Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—Buenos días —llegó una voz, grave y quebrada, desde el umbral de la puerta.
A
l contraluz de la calle, su silueta semejaba un tronco azotado por el viento. El visitante vestía un traje oscuro de corte anticuado y dibujaba una figura torva apoyada en un bastón. Dio un paso al frente, cojeando visiblemente. La claridad de la lamparilla que reposaba sobre el mostrador desveló un rostro agrietado por el tiempo. El visitante me observó unos instantes, calibrándome sin prisa. Su mirada tenía algo de ave rapaz, paciente y calculadora.
—¿Es usted el señor Sempere?
—Yo soy Daniel. El señor Sempere es mi padre, pero no está en estos momentos. ¿Puedo ayudarle en algo?
El visitante ignoró mi pregunta y empezó a deambular por la librería examinándolo todo palmo a palmo con un interés rayano en la codicia. La cojera que le afligía hacía pensar que las lesiones que se ocultaban bajo aquellas ropas eran palabras mayores.
—Recuerdos de la guerra —dijo el extraño, como si me hubiese leído el pensamiento.
Lo seguí con la mirada en la inspección de la librería, sospechando dónde iba a soltar anclas. Tal y como había supuesto, el extraño se detuvo frente a la vitrina de ébano y cristal, reliquia fundacional de la librería en su primera encarnación allá por el año 1888, cuando el tatarabuelo Sempere, entonces un joven que acababa de regresar de sus aventuras como indiano por tierras del Caribe, había tomado prestado dinero para adquirir una antigua tienda de guantes y transformarla en una librería. Aquella vitrina, plaza de honor de la tienda, era donde tradicionalmente guardábamos los ejemplares más valiosos.
El visitante se aproximó lo suficiente a ella como para que su aliento se dibujase en el cristal. Extrajo unos lentes que se llevó a los ojos y procedió a estudiar el contenido de la vitrina. Su ademán me recordó a una comadreja escudriñando los huevos recién puestos en un gallinero.
—Bonita pieza —murmuró—. Debe de valer lo suyo.
—Es una antigüedad familiar. Mayormente tiene un valor sentimental —repuse, incomodado por las apreciaciones y valoraciones de aquel peculiar cliente que parecía tasar con la mirada hasta el aire que respirábamos.
Al rato guardó los lentes y habló con un tono pausado.
—Tengo entendido que trabaja con ustedes un caballero de reconocido ingenio.
Como no respondí inmediatamente, se volvió y me dedicó una de esas miradas que envejecen a quien las recibe.
—Como ve, estoy solo. Quizá si el caballero me dice qué título desea, con muchísimo gusto se lo buscaré.
El extraño esgrimió una sonrisa que parecía cualquier cosa menos amigable y asintió.
—Veo que tienen ustedes un ejemplar de
El conde de Montecristo
en esa vitrina.
No era el primer cliente que reparaba en aquella pieza. Le endosé el discurso oficial que teníamos para tales ocasiones.
—El caballero tiene muy buen ojo. Se trata de una edición magnífica, numerada y con láminas de ilustraciones de Arthur Rackham, proveniente de la biblioteca personal de un gran coleccionista de Madrid. Es una pieza única y catalogada.
El visitante escuchó con desinterés, centrando su atención en la consistencia de los paneles de ébano de la estantería y mostrando claramente que mis palabras le aburrían.
—A mí todos los libros me parecen iguales, pero me gusta el azul de esa portada —replicó con tono despreciativo—. Me lo quedaré.
En otras circunstancias hubiese dado un salto de alegría al poder colocar el que probablemente era el ejemplar más caro que había en toda la librería, pero había algo en la idea de que aquella edición fuese a parar a manos de aquel personaje que me revolvía el estómago. Algo me decía que si aquel tomo abandonaba la librería, nunca nadie iba a leer ni el primer párrafo.
—Es una edición muy costosa. Si el caballero lo desea le puedo mostrar otras ediciones de la misma obra en perfecto estado y a precios más asequibles.
Las gentes con el alma pequeña siempre tratan de empequeñecer a los demás y el extraño, que intuí que hubiera podido ocultar la suya en la punta de un alfiler, me dedicó su más esforzada mirada de desdén.
—Y que también tienen la portada azul —añadí.
Ignoró la impertinencia de mi ironía.
—No, gracias. El que quiero es ése. El precio no me importa.
Asentí a regañadientes y me dirigí hacia la vitrina. Extraje la llave y abrí la puerta acristalada. Podía sentir los ojos del extraño clavados en mi espalda.
