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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Tras el extraordinario éxito de
Menudas historias de la Historia
—40.000 ejemplares vendidos—, Nieves Concostrina vuelve a agudizar su ingenio para regalarnos más de trescientas nuevas historias, tan menudas y divertidas como la primera vez.

Una colección de sucesos, pifias y barrabasadas que ha rastreado siglo tras siglo y que no deja a nadie libre de una insólita peripecia: políticos, militares, reyes, artistas, obispos, inventores…


El encuentro de fútbol que irritó al Führer


¡A por los templarios!


El calculador ojo de Saladino


La madre que parió a los Cien Mil Hijos de San Luis


La increíble boda de Quevedo


El emperador mocoso

Se armó la de San Quintín
es una clara muestra de que la Historia NO es aburrida; que lo que hay que saber es contarla y transmitirla como lo hace la autora de este magnífico libro.

Nieves Concostrina

Se armó la de San Quintín

Y otras menudas historias de la Historia

ePUB v1.1

Dirdam
29.04.12

Edita: La Esfera de los Libros, S.L.

Fecha de publicación: 17 de abril de 2012

ISBN: 978-84-9970-725-9

Dirdam: Editor1 (v1.0 a v1.1)

Corrección de erratas:

v1.1 pachi69, 30/6/12

Agradecimientos

A RNE, por haberme permitido trabajar en la libertad más absoluta, sin trabas, recomendaciones ni sugerencias… y en particular a Carmen Pascual, por animarme y confiarme hace poco más de un lustro la arriesgada aventura de contar la historia sin miedo al qué dirán.

Y muy especialmente al jefe Juan Ramón Lucas y a todo el equipo de En días como hoy, por haberme hecho sentir satisfecha con mi trabajo. A él, y a todos y cada uno de ellos, no solo va dedicado este libro, también va mi más sentida gratitud.

Nota de la autora

Esto no es una segunda parte. Esto es una continuación, porque la Historia no se acaba nunca y porque de haber incluido las peripecias que pueblan este nuevo libro en el anterior hubiera implicado editar un tocho de novecientas páginas. Tampoco voy a negar que, por supuesto, las veinte ediciones que desde 2009 hasta hoy ha conseguido Menudas historias de la Historia me han animado a reunir en un nuevo libro otras tantas historias menudas.

Pero el espíritu sigue siendo el mismo que expresé en su momento: facilitar el acercamiento a esa disciplina tan apasionante llamada Historia. Esa a la que siempre hemos mirado de reojo y con miedo porque nos la transmitían señores sesudos que no se dignaban bajar un peldaño para hacerse entender. A los de mi generación nos hurtaron el divertimento que destilan gran parte de los acontecimientos históricos; nos ocultaron verdades como puños porque entraban en el terreno del chismorreo, pero que, sin embargo, se demuestran imprescindibles para entender cómo hemos llegado hasta aquí; evitaron lo políticamente incorrecto para que siguiéramos en el limbo, haciéndonos creer que los reyes eran intachables y los papas, piadosos. Todavía hoy lo intentan.

Y continúo insistiendo, como lo hice en su momento, en que estas otras historias menudas no pretenden ser más de lo que son: episodios muy resumidos de grandes hombres, de grandes hazañas, de grandes mentiras y de falsas apariencias que se hace necesario ampliar en fuentes más ilustradas para no quedarse solo en la superficie.

Ahora bien, si se deciden a instruirse, por poner solo un ejemplo, en alguna biografía de Alfonso XII, y en ella no se dice que su padre oficial no era el biológico, que su abuela era un corrupta, su madre una zoquete y él un asaltacamas… déjenlo y pasen a otra cosa. Les están volviendo a hurtar la verdad. Conocer los antecedentes chismosos de determinadas instituciones ayuda a no sorprenderse tanto por episodios más recientes.

Este libro es lo que es: una retahíla de sucedidos contado de la forma y manera que a la autora le divierte y con la sana intención de que el lector también encuentre otra manera de divertirse con la Historia.

