Después de la última actuación de su corta temporada me armé de valor y fui hasta la entrada de los artistas, con la intención de abordar al señor Anderson cuando abandonara el teatro. En cambio, hacía menos de un minuto que estaba fuera, de pie, cuando el portero salió de su cubículo y se acercó a mí, con la cabeza ligeramente hacia un lado y mirándome con curiosidad.
—Disculpe, caballero —me dijo—. El señor Anderson ha dejado instrucciones de invitarlo a su camerino si usted llegara a aparecer por esta entrada.
¡Huelga decir que me quedé pasmado!
—¿Está seguro de que se refería a mí? —pregunté.
—Sí, señor. Estoy seguro.
Aún perplejo, pero totalmente encantado y entusiasmado, seguí las direcciones del portero a través de todos los estrechos pasadizos y escaleras, y pronto encontré el camerino de la estrella. Dentro…
Dentro, se sucedió una corta y emocionante entrevista con el señor Anderson. Me siento reacio a describirla aquí en detalle, en parte porque fue hace tanto tiempo e, inevitablemente, me he olvidado de los detalles, pero también en parte porque no fue hace tanto tiempo que dejé de sentir vergüenza de mis efusiones juveniles. Mi semana en la primera fila de sus actuaciones me había convencido de que era un ilusionista brillante, un buen presentador y admirable orador, e impecable en la ejecución de sus trucos. Me había quedado boquiabierto al conocerlo, pero cuando volví a mover los labios salió efusivamente de mí un torrente de elogios y entusiasmo.
Sin embargo, a pesar de todo esto, surgieron dos temas que son de interés.
El primero fue su explicación de por qué nunca me había escogido de entre el público. Me dijo que había estado a punto de hacerlo en la primera función, porque había sido el primero en ponerme de pie, pero algo le había hecho cambiar de opinión. Luego dijo que cuando me vio en las siguientes actuaciones se dio cuenta de que yo debía de ser un colega mago (¡cómo saltó de alegría mi corazón ante tal reconocimiento!), y por lo tanto se resistía a invitarme a tomar parte. Él no sabía, ni podía estar seguro, si yo tenía motivos ocultos. Muchos magos, en particular los más jóvenes, son capaces de intentar robar ideas a sus colegas mejor consolidados, y por lo tanto entendí la precaución del señor Anderson. Aun así, se disculpó por haber desconfiado de mí.
El otro tema surgió de éste; se había dado cuenta de que yo estaba comenzando mi carrera. Pensando en esto me escribió una breve carta de presentación, para presentarla en la Sala St. George en Londres, donde podría conocer al señor Nevil Maskelyne en persona.
Fue entonces cuando me invadió la excitación; me resulta demasiado doloroso recordar mis efusiones juveniles.
Alrededor de seis meses después de mi emocionante encuentro con el señor Anderson, me acerqué por fin al señor Maskelyne en Londres, y a partir de entonces comenzó mi carrera de mago profesional. Ésta, en líneas generales, es la historia de cómo conocí al señor Anderson y, a través de él, al señor Maskelyne. No es mi intención darle vueltas a estos u otros pasos que seguí al ir perfeccionando mi arte hasta crear un exitoso espectáculo escénico, excepto cuando infuyan en el punto principal de este relato. Hubo un largo período durante el cual iba aprendiendo mi oficio mientras lo representaba en el escenario, y la gran mayoría de las veces los resultados eran decepcionantes. Esa época de mi vida no me resulta demasiado interesante.
Sin embargo, hay algo importante en la cuestión particular de mi encuentro con el señor Anderson. Él y el señor Maskelyne fueron los únicos dos magos importantes que conocí antes de que mi Pacto adoptara su forma actual, y por lo tanto son los dos únicos colegas ilusionistas que conocen el secreto de mi actuación. Lamento decir que el señor Anderson está muerto, pero la familia Maskelyne, incluyendo al señor Nevil Maskelyne, todavía está activa en el mundo de la magia. Sé que puedo confiar en su silencio; de hecho,
tengo
que confiar en ellos. No estoy dispuesto a culpar al señor Maskelyne de que mis secretos hayan estado algunas veces a punto de divulgarse.
No, ciertamente, puesto que sé bien quién es el culpable.
Volveré ahora a referirme a lo esencial de este relato, que era mi intención antes de interrumpir.
Se cuenta que hace algunos años un mago (creo que fue el señor David Devant) había dicho: «Los magos protegen sus secretos, no porque éstos sean tan grandes e importantes, sino porque son muy pequeños y triviales. Los maravillosos efectos creados en el escenario son generalmente el resultado de un secreto tan absurdo, que al mago le daría vergüenza admitir que así fue como se hizo».
Ahí, en pocas palabras, reside la paradoja del mago de escenario.
El hecho de que un truco se «estropea» si se revela su secreto es ampliamente conocido, no sólo por los magos, sino por el público al que entretienen. Mucha gente disfruta de la sensación de misterio creada por el espectáculo, y no quieren arruinarla, sin importar lo curiosos que estén por saber lo que parecen haber testimoniado.
