Read El prisionero del cielo Online
Authors: Carlos Ruiz Zafón
—No, Daniel. La verdad es que me hace ilusión, aunque haya curas de por medio. Yo me casaría con la Bernarda todos los días.
—¿Entonces?
—¿Sabe usted la primera cosa que le piden a uno cuando quiere casarse?
—El nombre —dije sin pensar.
Fermín asintió lentamente. No se me había ocurrido pensar en aquello hasta entonces. De repente comprendí el dilema al que se enfrentaba mi buen amigo.
—¿Se acuerda usted de lo que le conté hace años, Daniel?
Lo recordaba perfectamente. Durante la guerra civil y gracias a los siniestros oficios del inspector Fumero, que por entonces y antes de fichar por los fascistas oficiaba de matarife a sueldo de los comunistas, mi amigo había ido a parar a la cárcel, donde estuvo a punto de perder la cordura y la vida. Cuando consiguió salir, vivo de puro milagro, decidió adoptar otra identidad y borrar su pasado. Moribundo, había tomado prestado un nombre que vio en un viejo cartel que anunciaba una corrida de toros en la Monumental. Así había nacido Fermín Romero de Torres, un hombre que inventaba su historia día a día.
—Por eso no quería usted rellenar los papeles de la parroquia —dije—. Porque no puede usted usar el nombre de Fermín Romero de Torres.
Fermín asintió.
—Mire, estoy seguro de que podemos encontrar el modo de conseguirle a usted unos papeles nuevos. ¿Se acuerda usted del teniente Palacios, que dejó la policía? Ahora da clases de educación física en un colegio de la Bonanova, pero alguna vez ha pasado por la librería y, hablando a lo tonto, un día me contó que existía todo un mercado subterráneo de nuevas identidades para gente que estaba volviendo al país después de pasar años fuera, y que él conocía a un individuo con un taller cerca de las Atarazanas que tenía contactos en la policía y que por cien pesetas le conseguía a uno una nueva cédula de identidad y la registraba en el ministerio.
—Ya lo sé. Se llamaba Heredia. Un artista.
—¿Llamaba?
—Lo encontraron flotando en el puerto hace un par de meses. Dijeron que se había caído de una golondrina mientras daba un paseo hasta el rompeolas. Con las manos atadas a la espalda. Humor del
fascio.
—¿Lo conocía usted?
—Tuvimos nuestros tratos.
—Entonces sí tiene usted papeles que le acreditan como Fermín Romero de Torres…
—Heredia me los consiguió en el 39, hacia el final de la guerra. Entonces era más fácil, aquello era una olla de grillos y, cuando la gente se dio cuenta de que el barco se hundía, por dos duros te vendían hasta el escudo onomástico.
—Entonces, ¿por qué no puede utilizar su nombre?
—Porque Fermín Romero de Torres murió en 1940. Eran malos tiempos, Daniel, mucho peores que ahora. Ni un año duró el pobre.
—¿Murió? ¿Dónde? ¿Cómo?
—En la prisión del castillo de Montjuic. En la celda número 13.
Recordé la inscripción que el extraño había dejado para Fermín en el ejemplar de
El conde de Montecristo.
—Aquella noche sólo le conté una pequeña parte de la historia, Daniel.
—Creía que confiaba usted en mí.
—Yo a usted le confiaría mi vida con los ojos cerrados. No es eso. Si sólo le conté parte de la historia fue para protegerle.
—¿Protegerme? ¿A mí? ¿De qué?
Fermín bajó la mirada, hundido.
—De la verdad, Daniel…, de la verdad.
DE ENTRE LOS MUERTOS
Barcelona, 1939
A
los prisioneros nuevos los traían de noche, en coches o furgonetas negras que cruzaban la ciudad en silencio desde la comisaría de Vía Layetana sin que nadie reparase, o quisiera reparar, en ellos. Los vehículos de la Brigada Social ascendían la vieja carretera que escalaba la montaña de Montjuic y más de uno contaba que, al vislumbrar la silueta del castillo recortándose en lo alto contra las nubes negras que reptaban desde el mar, había sabido que nunca más volvería a salir de allí con vida.
