Read Se armó la de San Quintín Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (9 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
4.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y como esto va de envidiosos, en cuanto Hitler tomó París y vio el tamaño del arco del triunfo, también dijo: «Yo quiero uno para Berlín, pero más grande que el de Napoleón». Se quedó sin tiempo.

A las doce en punto nació Venecia

No todas las ciudades tienen la fortuna de que la historia haya recogido el año, el mes, el día y la hora de su fundación. Venecia es una de esas suertudas. El 25 de marzo del año 421, a las doce en punto del mediodía, se fundó Venetiae. Esta es la fecha que recoge la tradición y por tanto la que hay que respetar.

Venetiae, en adelante Venecia, viene del latín veni etiam, que significa «venid otra vez», porque, la verdad, los primeros que pisaron aquel grupo de islas se la pasaban yendo y viniendo de la costa a las islas y de las islas a la costa según les diera por atacar a los lombardos.

Los lombardos eran germánicos, pero les gustaba más el clima del sur de Europa, así que cruzaron los Alpes y no pararon hasta que se quedaron con el centro y el norte de Italia. Los invadidos de la costa norte del Adriático se defendían como podían, pero sobre todo salían por pies en cuanto veían un casco lombardo.

El refugio lo encontraron los actuales italianos en un grupo de islas en el que hacían tiempo hasta poder volver a casa. Y tanto fueron y vinieron que al final se fueron quedando para no perder tiempo en los viajes. ¿Y cómo se sobrevive en unas islas que no dan nada? Mercadeando. Hasta aquí historia pura y dura, y a partir de ahora una historieta con su pizca de leyenda.

Aquel 25 de marzo del año 421, tres cónsules enviados desde la ciudad de Padua llegaron a las islas para implantar un enclave comercial. Y como quisieron hacerlo de forma oficial para que no viniera luego nadie reclamando la laguna y sus islotes, fundaron una ciudad con todas las de la ley. Es decir, señalando año, mes, día, hora y nombre de los propietarios.

Pero Venecia, sobre todo, es una prueba palpable de la capacidad del hombre para adaptarse al medio, y mayor prueba aún de la habilidad que despliega el homo sapiens cuando se trata de adaptar el medio a sus necesidades. A ver si no cómo se entiende que en aquellos islotes inhóspitos e improductivos creciera el más poderoso imperio comercial de la Edad Media.

Olvidado Colón

El primero de junio de 1888 la reina regente María Cristina inauguró el famoso monumento a Cristóbal Colón en Barcelona. Reparen en la fecha, 1888, a solo una docena de años vista del siglo XX. Habían pasado cuatro siglos desde que el almirante había dado al mundo un nuevo continente, y España, el país que llevaba cuatrocientos años presumiendo de haber descubierto América, no le había dedicado ni una figurita de porcelana al hombre que lo logró. Eso se llama ninguneo.

Y no crean que ningunearon a Colón en el resto del mundo. Colombia se llama Colombia por Colón. En Estados Unidos hay más de seis ciudades que llevan el nombre de Columbus, y universidades como la de Nueva York, productoras de cine y transbordadores espaciales se llaman Columbia.

En España, sin embargo, Colón ha sido, sobre todo, el nombre del detergente que lavaba más blanco. Así que ya era hora de que alguien, en este caso Barcelona, decidiera a finales del siglo XIX levantar un gran monumento al descubridor de América. Era el primero que se erigía en España.

Nadie se engañe si, al fijarse en el pedestal del otro famoso monumento al descubridor que preside la madrileña plaza de Colón, ve que está inscrito el año de 1885, porque la fecha tiene trampa. Efectivamente, el artista concluyó su encargo en ese año, pero la estatua del Colón madrileño no se erigió hasta 1892, cuatro años después de la de Barcelona.

El proyecto catalán salió a concurso y pretendió financiarse por suscripción popular, pero como la plebe no aflojó el bolsillo al final lo pagó el ayuntamiento.

Y, por supuesto, el monumento no se libró de la polémica; no por la estatua en sí, que no tiene nada de especial, sino por el dedo. ¿A dónde apunta el dedo de Colón? Al margen de que esté feo señalar, parece que indica: «Por allí». Pero «por allí»… ¿qué? Esta señalando hacia el mar Mediterráneo; o sea, que América queda en su trasero.

Claro, si estuviera señalando en la dirección de América, quedaría raro, porque apuntaría tierra adentro.

Otros dicen que el Colón barcelonés está señalando hacia Génova, su lugar de nacimiento. Pero no hay que buscarle tres pies al gato. Colón está con el brazo derecho levantado y el dedo índice estirado porque ese fue su gesto en la carabela cuando vio y señaló tierra americana. Y si Barcelona fue la primera ciudad en inaugurar monumento a Colón, ¿saben cuál ha sido la última? Huelva, en 2011. Que ya les vale lo que se lo han pensado teniendo en cuenta que Colón partió de aquellas tierras.

Por cierto, también tiene el dedo estirado.

