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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Aventuras

El principe de las mentiras (26 page)

BOOK: El principe de las mentiras
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Los demás sentidos de Gwydion empezaron a hacerse cargo de la sala. El bocado encajado en su mandíbula tenía un sabor amargo, abominable, como el del vino cuando empieza a avinagrarse. Podía sentir cada uno de los tornillos, cada remache de la armadura, como si siempre hubieran formado parte de su carne. Cada golpe del martillo del Hacedor de Maravillas había dejado una marca casi imperceptible en el metal, y por un momento Gwydion se entretuvo en estudiar cada melladura. Lo asaltaron otras visiones, otros sonidos y olores: el silbido de la capa de Jergal cuando el senescal flotaba hasta ponerse junto a Cyric; el calor de los fuegos que despedían los Hombres Incandescentes; el fétido y característico olor que despedía el Slith en sus vueltas y revueltas al pie de las murallas del castillo...

—Me ocuparé un poco de él para que se acostumbre a la forma en que amplifica el yelmo todo lo que ve y oye —dijo Gond. Arrojó una llave a uno de los gólems, que la cogió en el aire con sorprendente agilidad—. Entonces, ¿cuándo vas a querer que te haga los otros ocho?

—Ahora mismo —dijo Cyric—. Ya he elegido las sombras que van a alimentar el resto de las armaduras.

Gond frunció el entrecejo y hundió los dedos en los pelos como escarpias de su barba.

—Vaya. Tengo que concentrarme mucho para hacer que encajen bien, y tengo otros trabajos que hacer a mi regreso a Concordant.

—Necesito a esos inquisidores ya —afirmó Cyric con contundencia antes de volver a su trono—. Mystra me ha despojado de mi magia y hay un insidioso movimiento subversivo contra mí en mi iglesia de Zhentil Keep. En esa ciudad se encuentra el mayor número de mis seguidores. Si los pierdo, no tendré poder para controlar el Reino de los Muertos. —Con repentina furia descargó un puñetazo contra el trono—. ¿Sabes lo que sucedería si en este lugar surgiera una sublevación y yo no pudiera sofocarla?

Gond se encogió de hombros.

—No, y tampoco me importa mucho. Ya te lo dije, Cyric, siempre y cuando no se vuelva contra mis fieles. Fuera de eso... —Dio una palmadita a Gwydion en el hombro—. Sólo quiero que el mundo vea que el artificio puede superar a la magia siempre y cuando se cuente con el herrero adecuado y buenas materias primas.

—Nueve caballeros autómatas demostrarán mejor que uno solo lo que puede hacer tu arte —replicó Cyric, despojándose de su histriónico enfado como una serpiente muda su piel seca—. Vamos, Gond, sé razonable...

El dios de los Oficios puso los ojos en blanco.

—Viniendo de ti, eso resulta casi gracioso —replicó. Entonces alzó una manaza para parar la furia del dios de la Muerte—. Está bien. Te los haré ahora.

A una señal de Gond, los gólems se dirigieron con presteza a las ocho cajas que había en el otro extremo de la sala y empezaron a abrirlas con ruidosa eficacia. El Hacedor de Maravillas se volvió hacia Gwydion.

—Levanta el brazo izquierdo —ordenó bruscamente.

Por más que trató de resistirse, Gwydion sintió que su cuerpo obedecía la orden del dios. Gond observó el movimiento de la sombra con mirada experta, desplazándose alrededor de ella para ver mejor el funcionamiento de la armadura.

—Si es capaz de entender las órdenes habladas, pronto estará en condiciones de ponerse en marcha —anunció el Hacedor de Maravillas—. Puedes darle cuando quieras las instrucciones para su misión.

—Debes destruir a todos los herejes de Zhentil Keep —ordenó Cyric.

—Así no sirve —declaró Gond con aspecto distraído mientras reunía los instrumentos para la siguiente operación—. Ese tipo de órdenes no hace más que confundirlo.