La fortaleza estaba anclada en lo más alto de la roca, suspendida entre el mar al este, la alfombra de sombras que desplegaba Barcelona al norte, y la infinita ciudad de los muertos al sur, el viejo cementerio de Montjuic cuyo hedor escalaba la roca y se filtraba entre las grietas de la piedra y los barrotes de las celdas. En otros tiempos el castillo se había utilizado para bombardear la ciudad a cañonazos, pero, apenas unos meses después de la caída de Barcelona en enero y la derrota final en abril, la muerte anidaba allí en silencio y los barceloneses atrapados en la más larga noche de su historia preferían no alzar la vista al cielo para no reconocer la silueta de la prisión en lo alto de la colina.
A los presos de la policía política se les asignaba un número al entrar, normalmente el de la celda que iban a ocupar y en la que, probablemente, iban a morir. Para la mayoría de los inquilinos, como alguno de los carceleros gustaba de referirse a ellos, el viaje al castillo era sólo de ida. La noche que el inquilino número 13 llegó a Montjuic llovía con fuerza. Pequeñas venas de agua ennegrecida sangraban por los muros de piedra y el aire hedía a tierra removida. Dos oficiales lo escoltaron hasta una sala en la que no había más que una mesa metálica y una silla. Una bombilla desnuda pendía del techo y parpadeaba cuando el pulso del generador flojeaba. Allí permaneció cerca de media hora esperando de pie, con las ropas empapadas y bajo la vigilancia de un centinela armado con un fusil.
Finalmente se oyeron unos pasos, la puerta se abrió y entró un hombre joven que no debía de llegar a los treinta años. Vestía un traje de lana recién planchado y olía a colonia. No tenía el aspecto marcial de un militar de carrera ni de un oficial de policía. Sus rasgos eran suaves y su gesto amable. El prisionero pensó que afectaba maneras de señorito y que desprendía aquel aire condescendiente de quien se siente por encima del lugar que ocupa y del escenario que comparte. El rasgo de su semblante que más llamaba la atención eran sus ojos. Azules, penetrantes y afilados de codicia y recelo. Sólo en ellos, tras aquella fachada de estudiada elegancia y cordial ademán, se intuía su naturaleza.
Unos lentes redondos le agrandaban la mirada y el cabello engominado y peinado hacia atrás le confería un aire vagamente amanerado e incongruente con el siniestro decorado. El individuo tomó asiento en la silla tras el escritorio y desplegó una carpeta que portaba en la mano. Tras un somero análisis de su contenido, juntó las manos apoyando las yemas de los dedos bajo la barbilla y miró largamente al prisionero.
—Perdone, pero creo que se ha producido una confusión…
El culatazo en el estómago le cortó la respiración y el prisionero cayó al suelo hecho un ovillo.
—Habla sólo cuando el señor director te pregunte —indicó el centinela.
—En pie —ordenó el señor director, con voz tremulosa, todavía poco acostumbrada a mandar.
El prisionero consiguió ponerse en pie y enfrentó la mirada incómoda del señor director.
—¿Nombre?
—Fermín Romero de Torres.
El prisionero reparó en aquellos ojos azules y leyó en ellos desprecio y desinterés.
—¿Qué clase de nombre es ése? ¿Me tomas por tonto? Venga: nombre, el de verdad.
El prisionero, un hombrecillo enclenque, tendió sus papeles al señor director. El centinela se los arrancó de la mano y los acercó a la mesa. El señor director echó un simple vistazo y chasqueó la lengua, sonriendo.
—Otro de los de Heredia… —murmuró antes de tirar los documentos a la papelera—. Estos papeles no valen. ¿Me vas a decir cómo te llamas o nos vamos a tener que poner serios?
El inquilino número 13 intentó formar unas palabras, pero le temblaban los labios y apenas fue capaz de balbucear algo inteligible.
—No tengas miedo, hombre, que nosotros no nos comemos a nadie. ¿Qué te han contado? Hay mucho rojo de mierda que se dedica a esparcir calumnias por ahí, pero aquí a la gente, si colabora, se la trata bien, como españoles. Venga, desnúdate.
El inquilino pareció dudar un instante. El señor director bajó la mirada, como si todo aquel trance le incomodase y sólo la tozudez del prisionero le retuviese allí. Un instante después el centinela le propinó un segundo culatazo, esta vez en los riñones, que volvió a derribarlo.
—Ya has oído al señor director. En porreta. No tenemos toda la noche.