Un templo egipcio en Madrid

Si han pasado de visita por Madrid quizás hayan reparado, cerca del Palacio de Oriente y plantado en mitad del Parque del Oeste, en un templo egipcio, el Templo de Debod. Muchos creen que es de pega, porque los egipcios no llegaron tan lejos con su afán constructor; pero no, es un templo de verdad, traído del mismísimo Egipto.

La respuesta a qué hace un templo como tú en una ciudad como Madrid hay que buscarla en lo sucedido el 11 de enero de 1960. Aquel día comenzó a construirse la presa de Asuán, y el de Debod, al igual que muchos otros templos, estorbaba.

Construir la presa de Asuán fue un empeño personal del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser. Acababa de llegar al poder, y él, como sus antepasados, también quería hacer una obra faraónica. Se le metió entre ceja y ceja regular las crecidas del Nilo, porque eso de que el río se desbordara anualmente para convertir las tierras próximas en una fértil vega estuvo muy bien en otros tiempos, pero llegó el momento en que el Nilo iba a su bola y era muy difícil controlar la alternancia de las crecidas. Se perdían cosechas enteras de algodón, bien porque se inundaban, bien porque se secaban. Fue entonces cuando caviló Nasser: «Ya está… pues hago un gran lago con su presa y a partir de ahora controlamos nosotros las crecidas del Nilo».

Pero, claro, había que inundar una zona de quinientos kilómetros a lo largo de la orilla, y como los egipcios construyeron más templos que pisos Paco, el Pocero, decenas de ellos quedarían tragados por las aguas. Y lo más grave, el templo de Abu Simbel, la gran obra de Ramsés II, también quedaría sumergido, así que la Unesco hizo un llamamiento a todos los países del mundo para que ayudaran a salvar el patrimonio arqueológico. Con mano de obra y con dólares.

Es decir, había que desmontar los templos, piedra a piedra, y luego volver a montarlos en otro sitio. Se impuso un ritmo frenético: la presa, construyéndose, y los arqueólogos de medio mundo desmontando templos para salvarlos de morir ahogados antes de que Nasser abriera el grifo. Se salvaron la mayoría, no todos, y algunos países recibieron como premio llevarse a casa un templo.

A nosotros nos tocó en el reparto el de Debod, pero porque pagamos medio millón de dólares. Lo que costó reconstruirlo aquí es otra historia.

Buenos Aires elige santo patrón

Todos sabemos lo que es un santo patrón. Un santo elegido como supuesto protector de un colectivo, de un pueblo o de un país. ¿Y por qué hay que tener patrón? Pues, de entrada, para tener un día de fiesta. Por lo general, el patrón de un lugar se elige por la relación de ese santo con el sitio, pero ¿qué pasa cuando se funda una ciudad y no hay ningún santo a mano? Pues que hay que elegirlo por sorteo.

La elección por sorteo del patrón de Buenos Aires ha tenido su gracia, y no solo por la rifa, sino porque debe de ser de los pocos a los que, además, destituyeron del cargo. La cosa empezó en aquel 1580, tras la segunda y definitiva fundación de la ciudad de Buenos Aires. Ya la habían fundado antes pero, como todo el mundo se fue, hubo que fundarla otra vez.

El 20 de octubre se reunieron las autoridades para realizar un sorteo del que debería salir el patrón de la ciudad. Y salió el santo francés San Martín de Tours. No les hizo mucha gracia, y como todos estaban de acuerdo, volvieron a sortear. Y volvió a salir San Martín. Mosqueo general… y se repitió el sorteo. Por tercera vez salió el mismo santo. O San Martín era muy pesado o alguien hizo trampas, pero puesto que la divina providencia seguía apostando por el francés, se quedaron con él.

Lo empadronaron en Buenos Aires y ahí estuvo haciendo su labor protectora durante los siguientes dos siglos y medio, hasta que el político y militar Juan Manuel de Rosas fue nombrado gobernador de Buenos Aires. Estamos a mediados del XIX, una época en la que Buenos Aires estaba embroncada con Francia y los franceses mantenían un bloqueo a la ciudad.

El gobernador dijo: «Vamos a ver… No podemos seguir en este plan, porque nuestro santo es francés y está pasando de nosotros. A quien está echando una mano es a sus paisanos. Pues lo despido». Y lo despidió sin finiquito.

Lo apeó del patronazgo de Buenos Aires por ser «un santo flojo y mal federal». Eso sí, fue irse el gobernador, y San Martín de Tours recuperó su puesto de trabajo. El despido fue improcedente.

La Estatua de la Libertad, ese regalito envenenado

Qué hubiera sido de Estados Unidos sin la Estatua de la Libertad. Pues se hubieran tenido que inventar algo, porque hasta que no llegó ella el país no tenía un símbolo, un icono que lo representara en el mundo. Y eso que fue recibida de mala gana.

El 28 de octubre de 1886 el presidente Glover Cleveland inauguró, con diez años de retraso, la Estatua de la Libertad. Fue un regalo del Gobierno francés a los estadounidenses para celebrar el primer centenario de la independencia, pero la estatua dio tantos problemas que tardaron una década en solventarlos.

