o menos hizo una
evacuación copiosísima, como quien no había
desahogado el vientre en tres días.

Inmediatamente se alivió, como dijo; pero no fue sino que
sanó perfectamente, pues quitada la causa cesa el efecto.

Me colmaron de gracias, me dieron doce pesos, y yo me fui a mi
posada con Andrés, a quien en el camino le dije: mira que me
han dado doce pesos en la casa del más rico del pueblo, y en la
casa del alcabalero me dieron una onza; ¿que será más
rico o más liberal el alcabalero? Andrés, que era
socarrón, me respondió: en lo rico no me meto, pero en
lo liberal sin duda que lo es más que don Ciriaco Redondo.

¿Y en qué estará eso, Andrés?, le
pregunté, porque el más rico debe ser más
liberal. Yo no lo sé, dijo Andrés, a no ser que sea
porque los alcabaleros, cuando quieren, son más ricos que nadie
de los pueblos, porque ellos manejan los caudales del rey y las
cuentas las hacen como quieren. ¿No ve usted que la alcabala que
llaman del viento proporciona una cuenta inaveriguable? Suponga usted
del real o dos que cobran por cada una de las cabezas que se matan en
el pueblo, ya sea de toros o vacas, ya de carneros o cerdos,
¿quién les va a hacer cuenta de esto? Suponga usted las
introducciones de cosas que no traen guías, sino un simple pase
por razón de su poco importe, como también los
contrabanditos que se ofrecen, en los que se entra en
composición con el arriero, y, por último, aquellos
picos de los granos que en un alcabalatorio suben mucho al fin del
año, pues si un real tiene doce granos y el arriero debe por la
factura siete granos, se le cobra un real, y si entran mil arrieros se
les cobra mil reales. Esto me contaba mi tío, que fue
alcabalero muchos años, y decía que las alcabalas del
viento valían más que los ajustes.

En esto llegamos a la posada; Andrés y yo cenamos muy
contentos, gratificando a los dueños de la casa, y nos
acostamos a dormir.

Continuamos en bonanza como un mes, y en este tiempo
proporcionó el subdelegado la sesión que quería
el cura que tuviera yo con él; pero si queréis saber
cuál fue, leed el capítulo que sigue.

Capítulo II

Cuenta Periquillo varios acaecimientos que tuvo en
Tula, y lo que hubo de sufrir al señor cura

Crecía mi fama de día en
día con estas dos estupendas curaciones, granjeándome
buen concepto hasta con los que no se tenían por
vulgares. Tiempo me faltaba para ordenar medicamentos en mi casa, y ya
era cosa que me chiqueaba mucho para salir a hacer una visita fuera
del pueblo, y eso cuando me la pagaban bien.

Aumentó mis créditos un boticoncillo y una
herramienta de barbero que envié a comprar a México, que
junta con un exterior más decente, que tenía algo de
lujo, pues tomé casa aparte y recibí una cocinera y otro
criado, me hacía parecer un hombre muy circunspecto y
estudioso.

Al mismo tiempo yo visitaba pocas casas, y en ninguna me estrechaba
demasiado, pues había oído decir a mi maestro el doctor
Purgante que al médico no le estaba bien ser muy comadrero,
porque en son de la amistad querían que curara de
balde.

Con ésta y otras reglitas semejantes concernientes a los
tomines, los busqué muy buenos, pues en el poco tiempo que os
he dicho comimos yo, Andrés y la
macha
muy bien; nos
remendamos, y llegué a tener juntos como doscientos pesos
libres de polvo y paja.

La gravedad y entono con que yo me manifestaba al público,
los términos exóticos y pedantes de que usaba, lo caro
que vendía mis drogas, el misterio con que ocultaba sus
nombres, lo mucho que adulaba a los que tenían proporciones, lo
caro que vendía mis respuestas a los pobres y las buenas
ausencias que me hacía Andrés, contribuyeron a dilatar
la fama de mi buen nombre entre los más.

A medida de lo que crecía mi crédito, se aumentaban
mis monedas, y a proporción de lo que éstas se
aumentaban crecía mi orgullo, mi interés y mi
soberbia. A los pobres que, porque no tenían con qué
pagarme, iban a mi casa, los trataba ásperamente, los
regañaba y los despachaba desconsolados. A los que me pagaban
dos reales por una visita los trataba casi del mismo modo, porque
más duraría un cohete ardiendo que lo que yo duraba en
sus casas. Es verdad que aunque me hubiera dilatado una hora no por
eso quedarían mejor curados, puesto que yo no era sino un
charlatán con apariencias de médico; pero como el
infeliz paciente no sabe cuánta es la suficiencia del
médico, o del que juzga por tal, se consuela cuando observa que
se dilata en preguntar la causa de su mal y en indagar, así por
sus oídos como por sus ojos, su edad, su estado, su ejercicio,
su constitución y otras cosas que a los médicos como yo
parecen menudencias, y no son sino noticias muy interesantes para los
verdaderos facultativos.

No lo hacía yo así con los ricos y sujetos
distinguidos, pues hasta se enfadaban con mis dilaciones y con las
monerías que usaba por afectar que me interesaba demasiado
en su salud; pero ¿qué otra cosa había de hacer cuando
no había aprendido más de mi famoso maestro el doctor
Purgante?

