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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (35 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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En resumidas cuentas, que los tercios se fueron a la porra, una expresión que tiene mucho que ver, precisamente, con los tercios de Flandes: los soldados arrestados debían permanecer junto a la «porra», una especie de garrote de mando del sargento que quedaba clavado en el suelo durante las paradas que hacían los tercios.

La expresión nada tiene que ver con las porras que se mojan en el chocolate.

La división territorial de España

España no ha cambiado prácticamente nada en 178 años. Casi todo está donde estaba. Y ahora viene la prueba.

El 30 de noviembre de 1833 el ministro de Fomento Javier de Burgos firmó el decreto que dividía este país en cuarenta y nueve provincias. Después de muchas intentonas fallidas; después de que incluso Napoleón nos intentara dividir en prefecturas y departamentos para que nos pareciéramos a Francia, llegó el ministro y dijo: «Se acabó, cuarenta y nueve provincias y santas pascuas». Teniendo en cuenta que ahora tenemos cincuenta… antes de seguir leyendo intenten descubrir cuál es la más nueva.

Canarias era una única provincia hasta que llegó el golpista Miguel Primo de Rivera y la dividió en dos, Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas. Por eso ahora somos cincuenta.

Hacía años que España intentaba hacer una división administrativa moderna del territorio, porque por estos lares estábamos fraccionados en reinos y había que sacar el salvoconducto cada dos por tres para atravesar fronteras. Sin salir de España, había que pasar un montón de aduanas. Hasta que llegó el ministro de Fomento y puso todo en orden, aunque no se libró de meter la pata y dejar un mosqueo que aún dura en algunos territorios.

Como resultó que cada provincia llevaría el mismo nombre que la capital, la clave estaba en la elección de esta. Se supone que en la distición mandaba el mayor número de habitantes, pero teniendo en cuenta que el censo que había era bastante chapucero, a decir de muchos estudiosos el ministro se coló. Porque vivía más gente en Cartagena, Vigo y Reus que en Murcia, Pontevedra y Tarragona.

El asunto se agravó porque la Iglesia también quiso meter cuchara y presionó para que se declararan capitales las ciudades en las que ya estaban los cabildos episcopales. Y esto también influyó para que le birlaran la capitalidad a Cartagena, porque resulta que el obispado estaba en esta ciudad, pero en el siglo XIII alguien se había inventado una bula papal que autorizaba el traslado a Murcia… una bula que jamás apareció. Es decir, que el obispo se trasladó porque quiso y por su cuenta. Cartagena perdió el obispado y de rebote acabó perdiendo la capitalidad. Cosas pasan…

La Orden de Carlos III, en honor a un nieto…

Seguro que alguna vez han oído eso de: «Se concede la Gran Cruz de Carlos III a fulanito». «Se ha investido a menganito con el collar de la Orden de Carlos III». Es un reconocimiento que se otorga a ciudadanos que han hecho esfuerzos, han tenido iniciativas o han prestado servicios extraordinarios al país.

Pero… ¿de dónde viene esto? A ello vamos. El 19 de septiembre de 1771 el rey Carlos III firmó el decreto que fundó la Orden a la que puso su nombre: la Orden de Carlos III. ¿La fundó por las buenas? ¿Porque se le ocurrió en mitad de una aburrida jornada de caza en la que los conejos no se dejaban? Nooooo… lo hizo como acción de gracias para celebrar el nacimiento de su primer nieto. Porque los que se le resistían no eran los conejos, sino los nietos.

Ya sabemos que la mayor preocupación de los reyes siempre es tener un hijo varón a toda costa para asegurar la continuidad de la Corona. Carlos III ya tenía sucesor, su hijo Carlitos, el que acabaría siendo Carlos IV. Pero Carlitos se casó y no atinaba. El niño no venía, con lo cual Carlos III tenía sudores fríos porque su hijo llevaba siete años casado y no había forma de que le diera un nieto. María Luisa de Parma, la nuera, se embarazaba, pero poco, porque no cuajaba nada. Cuando por fin vino al mundo el crío, después de que Carlos III se encomendara a Dios y a todos los santos de su nómina, fue tal la alegría… tal la satisfacción por el extraordinario servicio a la nación que suponía la llegada de un nieto varón que acabaría heredando el trono, que el rey fundó la Orden de Carlos III aquel 19 de septiembre, coincidiendo con la fecha de nacimiento del muchacho.

También es cierto que se precipitó un poco, porque el crío se murió a los tres años. Menos mal que a partir de ese primer nacimiento la pareja cogió impulso y ya no paró. No había año sin embarazo. Hubo veinticuatro en total, catorce de los cuales llegaron a término, aunque solo siete de los hijos alcanzaron la edad adulta. Entre ellos, vaya por Dios, el que acabaría siendo el ordinario Fernando VII, un rey que más que una Orden en su honor, hubiera merecido una colleja.

No solo no prestó ningún servicio extraordinario a España, sino que se pasó el reinado haciendo la puñeta.

… y la del Toisón de Oro, por una boda

Han oído hablar de la Orden del Toisón de Oro, seguro. Ese collar de oro que de vez en cuando el rey de España impone a quien considera amigo de la corona y le nombra con ello caballero de esta orden de alto standing. Ahora bien, no se pierdan el periplo que ha seguido el famoso collar hasta que ha llegado a la España de nuestros días, porque la Orden del Toisón de Oro nació el 10 de enero de 1429 en Brujas, en Bélgica.

