El primer hombre de Roma (107 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: El primer hombre de Roma
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Cayo Mario se hartó de reír y luego se dispuso a tratar el asunto de los germanos.

 

Doscientos cincuenta mil teutones cruzaron el río Druentia al este de su punto de confluencia con el Rhodanus, y comenzaron a descender hacia la fortaleza romana. La heterogénea columna ocupaba varias millas en su marcha con los guerreros en los flancos y en vanguardia en número de ciento treinta mil; la serpenteante cola la constituía una ingente masa de carros, ganado y caballos al cuidado de las mujeres y los niños. Había pocos viejos, y menos aun mujeres viejas. En vanguardia de los guerreros iba la tribu de los ambrones, feroces, altivos y valientes. En retaguardia, a veinticinco millas, quedaba el último grupo de carros y animales.

Los exploradores germanos habían avistado la ciudadela romana, pero el rey Teutobodo avanzaba seguro de sí mismo. Llegarían a Massilia a pesar de los romanos, porque en Massilia, la mayor ciudad de que ellos habían oído hablar después de Roma, encontrarían mujeres, esclavos, comida y lujos. Después de darse el placer de saquearla e incendiarla, torcerían hacia el este, siguiendo la costa de Italia, porque, aunque Teutobodo sabía que la Via Domitia en el tramo del paso del monte Genava estaba en inmejorables condiciones, seguía creyendo que por la ruta costera llegaría antes a Italia.

La cosecha estaba aún en los campos y fue hollada por el paso de la horda; nadie pensó, ni siquiera Teutobodo, en que con un poco de cuidado se podía haber salvado el grano, almacenándolo para el invierno. Los carros iban llenos de provisiones saqueadas durante el viaje, y las cosechas pisoteadas podían aprovecharse para el ganado bovino y caballar. Para los germanos, las cosechas eran simple forraje.

Cuando los ambrones alcanzaron el pie del montículo en que se alzaba la fortaleza romana, no sucedió nada. Mario no se movió, ni los germanos decidieron asaltarla. Pero representaba una barrera psicológica; por ello, los ambrones se detuvieron y el resto de los guerreros se apiñaron detrás hasta que la colina quedó rodeada de germanos cual hormigas y llegó el propio Teutobodo. Primero trataron de incitar al ejército romano con rechiflas, abucheos, insultos y haciendo desfilar a unos cautivos a los que habían sometido a tortura. Pero ni un solo romano les respondió ni salió a su encuentro. Luego, la horda efectuó un asalto masivo frontal, que se deshizo sin consecuencias contra las magníficas fortificaciones del campamento de Mario. Los romanos lanzaron unos cuantos venablos sobre blancos fáciles, y nada más.

Teutobodo se encogió de hombros. ¡Que los romanos se quedaran allí! No importaba mucho. Y así, la horda germana anegó la colina como un espumoso océano en torno a un escollo y se alejó en dirección sur, con sus miles de carros traqueteando durante siete días como una estela, mientras mujeres y niños alzaban, a su paso, la vista hacia aquella ciudadela aparentemente muerta y proseguían la marcha hacia Massilia.

Pero, apenas el último carro se había perdido en el horizonte, Mario avanzó con sus seis legiones reforzadas y lo hizo a paso ligero. Tranquila, disciplinada y animada por la perspectiva de la ansiada batalla, la colunma romana, sin ser detectada, se adelantó por el flanco a los germanos en el momento en que éstos entraban a empellones por la carretera de Arelato a Aquae Sextiae, desde donde Teutobodo pensaba dirigir a sus guerreros hacia el mar. Al cruzar el río Ars, Mario adoptó un despliegue perfecto en la orilla sur sobre una cresta abrupta y en pendiente, rodeada de suaves colinas y allí se atrincheró, dominando el río.

La vanguardia, compuesta por treinta mil guerreros ambrones, llegó al vado, esperando hallar una fortaleza romana rebosante de cascos emplumados y lanzas; pero vieron que era un campamento corriente, fácil presa. Sin esperar refuerzos, los ambrones cruzaron el riachuelo al galope y se lanzaron al ataque.

Los legionarios romanos se limitaron a rebasar la valla del perímetro frontal y descender cuesta abajo para hacer frente a una horda de bárbaros indisciplinados. Primero les arrojaron los pila con efectos devastadores; luego desenvainaron las espadas, se protegieron con los escudos y se enzarzaron en una batalla sincronizada como los elementos de una gigantesca máquina. Apenas quedó un ambrón vivo que volviera a cruzar el vado, y sobre la pendiente quedaron los cadáveres de treinta mil bárbaros. Mario apenas sufrió bajas.

El combate duró menos de media hora, y al cabo de una hora los cadáveres de los ambrones quedaron apilados formando una barrera —espadas, torcas, escudos, brazaletes, pectorales y cascos fueron recogidos en el campamento romano— frente al vado: el primer obstáculo que la siguiente oleada de bárbaros tendría que superar sería aquella muralla de sus propios muertos.

