El prisionero del cielo (9 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

BOOK: El prisionero del cielo
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5

L
os domingos, después de misa y del discurso del señor director, algunos presos se congregaban en un rincón soleado del patio a compartir algún cigarrillo y a escuchar las historias que, cuando tenía la cordura necesaria, les contaba David Martín. Fermín, que las conocía casi todas porque había leído la serie entera de
La Ciudad de los Malditos
, se les unía y dejaba volar la imaginación. Pero a menudo Martín no parecía estar en condiciones de contar ni hasta cinco, así que los demás le dejaban en paz mientras él se ponía a hablar solo por los rincones. Fermín le observaba con detenimiento y a veces le seguía de cerca, porque había algo en aquel pobre diablo que le encogía el alma, Fermín, con sus artes e intrigas malabares, intentaba conseguirle cigarrillos o incluso unos terrones de azúcar, que le encantaban.

—Fermín, es usted un buen hombre. Trate de disimularlo.

Martín llevaba siempre consigo una vieja fotografía que le gustaba contemplar durante largos ratos. En ella aparecía un caballero vestido de blanco con una niña de unos diez años de la mano. Ambos estaban contemplando el crepúsculo en la punta de un pequeño muelle de madera que se adentraba sobre una playa como una pasarela tendida sobre aguas transparentes. Cuando Fermín le preguntaba por la fotografía, Martín guardaba silencio y se limitaba a sonreír antes de guardar la imagen en un bolsillo.

—¿Quién es la muchacha de la foto, señor Martín?

—No estoy seguro, Fermín. La memoria me falla a veces. ¿No le pasa a usted?

—Claro. Nos pasa a todos.

Se rumoreaba que Martín no estaba del todo en sus cabales, pero al poco de empezar a tratarle Fermín había comenzado a sospechar que el pobre estaba todavía más ido de lo que el resto de los prisioneros suponían. A ratos sueltos estaba más lúcido que nadie, pero a menudo no parecía comprender dónde se encontraba y hablaba de lugares y de personas que a todas luces existían sólo en su imaginación o en su recuerdo.

Con frecuencia Fermín se despertaba de madrugada y podía oír a Martín hablando en su celda. Si se aproximaba sigilosamente a los barrotes y afinaba el oído, podía escuchar nítidamente cómo Martín discutía con alguien a quien llamaba «señor Corelli» y que, a tenor de las palabras que intercambiaba con él, parecía un personaje notablemente siniestro.

Una de aquellas noches, Fermín había encendido lo que le quedaba de su última vela y la había alzado en dirección a la celda de enfrente para cerciorarse de que Martín estaba solo y de que ambas voces, la suya y la del tal Corelli, provenían de los mismos labios. Martín caminaba en círculos por su celda y, cuando su mirada se cruzó con la de Fermín, a éste le resultó evidente que su compañero de galería no lo veía y que se comportaba como si los muros de aquella prisión no existiesen y su conversación con aquel extraño caballero tuviera lugar muy lejos de allí.

—No le haga ni caso —murmuró el número 15 desde la sombra—. Cada noche hace lo mismo. Está como un cencerro. Dichoso él.

A la mañana siguiente, cuando Fermín le preguntó acerca del tal Corelli y de sus conversaciones de medianoche, Martín le miró con extrañeza y se limitó a sonreír confundido. En otra ocasión en que no podía conciliar el sueño a causa del frío, Fermín se acercó de nuevo a los barrotes y escuchó a Martín hablando con uno de sus amigos invisibles. Aquella noche Fermín se atrevió a interrumpirle.

—¿Martín? Soy Fermín, el vecino de enfrente. ¿Está usted bien?

Martín se acercó a los barrotes y Fermín pudo ver que tenía el rostro lleno de lágrimas.

—¿Señor Martín? ¿Quién es Isabella? Estaba usted hablando de ella hace un momento.

Martín le miró largamente.

—Isabella es lo único bueno que queda en este mundo de mierda —respondió con una aspereza inusual en él—. Si no fuera por ella, valdría la pena prenderle fuego y dejar que ardiese hasta que no quedasen ni las cenizas.

—Perdone, Martín. No lo quería molestar.

Martín se retiró hacia las sombras. Al día siguiente lo encontraron temblando sobre un charco de sangre. Bebo se había quedado dormido en su silla y Martín había aprovechado para rasparse las muñecas contra la piedra hasta abrirse las venas. Cuando se lo llevaron en la camilla estaba tan pálido que Fermín creía que no iba a volver a verlo.

—No se preocupe por su amigo, Fermín —dijo el número 15—. Si fuese otro, iba directo al saco, pero a Martín el señor director no lo deja morir. Nadie sabe por qué.

La celda de David Martín estuvo vacía cinco semanas. Cuando Bebo le trajo, en brazos y enfundado en un pijama blanco como si fuese un niño, llevaba los brazos vendados hasta los codos. No se acordaba de nadie y pasó su primera noche hablando solo y riéndose. Bebo colocó su silla frente a los barrotes y estuvo pendiente de él toda la noche, pasándole terrones de azúcar que había robado del cuarto de oficiales y había escondido en sus bolsillos.