—Dijiste que haría todo lo que yo quisiera —se quejó Cyric—. ¿Me vas a decir ahora que no puede?

«Creo que tienes que definir tus deseos con más precisión —intervino Jergal—. La sombra tiene que saber qué es lo que tú llamas un hereje».

Cyric se acercó a Gwydion.

—Entonces empezaremos por los traidores evidentes —anunció el Príncipe de las Mentiras—. Destruirás a todo el que hable contra mí o contra mi Iglesia dentro de las murallas de Zhentil Keep.

—Eso, eso está bien —declaró Gond, que andaba a vueltas con un remache flojo en la cadera de Gwydion—. Espero que se enfrente primero a un mago, a un mago realmente poderoso. Cualquier encantamiento que pueda formular un mortal resbalará por sus planchas como el agua de la lluvia por un tejado.

—¿Y la magia de un inmortal? —preguntó Cyric. Por primera vez parecía esperar con auténtico interés la explicación del Hacedor de Maravillas.

—No hay precedentes, pero la respuesta debería ser la misma.

El señor de los Muertos hizo una pausa y se frotó el puntiagudo mentón.

—Jergal, quiero que ataques al inquisidor. Trágate su brazo.

«Pero magnificentísimo señor, todo el trabajo...»

—No te preocupes, si lo dañas no me enfadaré contigo. —Cyric apuntó contra Gwydion un dedo amenazador—. Tú, limítate a aguantar. No te defiendas.

Jergal se lanzó contra el brazo tendido de Gwydion, engullendo el miembro en la oscuridad informe de su cuerpo. La capa del senescal pareció devorar el brazo por completo, hasta que un débil brillo apareció entre las tinieblas. Un gemido ahogado llenó la sala y Jergal se apartó del inquisidor. El guantelete y la manopla de oro relucieron desafiantes sin haber sufrido el menor daño.

—Impresionante —murmuró Cyric—. Cualquier sombra normal habría sido destruida por Jergal.

Desenvainó a
Godsbane
y golpeó fuertemente con ella contra la mano del inquisidor. Saltaron chispas y el chirrido de metal contra metal fue espantoso, pero cuando el señor de los Muertos retiró la espada corta, sólo había una levísima marca sobre el guantelete.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —bramó Gond—. No he construido esta armadura para que tú practiques esgrima con ella.

—Tenía que ver si era inmune a todo tipo de magia —murmuró Cyric. Se quedó mirando al inquisidor con una clara inquietud en sus ojos demoníacos.

—Eso fue lo que pediste —gruñó Gond—, una armadura móvil que no sea mágica. Eso es lo que tienes. Ni siquiera la propia Mystra puede dañar a este autómata, al menos con el yelmo puesto. Si alguien se quita el yelmo, ya no hay garantía.

Con suma cautela, el dios de los Oficios pasó los dedos por el guantelete dañado.

—Mira, si te preocupa la posibilidad de que se vuelva contra ti, tranquilízate. El yelmo fue diseñado para que responda a tus órdenes. Nadie puede cambiar las órdenes que le hayas dado a menos que le saquen el yelmo de la cabeza, y si lo hacen, se desequilibrará la armadura. —Gond golpeó el peto con sus ennegrecidos nudillos—. Así pues, todo lo que tienes es un buen blindaje, pero nada que pueda superar a una espada como la tuya.

Cyric afirmó con gesto vago.

—Entonces, ¿cómo lo pongo en marcha?

—Ah, ya se está preparando para seguir tus órdenes —dijo Gond—. En cualquier momento se dirigirá a Zhentil Keep.