El mago, naturalmente, desea preservar sus secretos, para poder seguir ganándose la vida con ellos, y esto es ampliamente reconocido. Sin embargo, se convierte en víctima de sus propios secretos. A medida que un truco forma parte de su repertorio, y lo representa exitosamente con mayor frecuencia, aumentando así el número de personas que han sido engañadas, entonces considerará más esencial si cabe preservar su secreto.
El efecto se agranda. Es visto por muchos públicos que otros magos lo copian o lo adaptan; el propio mago dejara que evolucione y que su número cambie a lo largo de los años, de forma que su secreto parezca más elaborado o más imposible de explicar.
El secreto permanece a través de todo esto. También permanece pequeño y trivial, y mientras crece el efecto, la trivialidad se vuelve más amenazadora para su reputación. El secreto se convierte en una obsesión.
Por lo tanto, pasemos a lo que realmente nos incumbe.
He pasado toda mi vida cuidando mi secreto, aparentando cojear (estoy aludiendo a Ching Ling Foo, no, por supuesto, escribiendo literalmente). Ahora tengo cierta edad y, francamente, un merecido bienestar, hasta el punto de que actuar sobre el escenario ha perdido su dorado encanto. ¿He de cojear figurativamente, entonces, por el resto de mi vida natural para preservar un secreto que unos pocos saben que existe, y que incluso a menos les interesa? Pienso que no, así que me he propuesto finalmente cambiar el hábito de toda una vida y escribir sobre «El nuevo hombre transportado». Éste es el nombre del truco que me ha hecho famoso, descrito por muchos como la mejor pieza de magia que se haya representado nunca sobre un escenario internacional.
Tengo intención de escribir, en primer lugar: una breve descripción de lo que ve el público.
Y luego, en segundo lugar: ¡una Revelación del Secreto que hay detrás!
Tal es el propósito de este relato. Ahora pongo mi lapicero a un lado, como hemos convenido. Me he abstenido de escribir en este libro durante tres semanas. No necesito decir por qué; no necesito que me digan por qué. El secreto de «El nuevo hombre transportado» no puedo revelarlo solamente yo, y eso es todo. ¿Qué locura me infecta?
El secreto me ha sido muy útil durante muchos años, y ha resistido numerosos ataques indiscretos. He pasado gran parte de mi vida protegiéndolo. ¿No es ésta razón suficiente para el Pacto?
Sin embargo, ahora digo que todos esos secretos son triviales. ¡Triviales! ¿He dedicado mi vida a un secreto
trivial
?
Las primeras dos de mis tres semanas silenciosas transcurrieron mientras reflexionaba sobre esta idea indignante acerca del trabajo de mi vida.
Este libro, diario, narración —¿cómo debería llamarlo?— es en sí mismo producto de mi Pacto, como ya he dejado claro. ¿He pensado acaso en todas las ramificaciones que esto puede tener?
Según el Pacto, si alguna vez hago una declaración, incluso algo desacertado o dicho en un momento de descuido, siempre asumo la responsabilidad, ya que es como si yo mismo hubiera dicho tales palabras; tal como lo hago cuando se intercambian los roles, o al menos es lo que siempre he asumido. Esta unidad de propósito, de acción, de palabras, es esencial para el Pacto.
Es por eso que no insisto en volver atrás y borrar las líneas anteriores, en las que me he comprometido a revelar mi secreto. (Por la misma razón no podré borrar más adelante las líneas que estoy escribiendo ahora).
Sin embargo, es imposible revelar mi secreto, y ni siquiera se volverá a considerar.
Debo cojear un tiempo más.
¡Estoy ignorando el hecho de que Rupert Angier todavía vive! Es cierto que a veces trato de apartarlo de mi mente, cubriendo intencionalmente de velos de olvido su persona y sus acciones, pero el desgraciado sigue respirando. Mientras él siga vivo, mi secreto está en peligro.
Me han dicho que aún representa su versión de «El nuevo hombre transportado», y que durante su ejecución continúa haciendo ese ofensivo comentario bajo las luces, de que lo que el público está a punto de ver «se ha copiado varias veces pero nunca se ha mejorado». Estos informes me amargan, y más otros informes de personas que están bien al tanto de todo esto. Angier ha dado con un nuevo método de transportación, y se dice que funciona en el escenario. Su imperdonable fallo, sin embargo, radica en que su efecto es lento. Por mucho que diga, ¡aún no puede hacer el truco tan rápido como yo! ¡Cómo debe anhelar descubrir mi verdad!
El Pacto debe permanecer como está. ¡Nada de revelaciones!
Puesto que he introducido a Angier en la historia, describiré el primer problema que esto me causó, y proporcionaré un informe detallado de cómo comenzó nuestra disputa. Pronto se verá que fui yo quien dio pie al enfrentamiento, y no me ando con rodeos acerca de esta responsabilidad.