¡A la guerra!
La madre que parió a los Cien Mil Hijos de San Luis

¿Cuál es el santo más fecundo del mundo? San Luis, el de los Cien Mil Hijos, y todos ellos, a la vez, comenzaron a invadir España el 7 de abril de 1823. Quienes se han dedicado a contarlos dicen que eso de cien mil es una fanfarronada, porque solo eran noventa y cinco mil y pocos. Exactamente, 95.062. Da igual. Para el caso es lo mismo. Vinieron en ayuda del mastuerzo de Fernando VII, que había pedido ayuda a su tío francés Luis XVIII. «Tío… tiíto… que mis malditos súbditos quieren que acate una Constitución… échame un cable, anda…». Y su tío le dijo: «Tranquilo, sobrino, voy para allá».

Antes de continuar, una aclaración. A partir de este momento y a lo largo de todo el libro, la mención del nefasto Fernando VII irá siempre acompañada de un adjetivo descalificativo. Es el particular homenaje en 2012 (año de edición de este libro) al bicentenario de La Pepa, aquel primer intento constitucional que pretendió librarnos de ser súbditos para convertirnos en ciudadanos. El ruin de Fernando VII lo impidió… y así nos ha ido.

Al lío.

Atendiendo a la llamada de socorro del pérfido Fernando VII, Luis XVIII anunció a las Cámaras francesas que cien mil franceses estaban dispuestos a marchar invocando a San Luis para conservar en el trono de España a un nieto de Enrique IV. El nieto era el rufián Fernando VII, y el abuelo, el primer Borbón francés. Que además no era su abuelo, sino mucho más allá de tatarabuelo. Pero bueno, es un detalle sin importancia. Todos eran borbones.

A los franceses de a pie no es que les cayera muy bien la idea de invadir España, porque ya habían acabado hasta el gorro de tanta guerra con Napoleón como para meterse en otra, pero al final se impuso el santo empeño del rey.

Y si hartos estaban los galos, más hartos estaban los españoles. Hacía solo diez años que nos habíamos librado del Bonaparte, y otra vez los franceses encima. Por eso cuando aquel 7 de abril atravesaron los Pirineos, los primeros destacamentos de los Cien Mil Hijos de San Luis, más que una invasión fue un paseo militar. Salvo los liberales más concienciados, nadie plantó cara. Los españoles veían pasar franceses como quien oye llover. Y encima traían órdenes de portarse muy bien con la población y de ir siempre muy bien arregladitos y aseados. ¿Han oído eso de «Eres más bonito que un San Luis»? Pues viene de entonces, de la buena impresión que dejaron los Cien Mil Hijos.

Vista la desidia, a los constitucionalistas no les quedó más remedio que poner tierra de por medio. Se llevaron el Gobierno de Madrid a Sevilla, y de Sevilla a Cádiz… y porque en Cádiz se acababa España y ya solo quedaba batallar. Si no nos separara de África el estrecho de Gibraltar, los liberales habrían acabado en Ciudad del Cabo huyendo de la prole francesa.

Y hasta Cádiz llegaron los Cien Mil Hijos de San Luis.

El 30 de septiembre de 1823 las Cortes de Cádiz tuvieron que rendirse, liberar al patán de Fernando VII y devolverle su absolutismo para que hiciera lo que le viniera en gana. No se pudo hacer otra cosa, porque los diputados estaban sitiados por tierra y por mar y Cádiz recibiendo bombardeos por los cuatro costados. Aquel fue el día en que Cádiz se acordó de la madre que trajo al mundo a aquellos cien mil hijos.

En los años previos a aquel mal día, las Cortes habían atado corto al rey porque era un peligro público en cuanto lo dejaban suelto. En su momento juró acatar la Constitución de 1812, pero en cuanto los diputados se daban la vuelta, se retractaba y decía que eso de los derechos constitucionales era una auténtica chorrada. Por eso, allá donde iba el Gobierno también iba el tarugo de Fernando VII.