Sin embargo de mi ignorancia, algunos enfermos sanaban por
accidente, aunque eran más sin comparación los que
morían por mis mortales remedios. Con todo esto, no se minoraba
mi crédito por tres razones: la primera, porque los más
que morían eran pobres, y en éstos no es notable ni la
vida ni la muerte; la segunda, porque ya había yo criado fama,
y así me echaba a dormir sin cuidado, aunque matara más
tultecos que sarracenos el Cid; y la tercera, y que más
favorece a los médicos, era: porque los que sanaban ponderaban
mi habilidad, y los que se morían no podían quejarse de
mi ignorancia, con lo que yo lograba que mis aciertos fueran
públicos y mis erradas las cubriera la tierra; bien que si me
sucede lo que a Andrés, seguramente se acaba mi bonanza antes
de tiempo.

Fue el caso que, desde antes que llegáramos a Tula, ya el
cura, el subdelegado y demás personas de la plana mayor,
habían encargado a sus amigos que les enviaran un barbero de
México. Luego que experimentaron la áspera mano de
Andrés, insistieron en su encargo con tanto empeño que
no tardó mucho en llegar el maestro Apolinario, que en efecto
estaba examinado y era instruido en su facultad.

Andrés, luego que lo conoció y lo vio trabajar, le
tuvo miedo y, con más juicio y viveza que yo, un día lo
fue a ver y le contó su aventura lisa y llanamente,
diciéndole que él no era sino aprendiz de barbero, que
no sabía nada, que lo que hacía en aquel pueblo era por
necesidad, que él deseaba aprender bien el oficio, y que si se
lo quería enseñar se lo agradecería y lo
serviría en lo que pudiera.

Esta súplica la acompañó con el estuche que le
había yo comprado, con el que se dio por muy granjeado el
maestro Apolinario, y desde luego le ofreció a Andrés
tenerlo en su casa, mantenerlo y enseñarle el oficio con
eficacia y lo más presto que pudiera.

A seguida le preguntó ¿qué tal médico era yo?
A lo que Andrés le respondió que a él le
parecía que muy bueno, y que había visto hacer unas
curaciones prodigiosas.

Con esto se despidió del barbero para ir a hacer la misma
diligencia conmigo, pues me dijo todo lo que había pasado y su
resolución de aprender bien el oficio: porque al cabo,
señor, yo conozco que soy un bruto; este otro es maestro de
veras, y así o la gente me quita de barbero no
ocupándome, o me quita él pidiéndome la carta de
examen, y de cualquier manera yo me quedo sin crédito, sin
oficio y sin qué comer; así he pensado irme con
él, a bien que ya su merced tiene mozo.

Algo extrañaba yo a Andrés, pero no quise quitarle de
la cabeza su buen propósito; y así pagándole su
salario y gratificándole con seis pesos lo dejé ir.

En esos días me llamaron de casa de un viejo
reumático, a quien le di, según mi sistema, seis o siete
purgas, le estafé veinte y cinco pesos y lo dejé peor de
lo que estaba.

Lo mismo hice con otra vieja hidrópica, a la que
abrevié sus días con seis onzas de ruibarbo y
maná, y dos libras de cebolla albarrana.

De estas gracias hacía muy a menudo, pero el vulgo ciego
había dado en que yo era buen médico, y por más
gritos que les daban las campanas no despertaban de su
adormecimiento.

Llegó por fin el día aplazado por el subdelegado para
oírme disputar con el cura, y fue el 25 de Agosto, pues con
ocasión de haber ido yo a darle los días por ser el de
su santo, me detuvo a comer con mil instancias, las que no pude
desairar.

Bien advertí que toda la corte estaba en su casa, sin faltar
el padre cura; pero no me di por entendido de que sabía lo que
hablaba de mí, satisfecho en que, por mucho que él
supiera, no había de tener de medicina las noticias que yo.

Con este necio orgullo me senté a la
mesa luego que fue hora, y comí y brindé a la salud del
caballero subdelegado en compañía de aquellos
señores repetidas veces, haciendo reír a todos con mis
pedanterías; menos al cura, que se tostaba de estas cosas.

El subdelegado estaba bien quisto; con esto la mesa estaba llena de
los principales sujetos del pueblo con sus señoras. La
prevención era franca, los platos muchos y bien sazonados. Se
menudeaban los brindis y los vivas, los vasos no estaban muy seguros
por los frecuentes coscorrones que llevaban con los tenedores y
cuchillos, y las cabezas se iban llenando del tufo de las uvas.

A este tiempo fue entrando el gobernador de indios con sus
oficiales de república, prevenidos de tambor, chirimías
y de dos indios cargados con gallinas, cerdos y dos carneritos.

Luego que entraron, hicieron sus acostumbradas reverencias besando
a todos las manos, y el gobernador le dijo al subdelegado:
señor mayor, que los pase su mercé muy felices en
compañía de estos señores, para amparo de este
pueblo.

Inmediatamente le dio el xóchitl, que es un ramillete de
flores, en señal de su respeto, y un papel mal picado y pintado
con un al parecer verso.

Todo el congreso se alborotó, y se trató de que se
leyera públicamente. Uno de los padres vicarios se
prestó a ello y, guardando todos un perfecto silencio,
comenzó a leer el siguiente

Suñeto
 
Los probes hijos del pueblo
Con prósperas alegrías,
Te lo venimos a dar los días
Con carneros y cochinos.
 
Recibalosté placenteros
Con interés to mercé
Como señor josticiero,
Perdonando nuestro afeuto
Las faltas de este suñeto
Porque los vivas mil años
Y después su gloria eternamente.

Todos celebraron el
suñeto
,
repitiendo los vivas al subdelegado, y los repiques en los platos y
vasos, mezclados con empinar la copa, unos más, otros menos,
según su inclinación.

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