—Todo lo bueno siempre está bajo llave —comentó por lo bajo.
Tomé el libro y suspiré.
—¿Es coleccionista el caballero?
—Podría decirse que sí. Aunque no de libros.
Me volví con el ejemplar en la mano.
—¿Y qué colecciona el señor?
De nuevo, el extraño ignoró mi pregunta y extendió el brazo para que le entregase el libro. Tuve que resistir el impulso de regresar el libro a la vitrina y echar la llave. Mi padre no me habría perdonado que hubiese dejado pasar una venta así con los tiempos que corrían.
—El precio es de treinta y cinco pesetas —anuncié antes de tenderle el libro con la esperanza de que la cifra le hiciera cambiar de opinión.
Asintió sin pestañear y extrajo un billete de cien pesetas del bolsillo de aquel traje que no debía de valer ni un duro. Me pregunté si no sería un billete falso.
—Me temo que no tengo cambio para un billete tan grande, caballero.
Le hubiese invitado a esperar un momento mientras corría al banco más próximo a buscar cambio y, también, a asegurarme de que el billete era auténtico, pero no quería dejarlo solo en la librería.
—No se preocupe. Es genuino. ¿Sabe cómo puede asegurarse?
El extraño alzó el billete al trasluz.
—Observe la marca de agua. Y estas líneas. La textura…
—¿El caballero es un experto en falsificaciones?
—Todo es falso en este mundo, joven. Todo menos el dinero.
Me puso el billete en la mano y me cerró el puño sobre él, palmeándome los nudillos.
—El cambio se lo dejo a cuenta para mi próxima visita —dijo.
—Es mucho dinero, señor. Sesenta y cinco pesetas…
—Calderilla.
—En todo caso le haré un recibo.
—Me fío de usted.
El extraño examinó el libro con un aire indiferente.
—Se trata de un obsequio. Le voy a pedir que hagan ustedes la entrega en persona.
Dudé un instante.
—En principio nosotros no hacemos envíos, pero en este caso con mucho gusto realizaremos personalmente la entrega sin cargo alguno. ¿Puedo preguntarle si es en la misma ciudad de Barcelona o…?
—Es aquí mismo —dijo.
La frialdad de su mirada parecía delatar años de rabia y rencor.
—¿Desea el caballero incluir alguna dedicatoria o alguna nota personal antes de que lo envuelva?
El visitante abrió el libro por la página del título con dificultad. Advertí entonces que su mano izquierda era postiza, una pieza de porcelana pintada. Extrajo una pluma estilográfica y anotó unas palabras. Me devolvió el libro y se dio media vuelta. Lo observé mientras cojeaba hacia la puerta.
—¿Sería tan amable de indicarme el nombre y la dirección donde desea que hagamos la entrega? —pregunté.
—Está todo ahí —dijo, sin volver la vista atrás.
Abrí el libro y busqué la página con la inscripción que el extraño había dejado de su puño y letra:
Oí entonces la campanilla de la entrada y, cuando miré, el extraño se había marchado.
Me apresuré hasta la puerta y me asomé a la calle. El visitante se alejaba cojeando, confundiéndose entre las siluetas que atravesaban el velo de bruma azul que barría la calle Santa Ana. Iba a llamarlo, pero me mordí la lengua. Lo más fácil hubiera sido dejarlo marchar sin más, pero el instinto y mi tradicional falta de prudencia y de sentido práctico pudieron conmigo.
C
olgué el cartel de «cerrado» y eché la llave de la puerta, dispuesto a seguir al extraño entre el gentío. Sabía que si mi padre volvía y —para una vez que me dejaba solo y en medio de aquella sequía de ventas— descubría que había abandonado el puesto, me iba a caer una reprimenda, pero ya se me ocurriría alguna excusa por el camino. Preferí enfrentarme al genio leve de mi progenitor antes que tragarme la inquietud que me había dejado en el cuerpo aquel siniestro personaje y no saber a ciencia cierta cuál era la naturaleza de sus asuntos con Fermín.
Un librero de profesión tiene pocas ocasiones de aprender sobre el terreno el fino arte de seguir a un sospechoso sin ser descubierto. A menos que buena parte de sus clientes coticen en el ramo de los morosos, la mayoría de esas oportunidades se las brinda el catálogo de relatos policíacos y novelas de a peseta que hay en sus estanterías. El hábito no hace al monje, pero el crimen, o su presunción, hacen al detective, particularmente al aficionado.
