Read El planeta misterioso Online
Authors: Greg Bear
—Es nuestra manera de hacer las cosas —dijo—. El suelo tiene que estar limpio.
Dispersos por el valle, otros clientes —Anakin contó tres, cada uno a medio kilómetro o más de los otros— contemplaban cómo sus compañeros eran cubiertos de combustible.
— ¿Cuántos clientes nuevos hay? —preguntó Anakin.
—Tres, aparentemente —dijo Obi-Wan—. Veo otros tres pozos activos.
—Ah, sí—dijo Anakin—. ¡Me siento tan nervioso!
—La conexión con las semillas —dijo Obi-Wan—. Ten cuidado.
— ¿De qué?
—Están a punto de ser transformadas. Aquí nadie sabe qué es lo que sienten las semillas durante ese proceso..., pero puede que tú y yo lo descubramos.
—Oh —dijo Anakin tragando saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta y, poniéndose en pie, se sacudió los pantalones y el borde de la túnica.
Vagno terminó su inspección. Dirigió el haz de su linterna hacia arriba, y Anakin vio una forma circular, como una especie de grueso aro, descendiendo del dosel. Unos cuantos carápodos iban bajándola poco a poco mediante gruesos zarcillos. A medida que descendía sobre el pozo, varios miembros se desplegaron desde la parte inferior y revelaron toda una serie de utensilios, algunos aparentemente naturales y otros hechos de metal.
Anakin conocía muchas culturas que habían combinado las formas orgánicas con la tecnología. Los gungan eran unos auténticos maestros en ese arte, pero ellos nunca habían construido naves interestelares. Aun así, la mayoría de aquellos procedimientos eran mantenidos en secreto..., y dentro de unos instantes iba a presenciar, ya que no a entender, cómo se las ingeniaban los zonamanos para obtener unos resultados todavía más asombrosos. Si aún fuese el muchacho que Qui-Gon había liberado en Tatooine, Anakin se habría sentido orgulloso. El adiestramiento Jedí, entre otras cosas, le había enseñado los peligros del orgullo. En vez de orgullo, sentía una intensa curiosidad.
Para Anakin, la curiosidad era la expresión más profunda de una conexión con la Fuerza viva.
Miró a su maestro. La expresión de Obi-Wan mostraba tanto preocupación como curiosidad. Anakin podía sentir la llama cubierta del espíritu controlado de su maestro y, aunque más ordenada, en su núcleo no era tan distinta de la suya.
El círculo descendente de afiladas herramientas se detuvo y varias válvulas se abrieron entre las extremidades colgantes, todas las cuales se doblaron o retrajeron, haciendo temblar el aro. Vagno soltó un grito, y los hombres de su cuadrilla alzaron las pértigas y todos tocaron simultáneamente el aro, alrededor de todo el perímetro del pozo, con el plano de sus largas hojas.
De las válvulas abiertas descendió un fluido aromático que hizo que a Anakin le picara la nariz. El muchacho retrocedió en el mismo instante en que Vagno plantaba firmemente los pies delante de ellos.
El forjador sacó de su grueso cinturón un pábilo y un trozo de pedernal e inflamó el pábilo con un golpe del pedernal.
—Sólo por si acaso —dijo—. Esta parte puede ser complicada.
El aro ascendió rápidamente.
Con un cántico en langhesiano, la cuadrilla extendió sus hojas y miró hacia arriba. Un agujero de unos cien metros de diámetro acababa de abrirse en la espesura superior. Negras masas de nubarrones hervían encima del agujero.
Anakin vio brotar de la circunferencia del agujero una serie de largos zarcillos de puntas relucientes. Otros agujeros se abrieron encima de otros pozos por todo el valle. Un súbito olor a electricidad impregnó el aire.
—El tampasi controla el clima —le murmuró a Obi-Wan.
—Buena conclusión —asintió Obi-Wan.
Vagno frunció el ceño y echó el brazo hacia atrás en una actitud de tensa espera. Después volvió la cabeza y, con una mano, indicó a Anakin y Obi-Wan que hicieran lo mismo.
Los hombres de su cuadrilla alzaron las pértigas, y ellos también entrecerraron los ojos y apartaron la mirada del pozo.
La tensión que flotaba en el aire se volvió insoportable. Los cabellos de Anakin crujían suavemente y las ropas se le pegaron a la piel, retorciéndose como si estuvieran vivas. Los globos oculares parecían querer salírsele de las órbitas para bailotear por encima de sus mejillas. La sensación era horrible y Anakin sintió deseos de gritar.
Simultáneamente, rayos anaranjados tan abrasadores como el sol cayeron de las gruesas capas de nubarrones, danzaron a lo largo de los zarcillos terminados en puntas de hierro alzados hacia ellos y se desplomaron sobre los pozos en un chisporroteante estallido de rabia. Los rayos corrieron por las herramientas levantadas de los forjadores de Vagno, moviéndose más deprisa de lo que podía seguirlos la vista y empujando las pértigas hacia atrás a pesar de que los hombres las sujetaban con toda la fuerza de sus robustos brazos.