Ahora, la orilla opuesta del Ars era un hervidero de teutones, que miraban aturdidos y furiosos aquel muro de cadáveres de ambrones y el campamento romano en las alturas, bullente de miles de soldados riendo, silbando, cantando y regocijándose en la euforia del triunfo. Era la primera vez que un ejército romano mataba tan gran número de enemigos.

Desde luego no era más que una operación preliminar, y la batalla principal estaba por librar. Pero llegaría, eso por supuesto. Para completar su plan, Mario eligió tres mil soldados de sus mejores tropas y, al mando de Manio Aquilio, los envió aquella tarde aguas abajo para cruzar el río; allí esperarían hasta que se produjera el enfrentamiento general, para caer sobre la retaguardia germana cuando el combate estuviera en su punto culminante.

Aquella noche no durmió casi ningún legionario, dada la ansiedad que todos sentían. Pero cuando al día siguiente no se vio ninguna maniobra de ataque por parte de los germanos, a nadie le importó el cansancio. Preocupaba aquella inactividad de los bárbaros a Mario, que no quería retrasar la acción porque los germanos decidieran no atacar. Necesitaba una victoria decisiva y estaba dispuesto a lograrla. En la orilla opuesta, los incontables miles de teutones habían acampado sin apenas fortificación, mientras que Teutobodo —tan enorme sobre su caballo galo que sus pies casi rozaban el suelo— exploraba el vado acompañado de una docena de notables. Todo el día estuvo moviéndose de arriba abajo en su pobre corcel, con sus dos trenzas rubias sobre el pectoral y las alas doradas del casco brillantes bajo el sol. Incluso desde tan lejos se advertían la angustia y la indecisión en su rostro afeitado.

A la mañana siguiente, el día amaneció tan límpido como los anteriores, prometiendo un calor que no tardaría en pudrir la masa de cadáveres ambrones; Mario no pensaba permanecer allí para que la peste se convirtiese en factor más temible que el enemigo.

—Bien —dijo a Quinto Sertorio—, vamos a arriesgarnos. Si no atacan, yo provocaré el combate saliendo a por ellos. Perderemos la ventaja de un asalto cuesta arriba, pero, a pesar de ello, aquí, nuestras posibilidades son mejores que en ningún otro lugar, y Manio Aquilio está bien situado. Haz sonar los clarines, forma a las tropas, que voy a arengarlas.

Era el procedimiento habitual; ningún ejército romano entraba en combate sin una arenga previa. En primer lugar, todos tenían ocasión de ver al general en uniforme de combate, servía de inyección moral y, por último, era la única oportunidad para que éste informase hasta el último legionario de cómo pensaba obtener la victoria. La batalla nunca se desarrollaba estrictamente conforme a un plan determinado —eso lo sabían todos—, pero la arenga del general daba a los soldados una idea sobre lo que se esperaba de ellos, y si reinaba mayor desorden del previsto, éstos podían pensar por sí mismos. Muchos ejércitos romanos habían ganado batallas gracias a que los soldados sabían lo que el general quería que hicieran, llevándolo a cabo sin que intervinieran las órdenes de los tribunos.

La derrota de los ambrones había servido de tónico y las legiones, decididas a vencer, estaban en perfecto estado físico hasta el último hombre, con armas y corazas relucientes y el equipo impoluto. Reunidas en el espacio abierto que denominaban foro de asamblea, las filas aguardaban en formación a que Cayo Mario les dirigiera la palabra.

—¡Bueno, cunni, ha llegado el día! —grító Mario desde la improvisada tribuna—. ¡La lástima es que, como valemos tanto, ahora no quieren combatir! ¡Así que vamos a volverlos más locos que si se enfrentaran a legiones de dientes de dragón! ¡Vamos a cruzar nuestra valla, avanzar cuesta abajo, y luego a tumbar cadáveres a diestro y siniestro! ¡Vamos a pisarlos, escupirlos y mearles los muertos si es preciso! ¡Y tenedlo bien claro: van a cruzar el vado en mayor número de miles de los que vosotros, ignorantes mentulae, sois capaces de contar con los dedos! ¡Y no tenemos la ventaja de estar sentados aquí como gallos en una cerca; vamos a tener que hacerles frente cara a cara! ¡Y eso quiere decir que hay que alzar la vista porque son más altos que nosotros! ¡Son gigantes! ¿Acaso nos importa eso, eh?

—¡No! —gritaron todos como un solo hombre—. ¡No, no, no!

—¡No! —repitió Mario—. ¿Y por qué? ¡Porque somos las legiones de Roma! ¡Seguimos a las águilas de plata hasta la muerte o la victoria! ¡Los romanos son los mejores soldados del mundo! ¡Y vosotros, soldados proletarios de Cayo Mario, los mejores que ha habido en Roma!

Los vítores no cesaban, la tropa, histérica de orgullo, llorando, se aprestaba con todas sus fibras sensibles para el combate.