—Señor Martín, por favor, no diga esas cosas, que Dios le va a castigar —le susurraba el carcelero entre azucarillos.

En el mundo real, el número 12 había sido el doctor Román Sanahuja, jefe del Servicio de Medicina Interna del hospital Clínico, hombre íntegro y curado de delirios e inflamaciones ideológicas a quien su conciencia y su negativa a delatar a sus compañeros habían enviado al castillo. Por norma, a ningún prisionero se le reconocía oficio ni beneficio entre aquellos muros. Excepto cuando dicho oficio pudiera reportar algún beneficio al señor director. En el caso del doctor Sanahuja, su utilidad pronto quedó establecida.

—Lamentablemente no dispongo aquí de los recursos médicos que serían deseables —le explicó el señor director—. La realidad es que el régimen tiene otras prioridades y poco importa si alguno de ustedes se pudre de gangrena en su celda. Tras mucho batallar he conseguido que me envíen un botiquín mal equipado y a un matasanos que no creo que lo aceptasen ni para pasar la escoba en la facultad de veterinaria. Pero eso es lo que hay. Me consta que, antes de sucumbir a las falacias de la neutralidad, era usted un médico de cierto renombre. Por motivos que no vienen al caso, tengo un interés particular en que el prisionero David Martín no nos deje antes de tiempo. Si se aviene usted a colaborar y a ayudar a mantenerlo en un razonable estado de salud, teniendo en cuenta las circunstancias le aseguro que haré su estancia en este lugar más llevadera y me encargaré personalmente de que revisen su caso con vistas a acortar su sentencia.

El doctor Sanahuja asintió.

—Ha llegado a mis oídos que algunos de los presos dicen que Martín está un tanto tocado del ala, como dicen ustedes. ¿Es así? —preguntó el señor director.

—No soy psiquiatra, pero en mi modesta opinión creo que Martín está visiblemente desequilibrado.

El señor director sopesó aquella consideración.

—Y, según su opinión facultativa, ¿cuánto diría usted que puede durar? —preguntó—. Vivo, quiero decir.

—No lo sé. Las condiciones de la prisión son insalubres y…

El señor director le detuvo con un gesto de aburrimiento, asintiendo.

—¿Y cuerdo? ¿Cuánto cree que Martín puede mantener sus facultades mentales?

—No mucho, supongo.

—Entiendo.

El señor director le ofreció un cigarrillo, que el doctor declinó.

—Lo aprecia usted, ¿verdad?

—Apenas le conozco —replicó el doctor—. Parece un buen hombre.

El director sonrió.

—Y un pésimo escritor. El peor que ha tenido este país.

—El señor director es el experto internacional en literatura. Yo no entiendo del tema.

El señor director le miró fríamente.

—Por impertinencias menores he enviado a hombres tres meses a la celda de aislamiento. Pocos sobreviven y los que lo hacen vuelven peor que su amigo Martín. No se crea que su diploma le concede privilegio alguno. Su expediente dice que tiene mujer y tres hijas ahí fuera. Su suerte y la de su familia dependen de lo útil que me resulte. ¿Me explico con claridad?

El doctor Sanahuja tragó saliva.

—Sí, señor director.

—Gracias,
doctor.

Periódicamente, el director pedía a Sanahuja que le echase un vistazo a Martín, porque las malas lenguas decían que no se fiaba demasiado del médico residente de la prisión, un matasanos trapacero que a fuerza de levantar actas de defunción parecía haber olvidado la noción de los cuidados preventivos y al que acabó despidiendo poco después.

—¿Cómo sigue el paciente, doctor?

—Débil.

—Ya. ¿Y sus demonios? ¿Sigue hablando solo e imaginando cosas?

—No hay cambios.

—He leído en el
ABC
un magnífico artículo de mi buen amigo Sebastián Jurado en el que habla de la esquizofrenia, mal de poetas.

—No estoy capacitado para hacer ese diagnóstico.

—Pero sí para mantenerlo con vida, ¿verdad?

—Lo intento.

—Haga algo más que intentarlo. Piense en sus hijas. Tan jóvenes. Tan desprotegidas y con tanto desalmado y tanto rojo escondido por ahí todavía.

Con los meses, el doctor Sanahuja acabó por tomar afecto a Martín y un día, compartiendo colillas, le contó a Fermín lo que sabía acerca de la historia de aquel hombre al que algunos, bromeando sobre sus desvaríos y su condición de lunático oficial de la prisión, habían dado en apodar «el Prisionero del Cielo».

6


S
i quiere que le diga la verdad, yo creo que para cuando lo trajeron aquí David Martín ya llevaba tiempo mal. ¿Ha oído hablar usted de la esquizofrenia, Fermín? Es una de las nuevas palabras favoritas del señor director.

—Es lo que los civiles gustan en referirse como «estar como una chota».

—No es cosa de broma, Fermín. Es una enfermedad muy grave. No es mi especialidad, pero he conocido algunos casos y a menudo los pacientes oyen voces, ven y recuerdan personas o eventos que no han sucedido jamás… La mente se va deteriorando poco a poco y los pacientes no pueden distinguir entre la realidad y la ficción.