La cuadrilla gritó como un solo hombre y adelantó las pértigas para empujar con ellas, y los haces convergieron sobre el pozo.
Vagno rió alegremente y tiró al suelo el pábilo encendido, que ya no era necesario.
— ¡Es un fuego celestial! —gritó—. ¡El mejor que puede haber!
La conflagración allí donde habían caído los rayos era intensa. El acelerador del aro difundió la ignición en menos de un segundo, y todo el montón de gránulos y combustible alzó su llamarada sobre la negrura humeante. En cuestión de segundos, la pira lanzó llamas al cielo hasta una altura de al menos cuarenta metros, iluminando la parte inferior del dosel y todas las criaturas y seres-máquina que correteaban por él. Todo el dosel pareció cobrar vida en una repentina erupción de movimiento.
Anakin se sentía como si estuviera dentro de una colonia gigante de myrrmns.
Y de pronto percibió las voces de las semillas. «'Tienen miedo. El calor las está cociendo. Sus caparazones se están friendo.»
La mayor parte del calor se elevaba en ondulantes cortinas de aire, pero conforme el combustible ardía y las ascuas se iban aposentando, las semillas iban siendo cocidas como caparazones de azúcar metidos en la hoguera de un campamento.
Perversamente, Anakin se estremeció como si tuviera mucho frío.
Obi-Wan le rodeó los hombros con un brazo. Anakin vio que el rostro de su maestro estaba perlado de sudor. Él también podía sentir las semillas en el fuego.
— ¿Ocurre algo?—preguntó Vagno, el rostro reluciente chorreando sudor bajo la claridad amarilla del luego como si formara parle de las llamas, un ascua perdida a la que se hubiera dado forma humana que fue hacia ellos para mirarlos fijamente.
—Estamos bien —dijo Obi-Wan.
Pero Anakin no se sentía nada bien. Quería hacerse un ovillo y esconderse, o echar a correr, pero sabía que las semillas ya no tenían patas ni manera alguna de escapar, aun suponiendo que quisieran hacerlo.
—Nunca he perdido a un cliente. No temáis, no temáis —dijo Vagno.
Las semillas estaban muy asustadas, pero no se movían bajo su carga de ascuas y llama. Aquello era valor, y también la conciencia del azar o el destino.
Las semillas eran mucho menos inteligentes que un humano —en realidad no pensaban por sí mismas—, pero cada una contenía el potencial de la consciencia y la inteligencia. El fuego estaba haciendo que esa consciencia saliera de las profundidades en las que había permanecido escondida.
«Esto también te ocurrirá a ti.»
Anakin dio un respingo. No estaba soñando.
«Este es tu destino, tu futuro.»
Obi-Wan no había dicho nada. Anakin sabía de dónde procedía la voz y a quién pertenecía, pero no podía creer lo que sabía.
«Habrá calor y muerte y resurrección. Una semilla despertará. ¿Arderá o brillará? ¿Pensará y creará, o se dejará gobernar por el miedo y la destrucción?»
Y la voz se calló.
El brazo de Obi-Wan se tensó sobre los hombros de Anakin, como si quisiera proteger al muchacho.
—La ola no es lo que esperábamos —dijo.
Anakin clavo los ojos en las llamas, su yo interior súbitamente tranquilo. Las semillas estaban cambiando. Ya no tenían miedo.
— ¡Estallarán como bombas! ¡Atrás, atrás!
Vagno empujó a Obi-Wan y Anakin hacia atrás en el mismo instante en que la primera explosión lanzaba una nube de ascuas al aire. Las chispas llovieron a su alrededor, abriendo pequeños agujeros en sus túnicas.
Por un momento Anakin pareció un demonio, con sus cabellos desprendiendo hilillos de humo. Obi-Wan apagó los pequeños incendios con rápidos pero suaves manotazos.
Una, dos, tres... De pronto hubo muchas explosiones, demasiadas para que pudieran ser contadas. Pero Anakin sabía que todas las semillas habían sobrevivido, y que todas habían sido despertadas por las llamas.
— ¡Va a ser una nave fabulosa! —se entusiasmó mientras se daba palmadas en las rodillas—. ¡Va a ser la nave más grande jamás hecha!
—Todavía no —dijo Vagno con una hosca sonrisa—. Ahora tienen que ser recogidas, templadas y moldeadas. ¡Les enseñaremos los secretos de los mundos exteriores! Venid. Vamos a remover las cenizas. —Los hizo retroceder con las manos hasta detenerlos junto a un carápodo vacío—. ¡Y no os acerquéis! Algunas de las semillas estallan dos veces.
O
bi-Wan se sentía mareado y un poco enfermo. Nunca había experimentado una alteración tan extraña en su conciencia de la Fuerza viva. El hecho de que la alteración estaba centrada en Anakin no podía ser más evidente, pero algo en el lugar donde se encontraban —en el mismo planeta— había dotado al efecto de una intensidad y una nitidez especiales.
Casi podía convencerse a sí mismo de que si Mace Windu, Yoda o cualquier otro Maestro Jedi hubieran estado en Zonama Sekot, la alteración —la forma de aquella extraña ola del destino— también los habría sorprendido.