En cierto sentido, Gwydion ya había abandonado el Castillo de los Huesos. Su mente estaba centrada totalmente en la confusión de voces que oía en las calles y casas de Zhentil Keep. Cuando alguien mencionaba a Cyric o a su Iglesia, las palabras resonaban en los oídos del inquisidor. Cientos de fervientes oraciones al dios de los Muertos formaban un bisbiseo constante, interrumpidas por juramentos hechos en nombre de Cyric. Los eruditos de la Iglesia debatían sobre la naturaleza de la Ciudad de la Lucha y sobre los engendros que la habitaban. En tono contenido, las madres advertían a sus hijos que hicieran lo que se les decía, porque si no el Príncipe de las Mentiras vendría a llevárselos por la noche.

El impulso de encontrar un hereje permanecía agazapado en el corazón de Gwydion, como un muelle listo para saltar. Rápidamente aprendió a dejar de lado las plegarias de los fieles y las interminables disquisiciones de los eruditos. Se centró en lo que murmuraban los que ahogaban su descontento en ginebra y en los avariciosos clérigos de menor rango. Casi podía sentir el frío insidioso de la herejía en sus mentes. Parte de Gwydion, la parte controlada por la armadura, rogaba que los herejes manifestaran sus traicioneros pensamientos. El resto de él sentía una repulsión impotente por los sangrientos crímenes que sabía habría de cometer en nombre de Cyric.

En un oscuro callejón sembrado de paja de los suburbios de la ciudad, alguien ridiculizó al Príncipe de las Mentiras y desafió abiertamente su poder.

Los cables se estremecieron cargados de energía y las conexiones ajustadas con total precisión se tensaron en el interior del inquisidor. El mecanismo abrió una brecha en la cortina que separa el Hades de los reinos mortales. Gwydion dio un paso vacilante en el torbellino del caos, luego otro. Pronto atravesaba los cielos tonante como un dragón dispuesto a atacar. Su velocidad natural había sido potenciada hasta extremos increíbles por la armadura del Hacedor de Maravillas.

La inquisición estaba en marcha.

* * *

Mientras Fzoul y los otros tres conspiradores conversaban en voz baja con su misteriosa y divina patrona, Rinda daba los últimos toques a las notas sobre los años pasados por Cyric en el gremio de los ladrones de Zhentil Keep. Pasó revista a las páginas de escritura menuda y apretada e hizo un gesto de aprobación.
"La verdadera vida"
era un relato de impotencia y desesperación, en todo diferente de la gesta heroica de autocomplacencia que el Príncipe de las Mentiras había urdido para el
Cyrinishad
.

Después de haber sido vendido al gremio por los esclavistas, Cyric había tratado de ganarse la libertad trabajando para los jefes del gremio; una y otra vez fracasaba al tratar de realizar un trabajo sin tacha, condenándose así a una vida de servidumbre. Gentes de buen corazón, muy parecidas a la propia Rinda, lo ayudaron a escapar, a huir de la ciudad que lo habría aplastado bajo sus pies de acero de haberse quedado allí. Sin más monedas en los bolsillos que las pocas recibidas por compasión, viajó hacia el norte en una búsqueda mal orientada del Anillo del Invierno. De no haber sido rescatado por Kelemvor Lyonsbane de los gigantes de la escarcha en Thar, la historia de Faerun podría haber sido totalmente diferente...

«Cuando salgáis hoy de aquí, pensad bien lo que decís y lo que hacéis
—dijo la voz melodiosa, ingrávida. Dio la impresión de que las palabras llenaran la desvencijada morada de Rinda, echando fuera el frío mordaz—.
Cyric sospecha de la existencia de traidores en Zhentil Keep. Tendrá muy vigilada la ciudad. Sin magia puede resultarle difícil mantener una estrecha vigilancia sobre todos sus servidores, pero no lo subestiméis».

—No somos tan tontos como para hacerlo, al menos eso espero.

Rinda miró a Fzoul Chembryl. El agente de flamígera cabellera de los zhentarim estaba de pie como una estatua en el centro de la habitación con los brazos cruzados sobre el peto de su negra armadura. Sus duras facciones se plegaron en una mueca al oír la advertencia. Sabía que los ojos del dios de la Muerte estaban constantemente fijos en él. Sólo los poderes de su divina patrona hacían posible que asistiera a estas reuniones subversivas sin temor a ser descubierto.