—Como el setenta por ciento de los españoles… ¿Y cree usted que el pobre Martín sufre esa dolencia, doctor?

—No lo sé con seguridad. Ya le digo que no es mi especialidad, pero yo creo que presenta algunos de los síntomas más habituales.

—A lo mejor en este caso esa enfermedad es una bendición…

—Nunca es una bendición, Fermín.

—¿Y sabe él que está, digamos, afectado?

—Al loco siempre le parece que los locos son los demás.

—Lo que yo decía del setenta por ciento de los españoles…

Un centinela los observaba desde lo alto de una garita, como si quisiera leerles los labios.

—Baje la voz, que aún nos va a caer una bronca.

El doctor indicó a Fermín que se dieran la vuelta y se encaminaran al otro extremo del patio.

—En los tiempos que corren, hasta las paredes tienen oídos —dijo el doctor.

—Ahora sólo faltaría que tuviesen medio cerebro entre los dos y a lo mejor salíamos de ésta —replicó Fermín.

—¿Sabe lo que me dijo Martín la primera vez que le hice un reconocimiento a instancias del señor director?

»—Doctor, creo que he descubierto el único modo de salir de esta prisión.

»—¿Cómo?

»—Muerto.

»—¿No tiene otro método más práctico?

»—¿Ha leído usted
El conde de Montecristo,
doctor?

»—De chaval. Casi no lo recuerdo.

»—Pues reléalo usted. Está todo allí.

»No le quise decir que el señor director había hecho retirar de la biblioteca de la prisión todos los libros de Alejandro Dumas, junto con los de Dickens, Galdós y otros muchos autores, porque consideraba que eran bazofia para entretener a una plebe con el gusto sin educar, y los sustituyó por una colección de novelas y relatos inéditos de su cosecha y de algunos de sus amigos, que hizo encuadernar en piel a Valentí, un preso que venía de las artes gráficas y al que, entregado el trabajo, dejó morir de frío obligándolo a quedarse en el patio bajo la lluvia durante cinco noches de enero porque se le había ocurrido bromear sobre la exquisitez de su prosa. Valentí consiguió salir de aquí con el sistema de Martín: muerto.

»Al tiempo de estar aquí, oyendo conversaciones entre los carceleros, comprendí que David Martín había llegado a la prisión a instancias del propio señor director. Lo tenían recluido en la Modelo, acusado de una serie de crímenes a los que no creo que nadie diese mucho crédito. Entre otras cosas, decían que había matado preso de los celos a su mentor y mejor amigo, un adinerado caballero llamado Pedro Vidal, escritor como él, y a su esposa Cristina. Y también que había asesinado a sangre fría a varios policías y a no sé quién más. Últimamente acusan a tanta gente de tantas cosas que uno ya no sabe qué pensar. A mí me cuesta creer que Martín sea un asesino, pero también es verdad que en los años de la guerra he visto a tanta gente de ambos bandos quitarse la careta y mostrar lo que eran de verdad que vaya usted a saber. Todo el mundo tira la piedra y luego señala al vecino.

—Si yo le contara… —apuntó Fermín.

—El caso es que el padre del tal Vidal es un industrial poderoso y forrado hasta las cejas, y se dice que fue uno de los banqueros clave del bando nacional.

¿Por qué será que todas las guerras las ganan los banqueros? En fin, que el potentado Vidal pidió en persona al Ministerio de Justicia que buscasen a Martín y se asegurasen de que se pudría en la cárcel por lo que había hecho a su hijo y a su nuera. Al parecer Martín había estado fugado fuera del país por espacio de casi tres años cuando lo encontraron cerca de la frontera. No podía estar muy en sus cabales para volver a una España donde lo esperaban para crucificarle, digo yo. Y encima durante los últimos días de la guerra, cuando miles de personas cruzaban en sentido contrario.

—A veces se cansa uno de huir —dijo Fermín—. El mundo es muy pequeño cuando no se tiene adónde ir.

—Supongo que eso es lo que debió de pensar Martín. No sé cómo se las arregló para cruzar, pero algunos lugareños de la localidad de Puigcerdá avisaron a la Guardia Civil después de haberlo visto vagando por el pueblo durante días, vestido con ropas harapientas y hablando solo. Unos pastores dijeron que lo habían visto por el camino de Bolvir, a un par de kilómetros del pueblo. Allí había un antiguo caserón llamado La Torre del Remei que durante la guerra se había convertido en hospital para heridos en el frente. Estaba regentado por un grupo de mujeres que probablemente se apiadaron de Martín y, tomándole por miliciano, le ofrecieron cobijo y alimento. Cuando fueron a buscarlo ya no estaba allí, pero aquella noche lo sorprendieron adentrándose en el lago helado mientras trataba de abrir un boquete en el hielo con una piedra. Al principio creyeron que trataba de suicidarse y lo llevaron al sanatorio de Villa San Antonio. Parece que uno de los doctores le reconoció allí, no me pregunte cómo, y cuando su nombre llegó a oídos de capitanía lo trasladaron a Barcelona.

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