Y aquellas circunstancias sin precedentes tal vez explicaran su repetida percepción de la presencia de Qui-Gon.
Obi-Wan había visto cómo su maestro era empalado por el zumbante resplandor de la espada de luz de Darth Maul, y entonces la Fuerza no había sido amable o considerada. El cuerpo de Qui-Gon no se había esfumado: había mostrado la verdad de la muerte, del brusco corte de todas las conexiones con la carne.
Y así era como debía ser. La Fuerza tenía una forma, y la muerte era una parte inevitable de esa forma. Obi-Wan quizá aún no había madurado lo suficiente para renunciar a todo sentimiento y todo amor hacia su maestro y decirle adiós para siempre.
Vagno y su cuadrilla estaban removiendo las cenizas del perímetro del pozo. El aro dependiente de extremidades y herramientas descendió un poco más con el lento apagarse de las llamas, y una especie de gruesas palas de remo ennegrecidas bajaron para ayudarlos a mezclar las ascuas. Remolinos de humo y ceniza giraban en la oscuridad elevándose hasta muy arriba, y los puntitos rojos de las ascuas parpadeaban como ojos de fieras.
En otro lugar por debajo del enorme dosel, en el valle-factoría, nuevos fuegos aparecieron de repente. A kilómetros de distancia y medio escondido por las pequeñas elevaciones del terreno, Obi-Wan pudo ver que el mismo dosel resplandecía con el fuego de fraguas mucho más grandes que las suyas. Nuevas semillas estaban siendo forjadas, demasiadas para satisfacer a unos cuantos clientes llegados de otros planetas. El valle estaba lleno de fraguas como aquéllas, docenas, incluso centenares de ellas.
«Los grandes están siendo hechos ahora ante nuestros mismos ojos», pensó Obi-Wan.
Vagno se puso unas botas más gruesas que protegió con unas fundas a prueba de fuego y saltó al pozo. Lanzó al aire nubes de cenizas calientes y rió mientras seguía buscando hasta encontrar algo de gran tamaño, quizá unas veinte veces más grande que una semilla. Cambió su herramienta por una pala de hoja plana que hundió en la ceniza, sacando de ella un gran disco plano curiosamente ribeteado, inmóvil, gris y tiznado. Vagno limpió una parte de la ceniza y su mano reveló un palmo de superficie de un blanco perlino. Su cuadrilla cogió el disco por el ribete y, manejándolo sin ningún miramiento, lo lanzó a la espalda de un carápodo. Vagno investigó, descubrió y volvió a reír, sacó otro disco, y una vez más la cuadrilla lo cogió y lo cargó.
Anakin miró a Obi-Wan con los ojos iluminados por la alegría. Las quince semillas habían sido forjadas, y hasta la última de ellas había sobrevivido. Cada una había estallado en el calor, extendiéndose hacia fuera para formar los discos ribeteados que estaban siendo cargados en el carápodo que esperaba detrás de ellos.
Y de pronto el muchacho puso cara de horror.
—No las siento —dijo—. ¿Todavía están vivas?
Obi-Wan no pudo responder a esa pregunta. La experiencia que acababa de vivir era tan intensa que casi se le había subido a la cabeza. Se sentía como un muchacho, perdido en el shock, el asombro y un irritante cosquilleo de miedo.
«¡Por fin conoces el espíritu de la aventura!»
Obi-Wan cerró los ojos, como intentando rechazar la voz. Echaba intensamente de menos a su maestro, pero no permitiría que una fantasía descabellada ensuciara el recuerdo de Qui-Gon.
—La aventura... —dijo Anakin. El muchacho cabalgaba sobre el carápodo junto a Obi-Wan. Vagno los estaba conduciendo a través del valle, guiándolos en una serie de rodeos alrededor de algunos enormes pilares esculpidos por el río hacia una hendidura más estrecha y oscura que había en el lado sur—. ¿La aventura es lo mismo que el peligro?
—Sí —dijo Obi-Wan, en un tono un poco demasiado seco—. La aventura es la falta de planificación, el fracaso del adiestramiento.
—Qui-Gon no pensaba lo mismo. El decía que la aventura es crecimiento y desarrollo, y que la sorpresa es el don de ser consciente de los límites.
Por un instante, Obi-Wan sintió un fugaz deseo de cruzarle la cara al muchacho en castigo a su blasfemia. Eso habría sido el fin de su relación como maestro y aprendiz. Obi-Wan quería que esa relación terminara. No deseaba la responsabilidad y, a decir verdad, no quería estar cerca de alguien tan sensible, tan capaz de hacerse eco inocentemente de cuanto se ocultaba en lo más profundo de su ser.
En una ocasión Qui-Gon le había dicho esas mismas cosas, pero Obi-Wan las había olvidado.
Anakin clavó los ojos en su maestro.
— ¿Lo oyes? —preguntó.
Obi-Wan meneó la cabeza.
—No es Qui-Gon —dijo secamente.
—Sí que lo es —dijo Anakin.
—Los maestros no regresan de la muerte.
— ¿Estás seguro? —preguntó Anakin.