Mientras seguía al extraño rumbo a las Ramblas fui refrescando las nociones básicas, empezando por dejar una buena cincuentena de metros entre nosotros, camuflarme tras alguien de mayor corpulencia y tener siempre previsto un escondite rápido en un portal o una tienda en el caso de que el objeto de mi seguimiento se detuviese y echase la vista atrás sin previo aviso. Al llegar a las Ramblas el extraño cruzó al paseo central y puso rumbo al puerto. El paseo estaba trenzado con los tradicionales adornos navideños y más de un comercio había ataviado su escaparate con luces, estrellas y ángeles anunciadores de una bonanza que, si la radio lo decía, debía de ser cierta.
En aquellos años la Navidad todavía conservaba cierto aire de magia y misterio. La luz en polvo del invierno, la mirada y el anhelo de gentes que vivían entre sombras y silencios conferían a aquel decorado un leve perfume a verdad en el que, al menos los niños y los que habían aprendido a olvidar, aún podían creer.
Quizá por eso me pareció todavía más evidente que no había en toda esa quimera personaje menos navideño y fuera de registro que el extraño objeto de mis pesquisas. Cojeaba con lentitud y se detenía a menudo en alguno de los puestos de pajarería o floristería a admirar periquitos y rosas como si no los hubiese visto nunca. En un par de ocasiones se acercó a los quioscos de prensa que punteaban las Ramblas y se entretuvo en contemplar las portadas de periódicos y revistas y en voltear los carruseles de postales. Se diría que jamás había estado allí y que se comportaba como un niño o un turista que paseara por las Ramblas por primera vez, aunque los niños y los turistas suelen lucir ese aire de inocencia pasajera del que no sabe dónde pisa y aquel individuo no hubiera olido a inocencia ni con la bendición del niño Jesús, frente a cuya efigie cruzó a la altura de la iglesia de Belén.
Se detuvo entonces, aparentemente cautivado por una cacatúa de plumaje rosa pálido que le miraba de reojo desde una jaula en uno de los puestos de animales apostado frente a la bocacalle de Puertaferrisa. El extraño se acercó a la jaula como lo había hecho a la vitrina de la librería y empezó a murmurarle a la cacatúa unas palabras. El pájaro, un ejemplar cabezón y con envergadura de gallo capón con plumajes de lujo, sobrevivió al aliento sulfúrico del extraño y se aplicó con empeño y concentración, claramente interesado en lo que su visitante le estaba recitando. Por si había duda, la cacatúa asentía repetidamente con la cabeza y, visiblemente excitada, erguía una cresta de plumas rosas.
Transcurridos un par de minutos, el extraño, satisfecho con su intercambio aviario, prosiguió su camino. No habían transcurrido ni treinta segundos cuando, al cruzar yo frente a la pajarería, pude ver que se había producido una pequeña conmoción y que el dependiente, azorado, se estaba apresurando a cubrir la jaula de la cacatúa con una capucha de tela, ya que el ave se había puesto a repetir con perfecta dicción el pareado de
Franco, cabrito, no se te levanta el pito
, que no tuve duda alguna de dónde acababa de aprender. Al menos, el extraño mostraba cierto sentido del humor y convicciones de alto riesgo, lo que en aquella época era tan raro como las faldas por encima de la rodilla.
Distraído por el incidente, pensé que lo había perdido de vista, pero pronto detecté su silueta rebujada frente al escaparate de la joyería Bagués. Me adelanté con disimulo hasta una de las casetas de escribientes que flanqueaban la entrada al palacio de la Virreina y lo observé con detenimiento. Los ojos le brillaban como rubíes y el espectáculo de oro y gemas preciosas tras el cristal a prueba de balas parecía haberle despertado una lujuria que ni una hilera de coristas de La Criolla en sus años de gloria hubiera podido arrancarle.
—¿Una carta de amor, una instancia, un ruego a la excelencia de su elección, una espontánea nosotros-bien-por-la-presente para los parientes del pueblo, joven?
El amanuense residente en la caseta que había adoptado como escondite se había asomado por la garita como si se tratase de un sacerdote confesor y me miraba con ansias de ofrecerme sus servicios. El cartel sobre la ventanilla rezaba:
Oswaldo Darío de Mortenssen
Literato y Pensador.
Se escriben cartas de amor, peticiones, testamentos, poemas, invictas, felicitaciones, ruegos, esquelas, himnos, tesinas, súplicas, instancias y composiciones varias en todos los estilos y métricas.
Diez céntimos la frase (rimas extra). Precios especiales a viudas, mutilados y menores.