—¡Pues bien! ¡Vamos a cruzar la valla y a sudar lo nuestro! ¡No hay otro modo de ganar esta guerra más que haciendo que no quede en pie uno solo de esos salvajes de ojos de loco! ¡Luchando! ¡Aguantando hasta que no quede en pie ni uno de esos gigantes salvajes! —Se volvió hacia los seis envueltos en pieles de león, con las fauces de la fiera cubriéndoles el casco y las patas sin garras anudadas sobre el pecho teñido por la cota de malla, que escuchaban la arenga sosteniendo las astas de plata de los estandartes, coronados por águilas de plata con las alas desplegadas—. ¡Aquí tenéis vuestras águilas de plata! ¡Emblema del valor! ¡Emblema de Roma! ¡Emblemas de mis legiones! ¡Seguid a las águilas por la gloria de Roma!

Ni siquiera en medio de aquella exaltación se quebraba la disciplina; en perfecto orden y sin precipitarse, las seis legiones de Mario salieron del campamento y descendieron la pendiente, girando para protegerse los flancos, dado que no había espacio para la caballería. Ante los germanos presentaron una formación en forma de hoz y a la primera demostración de desprecio por los cadáveres de los ambrones, el rey Teutobodo se decidió y ordenó cruzar el vado para lanzarse contra las filas romanas, que ni se inmutaron. La primera fila de ataque germano cayó bajo una lluvia de pila lanzados con sorprendente acierto, ya que las tropas de Mario habían estado entrenándose a diario durante dos años.

La batalla fue larga y reñida, pero las líneas romanas no se rompieron ni las seis águilas de plata portadas por los aquiliferi cayeron en poder del enemigo. Los germanos muertos se apilaban cada vez más junto a los de los ambrones, pero no cesaban de cruzar el vado más germanos que sustituían a los caídos. Hasta que Manio Aquilio y sus tres mil hombres cayeron sobre la retaguardia enemiga e hicieron una carnicería.

A media tarde ya no había teutones. Animados por la tradición militar y la gloria de Roma y dirigidos por un soberbio general, los treinta y siete mil soldados bien entrenados y bien equipados escribieron una página de historia militar en Aquae Sextiae derrotando a más de cien mil guerreros germanos en dos combates. Ochenta mil cadáveres se unieron a los treinta mil de ambrones en las orillas del río Ars, pues muy pocos teutones optaron por conservar la vida, prefiriendo morir sin mella de su orgullo y de su honor. Entre los caídos estaba Teutobodo. Y los vencedores se hicieron con el botín de muchos miles de mujeres y niños teutones y diecisiete mil guerreros cautivos. Cuando los mercaderes de esclavos llegaron en tropel de Massilia para comprarlos, Mario donó las ganancias a sus soldados y oficiales, pese a que, por tradición, el producto de la venta de los prisioneros y esclavos correspondía exclusivamente al general.

—Yo no necesito ese dinero, y ellos se lo han ganado —dijo—. Ya veo —añadió sonriente, recordando la exorbitante suma que los de Massilia habían cobrado a Marco Aurelio Cota por el flete del barco para llevar a Roma la noticia del desastre de Arausio— que las autoridades de Massilia nos han enviado un saludo de agradecimiento por haber salvado su ciudad. Creo que les pasaré factura.

Entregó a Manio Aquilio el informe para el Senado y le envió a Roma al galope.

—Lleva la noticia y te presentas a las elecciones consulares —dijo—. ¡No pierdas tiempo!

Manio Aquilio no perdió tiempo. Llegaba a Roma al cabo de siete días, y entregó la carta al segundo cónsul Quinto Lutacio Catulo César para que la leyese ante el Senado, pues él se negó rotundamente a añadir una palabra.

 

Yo, Cayo Mario, primer cónsul, en cumplimiento de mi deber, informo al Senado y al pueblo de Roma que hoy en el campo de Aquae Sextiae, en la provincia romana de la Galia Transalpina, las legiones bajo mi mando han derrotado a la nación de los teutones germanos. El número de germanos muertos asciende a ciento trece mil, los cautivos germanos son diecisiete mil hombres y ciento treinta mil mujeres y niños. Hemos capturado treinta y dos mil carros, cuarenta y un mil caballos, doscientas mil cabezas de ganado. He decretado que todo el botín, incluidos los prisioneros vendidos como esclavos, se reparta entre mis hombres en la debida proporción. ¡Viva Roma!

 

Toda Roma se volvió loca de alegría; las calles se llenaron de gente que lloraba, bailaba, gritaba, y se abrazaban unos a otros, desde los esclavos hasta los más encumbrados. Cayo Mario fue elegido cónsul in absentia para el año siguiente, y Manio Aquilio fue segundo cónsul. El Senado aprobó un homenaje de agradecimiento de tres días, y dos días más los tribunos de la plebe.

—Ya lo dijo Sila —comentó Catulo César a Metelo el Numídico cuando los ánimos se apaciguaron.

—¡Ajá, ya veo que no os complace ese Lucio Cornelio Sila! ¿Qué es lo que dijo?

—Dijo algo así como que el árbol más corpulento del mundo nadie puede cortarlo. Ese Cayo Mario tiene la suerte de su lado. Yo no pude convencer a mi ejército para que entrara en combate, y él derrota a todo un pueblo y apenas sufre bajas —respondió Catulo César, cabizbajo.

—Siempre ha tenido suerte —añadió Metelo el Numídico.

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