Sin embargo, si tomé el mal camino fue por adherirme a lo que yo creía eran los principios más elevados, y cuando me di cuenta de lo que había hecho, intenté repararlo. Así fue como todo comenzó.
En los márgenes de la magia profesional, hay unos cuantos individuos que ven la prestidigitación como una manera fácil de engañar a los crédulos y a los ricos. Usan los mismos mecanismos y artefactos de magia que los magos legítimos, pero fingen que sus efectos son «reales».
Es obvio que esto es apenas una sombra del artificio que crea el mago profesional, el cual interpreta el papel de hechicero. Esa sombra de diferencia es crucial.
Por ejemplo, a veces abro mi espectáculo con un truco llamado «Los eslabones chinos». Empiezo por tomar posición en el centro de un escenario iluminado, sosteniendo los aros con aire despreocupado, sin decir lo que estoy a punto de hacer con ellos. El público ve (o cree que ve, o se permite creer que ve) diez grandes aros separados hechos de un metal brillante. Los aros se enseñan a unos pocos miembros del público a los que se les permite inspeccionarlos, y descubrir, en representación de todos los presentes, que los aros son sólidos, sin junturas, sin aberturas. Luego recupero los aros, y para sorpresa de todos, inmediatamente los uno formando una cadena, sosteniéndola en alto para que todos la vean. Junto y separo los aros con la mano de uno de los espectadores sobre el preciso lugar donde se produce la unión o la separación. Uno algunos aros para crear figuras o formas, luego los separo con la misma rapidez, pasándolos informalmente alrededor de uno de mis brazos o del cuello. Al finalizar el truco se me ve (o cree vérseme, etcétera) sosteniendo, una vez más, diez sólidos aros separados.
¿Cómo se hace? La verdadera respuesta es que para realizar dicho truco son necesarios muchos años de práctica. Hay un secreto, por supuesto, y debido a que «Los eslabones chinos» es todavía un truco popular, ampliamente representado, no puedo revelar cuál es, sin más ni más. Es un truco, una ilusión, que debe juzgarse no por su aparentemente milagroso secreto, sino por la habilidad, el don y la teatralidad con que se realiza.
Ahora, piensen en otro mago. Realiza el mismo truco, usando el mismo secreto, pero dice abiertamente que está uniendo y separando los aros con magia. ¿Acaso no será su actuación juzgada de otra manera? No parecerá diestro, sino místico y poderoso. No sería un mero artista, sino alguien que trabaja con milagros y desafía las leyes naturales.
Si yo, o cualquier otro mago profesional, estuviera allí, me vería obligado a decirle al público:
—¡Eso es sólo un truco! Los aros no son lo que parecen. No han visto lo que creen haber visto.
A lo que el que trabaja con milagros responderá (falsamente):
—Lo que acabo de mostrarle al público es producto de lo sobrenatural. Si sostienes que es sólo un truco de magia, entonces explica a todos cómo se hace.
Y no habría respuesta. No podría revelar el funcionamiento de un truco, ya que estoy comprometido por el honor profesional. Por lo tanto, el milagro parecerá seguir siendo un milagro.
Cuando comencé a actuar estaban de moda los efectos con espíritus, o el «espiritismo». Algunas de estas manifestaciones se representaban abiertamente en el escenario teatral; otras tenían lugar más secretamente en estudios o casas particulares. Todas tenían características en común. Presuntamente, daban esperanzas a las personas que habían sufrido la muerte de alguien recientemente, o a los ancianos, haciéndoles creer que había vida después de la muerte. Mucho dinero pasó de una mano a otra en persecución de esta promesa.
Desde el punto de vista de un mago profesional, el espiritismo tenía dos características significativas. Primero, se utilizaban técnicas de magia estándares. Segundo, los perpetradores invariablemente decían que los efectos eran sobrenaturales. En otras palabras, se hacían afirmaciones falsas sobre «poderes» milagrosos.
Esto fue lo que me irritó. Todos los trucos son fácilmente reproducidos por cualquier ilusionista de escenario que merezca ese nombre, así que es irritante, como mínimo, oírles decir que se trata de un fenómeno paranormal, cuya manifestación por lo tanto «prueba» que hay un más allá, que los espíritus pueden mantener una conversación y que los muertos pueden hablar. Es una mentira, pero muy difícil de probar.
Llegué a Londres en 1874. Bajo la tutela de John Henry Anderson y el patrocinio de Nevil Maskelyne, empecé tratando de conseguir trabajo en los teatros comunes y en los de variedades que encontraba por toda la gran capital. En esa época había demanda de magia escénica, pero en Londres abundaban los magos inteligentes y no era fácil entrar en el círculo. Me las arreglé para conseguir un modesto lugar en ese mundo, encontrando el trabajo que podía, y a pesar de que mi magia era siempre bien recibida, mi ascenso al estrellato fue lento. Aún pasaría mucho tiempo antes de la creación de «El nuevo hombre transportado», aunque para ser totalmente franco, ya había comenzado a planear este gran truco incluso cuando me preocupaba, entre martillazo y martillazo, en el almacén de mi padre en Hastings.