El inquilino número 13 consiguió ponerse de rodillas y así se fue desprendiendo de las ropas ensangrentadas y sucias que lo cubrían. Una vez que estuvo completamente desnudo, el centinela le insertó el cañón del rifle bajo un hombro y le forzó a levantarse. El señor director alzó la vista del escritorio y esgrimió un gesto de disgusto al contemplar las quemaduras que le cubrían el torso, las nalgas y buena parte de los muslos.
—Parece que aquí el campeón es un viejo conocido de Fumero —comentó el centinela.
—Usted cállese —ordenó el señor director con escasa convicción.
Miró al prisionero con impaciencia y comprobó que estaba llorando.
—Venga, no llores y dime cómo te llamas.
El prisionero susurró de nuevo su nombre.
—Fermín Romero de Torres…
El señor director suspiró, hastiado.
—Mira, me estás empezando a agotar la paciencia. Quiero ayudarte y no me apetece tener que llamar a Fumero y decirle que estás aquí…
El prisionero empezó a gemir como un perro herido y a temblar tan violentamente que el señor director, a quien claramente desagradaba la escena y deseaba concluir el trámite cuanto antes, intercambió una mirada con el centinela y, sin mediar palabra, se limitó a anotar en el registro el nombre que le había dado el prisionero y a maldecir por lo bajo.
—Mierda de guerra —murmuró para sí cuando se llevaron al prisionero a su celda, arrastrándole desnudo por los túneles encharcados.
L
a celda era un rectángulo oscuro y húmedo con un pequeño agujero horadado en la roca por el que corría el aire frío. Los muros estaban recubiertos de muescas y marcas labradas por los antiguos inquilinos. Algunos anotaban sus nombres, fechas, o dejaban algún indicio de que habían existido. Uno de ellos se había entretenido en arañar crucifijos en la oscuridad, pero el cielo no parecía haber reparado en ello. Los barrotes que sellaban la celda eran de hierro herrumbroso y dejaban un velo de óxido en las manos.
Fermín se había acurrucado sobre un camastro, intentando cubrir su desnudez con un pedazo de tela harapienta que, supuso, hacía las veces de manta, colchón y almohada. La penumbra tenía un tinte cobrizo, como el aliento de una vela mortecina. Al rato, los ojos se acostumbraban a aquella tiniebla perpetua y el oído se afinaba para apreciar leves movimientos de cuerpos entre la letanía de goteras y ecos trazada por la corriente de aire que se filtraba del exterior.
Fermín llevaba media hora allí cuando reparó en que en el otro extremo de la celda se apreciaba un bulto en la sombra. Se levantó y se aproximó lentamente para descubrir que se trataba de un saco de lona sucia. El frío y la humedad habían empezado a calarle los huesos y, aunque el olor que desprendía aquel fardo salpicado de manchas oscuras no invitaba a conjeturas felices, Fermín pensó que tal vez la saca contenía el uniforme de prisionero que nadie se había molestado en entregarle y, con suerte, alguna manta con la que guarecerse. Se arrodilló frente a la saca y deshizo el nudo que cerraba uno de los extremos.
Al retirar la lona, el trémulo resplandor de los candiles que parpadeaban en el corredor desveló lo que durante un momento tomó por el rostro de un muñeco, un maniquí como los que los sastres disponían en sus escaparates para lucir sus trajes. El hedor y la náusea le hicieron comprender que no se trataba de muñeco alguno. Cubriéndose la nariz y la boca con una mano, retiró el resto de la lona y se echó atrás hasta dar con el muro de la celda.
El cadáver parecía el de un adulto de edad indeterminada, entre cuarenta y setenta y cinco años de edad, que no debía de pesar más de cincuenta kilos. Una larga cabellera y una barba blanca le cubrían buena parte del esquelético torso. Sus manos huesudas, con uñas largas y retorcidas, parecían las garras de un pájaro. Tenía los ojos abiertos y las córneas parecían habérsele arrugado como frutas maduras. La boca estaba entreabierta y la lengua, hinchada y negruzca, había quedado trabada entre los dientes podridos.
—Quítele la ropa antes de que se lo lleven —llegó una voz desde la celda que quedaba al otro lado del corredor—. Nadie le va a dar a usted otra hasta el mes que viene.