Al igual que Fzoul, el general Vrakk se tomó en serio el consejo. El orco dejó caer la verrugosa cabeza sobre la mano y gruñó con desaliento.

—¿Entonces tendremos que andar todavía con más sigilo? —preguntó.

«En Los cielos se rumorea que Cyric ha comprado a Gond unas armas exclusivas
—dijo la voz—.
Puede que se trate de algún dispositivo mecánico que le permitirá compensar su falta de poder mágico».

Rinda sintió como si las paredes se cerraran un poco sobre ella.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que aquí ya no estamos seguros? —Dejó la pluma haciendo un borrón en el áspero pergamino que tenía ante sí.

«El escudo que tengo montado sobre esta casa sigue bloqueando la mirada de Cyric, sigue dando la impresión de que estás atendiendo a tus tareas habituales, Rinda. Mientras cualquiera de vosotros esté en este lugar, puedo garantizarle la seguridad».

—¿Y qué hay sobre la protección que me brindas a mí? —preguntó Fzoul molesto—. Si no creas algún tipo de ilusión para que Cyric crea que sigo en mi torre, empezará a sospechar. No puedo desaparecer así, sin más, cada vez que tenemos una reunión.

—¿Y yo? —gruñó Vrakk—. Se supone que estoy en barracones ahora.

Hodur dejó de jugar a los dados con Ivlisar el tiempo suficiente para reírse entre dientes del desasosiego de los demás.

—A lo mejor tenemos que prescindir de tu presencia, orco —apuntó el enano.

—Vaya, eso no estaría mal —añadió el profanador de cadáveres cogiendo un escarabajo de su proverbial cuenco—. Ahora que ya empezaba a acostumbrarme a tu olor que mi nariz identifica como un carro de estiércol volcado. ¿Qué te parece, Hodur?

Vrakk se puso de pie de un salto con la espada en su pezuña verdosa.

—Tú ya no tan importante —dijo el orco entre dientes—. Tenemos otros para asaltar mercaderes.

El elfo miró a Fzoul, pero el zhentarim se encogió de hombros.

—Tiene razón —confirmó.

—El general ha confundido mi broma con un insulto —dijo Ivlisar con tono halagador. Apartó de su pecho la punta de la espada—. Mis más sinceras disculpas.

Ante la mirada furiosa de Vrakk, Hodur se apresuró a sumarse a las disculpas.

—Sí, los dos lo sentimos.

«No es el momento de pelearnos
—dijo la voz. La musicalidad de las palabras redujo la tensión que se había apoderado de la habitación—.
Debemos sumar nuestros talentos si queremos poner coto a los descabellados planes de Cyric».

—¿Y qué hay de las ilusiones? —insistió Fzoul.

«Las mantendré mientras me sea posible, pero no contéis con reuniros aquí otra vez, Fzoul Chembryl. Tengo que utilizar mucho poder para ocultaros a ti y a Vrakk a los ojos de Cyric
—respondió la voz dulcemente—.
Engañar a un dios, especialmente a un poder mayor como el Príncipe de las Mentiras, no es nada fácil..., ni siquiera para mí».

Rinda alzó la vista tras eliminar el borrón del pergamino.

—¿Y quién eres exactamente? —preguntó.

«Vamos, Rinda. Ya te lo he dicho antes. Es mejor para todos vosotros no saberlo».

—Mejor para ti —musitó la escriba—. No veo en qué puede ayudarme a mí.

«Odio estas tretas
—dijo la voz, llena de repente de indignación—.
Las ilusiones y los engaños me resultan odiosos, pero no hay otra manera de contrarrestar el libro de Cyric, de hacer que el mundo conozca la verdadera historia de su vida».

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