Y en poder de las Cortes estaba el rey cuando aquel 30 de septiembre claudicaron ante los Cien Mil Hijos. Aceptaron liberarlo y, aunque no estaban como para poner condiciones a su rendición, las pusieron: lo harían si el Borbón firmaba que se olvidaría de todo y que no se tomaría la revancha. El falaz Fernando VII dijo que sí, que dónde había que firmar, y días después, tal y como era su costumbre, de lo dicho nada de nada.

La emprendió con los liberales, y España entró en la famosa Década Ominosa, aciaga… fatal. Y porque el cenutrio del rey se murió; si no, en vez de una década siniestra hubiéramos tenido dos… o tres.

El culebrón de Actium

Dicen los que saben, que la batalla de Actium, aquella que enfrentó en las costas de Grecia a Marco Antonio y Cleopatra contra Octavio, es una de las más decisivas de la historia, porque de que ganaran unos u otro dependía que el meollo cultural, económico y político de Europa se quedara en Roma o se trasladara a Alejandría. El 3 de septiembre del año 31 antes de nuestra era, Marco y Cleo rindieron sus fuerzas ante Octavio y decidieron que, dado lo que les esperaba, mejor irse a criar malvas. La batalla de Actium en realidad fue un cóctel de amor y política que dio inicio al Imperio romano.

Hay que irse un poquito más atrás para entender la que se montó en Actium: Julio César va y se muere. Vale. Marco Antonio se cree entonces el heredero legítimo, pero ¡sorpresa!, cuando se abre el testamento resulta que el heredero de Roma es otro, Octavio. Marco Antonio se mosquea, pero al final acaba pactando con Octavio y, junto con Lépido, forman un triunvirato y se reparten el gobierno de los dominios de Roma. Cada uno en su casa y Júpiter en la de todos.

¿Y qué pasa cuando hay tres jefes de departamento? Que siempre hay uno que quiere ser director general. Octavio, primero echó a Lépido, y mientras, a Marco Antonio no se le ocurre mejor cosa que repudiar a su mujer, que encima era hermana de Octavio, y casarse con Cleopatra.

Esto terminó de cabrear a Octavio, que levantó a Roma contra la reina de Egipto. Pero Octavio fue hábil. Le declaró la guerra solo a Cleopatra, y si Marco Antonio se unía a ella, problema suyo. Entonces también él sería enemigo de Roma. Y Marco Antonio picó, porque ya saben que hay un par de cosas que tiran más que dos carretas.

El triunfo de Octavio en la batalla de Actium trajo muchas consecuencias. Primera: Octavio se convirtió en el emperador Augusto y dio por inaugurado el Imperio romano. Segunda: Marco Antonio y Cleopatra protagonizaron unas muertes muy teatrales; lo cual trajo la tercera consecuencia: la película sin la cual jamás se hubieran enamorado Richard Burton y Elizabeth Taylor.

Solo una higuera salió viva

Quien haya visitado El Escorial habrá pasado y paseado por la Galería de Batallas, así que sin más remedio ha tenido que contemplar esa pintura interminable que casi hay que ver con patines, porque mide cincuenta y cinco metros de largo. Es la que representa la famosa batalla de la Higueruela, aquella en la que se pegaron castellanos con granadinos, moros con cristianos, el 1 de julio de 1431.

Cómo sería de feroz aquella refriega llamada al principio batalla de Sierra Elvira, que tuvieron que cambiarle el nombre por el de La Higueruela, porque lo único que quedó vivo tras la batalla fue eso, una higuera.

La batalla de la Higueruela, librada casi a las puertas de Granada, está considerada el penúltimo gran desastre de los granadinos. El último fue la definitiva pérdida de su reino musulmán a manos de los Reyes Católicos. Y aunque fue la reina Isabel la que se alzó con el triunfo definitivo, en realidad fue su padre, Juan II, el que tuvo la victoria a un palmo de sus narices. La historia no entiende que después de haber dejado muertos en el campo de batalla a casi quince mil musulmanes y de tener a Granada rendida y acongojada, el rey Juan diera media vuelta y se volviera a Castilla.

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