Vale que ahora la Estatua de la Libertad es la repera, pero en su momento fue un regalito envenenado. Primero, porque los franceses obsequiaron la estatua, pero luego había que buscar dónde poner ese armatoste y construir un pedestal que la sustentara. Y solo hacer el pedestal valía una pasta.

Se pidió a los estadounidenses que contribuyeran, que participaran en actos culturales para financiar la obra… pero allí no soltaba nadie un centavo. Tuvo que ser el magnate de la prensa Joseph Pulitzer, de dudosa catadura moral, el que pusiera a parir a los americanos desde las páginas de sus periódicos acusándolos de tacaños y agarrados. Ahí reaccionaron y por fin se consiguió el dinero para construir el inmenso pedestal que necesitaba el monumento para ser instalado.

Y qué decir de la Estatua de la Libertad que no sepa todo el mundo… que el diseño fue del escultor Bartholdi, pero que la estructura de acero la tuvo que hacer Eiffel, el de la torre, porque se necesitaba toda una obra de ingeniería interior que sujetara aquella exageración de estatua… que la señora llegó desmontada en 350 piezas… que es verde porque está cubierta de placas de cobre que se han oxidado… y que está disfrazada de los pies a la cabeza de pura simbología de libertad y contra la tiranía.

En su base hay un poema que dice: «Dadme a los cansados, a los pobres, a las multitudes que ansían respirar la libertad». Pues eso, que la estatua es muy bonita y el poema también, pero que se lo cuenten a los pobres que todavía esperan una reforma sanitaria en Estados Unidos que les permita operarse gratis de apendicitis. Mientras, serán libres para morirse donde quieran.

El «nauseabundo» metro de Londres

A primeritas horas del 10 de enero de 1863 en Londres no se hablaba de otra cosa. «¿Has subido ya?». «¿Y cómo es?». «¿Corre mucho?».

Hacía dos horas escasas que se había inaugurado el metro de Londres, el primero del mundo, el único medio de transporte que discurría bajo tierra. Un tren que, según el prestigioso diario The Times, era un «atentado al sentido común», un transporte que nadie en su sano juicio usaría con tal de no entrar en el «nauseabundo subsuelo». Anda que… lo clavó.

Si vieran las fotos de las calles de Londres en aquel siglo XIX… un follón de carretas con mercancías que se cruzaban con carruajes de pasajeros todos apretujados; caballos que se daban de morros con otros que venían de frente porque cada uno circulaba por donde le venía bien… Un caos. Porque Londres se había convertido en una ciudad de locos, masificada por la emigración y efervescente por la revolución industrial. En resumidas cuentas, que allí no cabía más gente, así que hubo que buscar una solución para que todos se movieran sin estorbarse.

Había un político, Charles Pearson, que llevaba años dando la matraca en la Cámara de los Comunes con eso de construir un tren subterráneo para aliviar las calles. Los parlamentarios, cada vez que le oían, se tiraban por el suelo. Dónde irá este visionario de pacotilla… pensaban. Su plan era abrir una zanja de cinco metros de profundidad, colocar en el fondo unos raíles y luego cerrarla con ladrillo dejando un túnel.

Los mismos parlamentarios que se reían de Pearson se rindieron a la evidencia cuando vieron que cada mañana se acumulaban doscientos mil seres humanos esperando los carruajes que les tenían que llevar hasta la City londinense. El tren subterráneo, efectivamente, se impuso como la única solución posible, pero también, evidentemente, a costa de los más pobres. Hubo que expropiar miles de casas para hacer aquellas zanjas por donde circularía la primera línea del metro. Como por aquel entonces no había tuneladoras, las casas que estaban en el recorrido de las primeras líneas había que derribarlas, y, por supuesto, no iban a expropiar las casas victorianas de los ricachones. Al fin y al cabo, el metro también era para los currantes.

Y un aviso: si van a Londres y alguien les invita a tomar el té en el número 23 de Leinster Gardens, no vayan. Es una casa falsa, puro decorado para tapar una chimenea de ventilación de aquella primera línea de metro. Una bromita para los novatos.

Yo lo vi primero
Alfred Nobel y su invento asesino

Nadie se sorprenda, pero ese jugoso premio en dinerito que cada diciembre de cada año reciben investigadores y escritores en Suecia procede directamente de un par de inventos que han costado millones de vidas.

El 15 de julio de 1864, Alfred Nobel patentó la nitroglicerina como explosivo… y años después inventó la dinamita… y con la enorme fortuna que amasó, creó los premios Nobel. Fue una forma de lavar su conciencia, porque nunca pudo superar que su invento fuera el juguete favorito de los humanos en tiempos de guerra.

BOOK: Se armó la de San Quintín
4.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Beloved Forever by Kit Tunstall
The Dog in the Freezer by Harry Mazer
The End of the Whole Mess: And Other Stories by Stephen King, Matthew Broderick, Tim Curry, Eve Beglarian
Tomb Raider: The Ten Thousand Immortals by Dan Abnett, Nik Vincent