Se la inventó el duque de Borgoña Felipe III para celebrar que ese día se casó con su tercera esposa. ¿Y cómo ha acabado esto del Toisón en manos de Juan Carlos I?

El duque de Borgoña crea la orden del Toisón de Oro y se inventa un collar que se impone, en mitad de grandes boatos, a todos aquellos soberanos a los que consideraba aliados. Era una especie de club muy exclusivo que reunía a los amiguetes de las realezas cristianas europeas.

La capacidad para imponer el collar solo estaba en manos del duque de Borgoña, así que cuando se murió el que se inventó esto del Toisón de Oro, Felipe III, esa capacidad fue pasando a sus herederos. Y después de muchas bodas y muchos cruces entre monarquías, el ducado de Borgoña fue recayendo en personajes de lo más variopinto, hasta que el Toisón llegó a manos de los Austrias y entró en España con Felipe el Hermoso. Aquí se quedó hasta que se murió el último de los Austrias, Carlos II.

Es decir, que cuando los borbones se instalaron en el trono de España, ya no les tocaba de cerca esto del Toisón de Oro, pero como lo de imponer el collar y nombrar nuevos caballeros daba mucho caché, siguieron como si nada hubiera pasado. Ni un solo rey ha dejado de nombrar sus nuevos miembros, que, para qué engañarse, casi todos son integrantes de otras monarquías porque entre reyes anda el juego.

Juan Carlos I, en lo que lleva de mandato, ha impuesto veintitrés Toisones de Oro, el más polémico y por el que le llovieron críticas de todos lados fue el que le otorgó en 2007 al rey de Arabia Saudita. Pero no tienen razón quienes se enfadaron, porque el Toisón de Oro no es una condecoración de Estado ni la entrega España. Es un regalo que decide el rey para quien él quiere. Y se lo puede dar, si le apetece, al pato Donald. En su capricho queda. Además, tener el Toisón de Oro, servir, no sirve absolutamente para nada.

El último «merecedor» del Toisón de Oro ha sido el presidente de la República francesa Nicolás Sarkozy, de donde se deduce que el galardón ha perdido parte de su donosura: un republicano recibiendo un reconocimiento real suena ciertamente raro, raro, raro…

Y un detalle más: el Toisón de Oro no queda en propiedad del condecorado, porque debe ser devuelto a la corona española tras su muerte. Ni se imaginan la cantidad de herederos que se han hecho los locos a la hora de devolverlo y otros que lo han fundido. «¿Toisón? ¿Qué Toisón?… Nunca hemos visto uno entre las cosas de papá…».

La corona… o sea, nosotros, no ganamos para toisones.

Barras y estrellas

Si hay algún estadounidense con los ojos puestos en estas líneas, que se ponga, ¡ya!, la mano en el corazón porque vamos a hablar de su bandera. Aunque también podrían meterse la mano en el bolsillo puesto que hablamos del rey del mambo en manejos económicos. El 14 de junio de 1777 el Congreso de Estados Unidos resolvió que su bandera tuviera trece rayas alternas rojas y blancas y que la unión fuera reflejada por trece estrellas blancas en un campo azul. Evidentemente, la primera banderita la pensaron unos señores, pero la cosió una señora.

Tampoco hay que confiar en que lo que maduraron aquellos señores fuese muy original, porque, si nos fijamos, la bandera de la Compañía Británica de las Indias Orientales resulta que es sospechosamente parecida. Quizás Estados Unidos acabó convertida en la primera potencia mundial porque inspiró su bandera en la de una empresa.

Como no quedó muy documentado a quién se le encargó la confección de la primera bandera, no queda otra que echar mano de la tradicional leyenda, pero es la leyenda oficialmente aceptada. Tres hombres, entre los que estaba George Washington, hicieron un dibujito en el que plasmaron cómo debía ser la bandera a estrenar, pero como lo de coser no se les daba, buscaron a una costurera. La mujer se llamaba Betsy Ross, tenía un negocio de tapicería y vivía en Filadelfia.

El boceto constaba de trece barras que representaban las trece colonias originales, y en el cuadradito azul tenían que ir puestas en círculo otras trece estrellitas de seis puntas en recuerdo de esas mismas trece colonias. Pero la costurera introdujo una mejora, porque pensó ella que las seis puntas de cada estrella le iban a dar mucho trabajo, así que les convenció de que quedarían más monas con solo cinco puntas.

Hay que reconocerles que el diseño estaba bien pensado, porque eso ha permitido ir añadiendo estrellas hasta las cincuenta actuales.

Cada 14 de junio de cada año, rememorando el evento, Estados Unidos señala en el calendario la fiesta del Día de la Bandera, precisamente la jornada en la que se queman más banderas estadounidenses que las que arden durante todo un año en Irán. Ellos son muy suyos para sus cosas, y organizan ceremonias para quemarlas porque tienen prohibido tirarlas a la basura.

Es más, legalmente está prohibido hasta que toquen el suelo. Sageraos…

La «redención a metálico»

La mili ya es historia, y sus batallitas también, pero hubo un tiempo en que fue historia trágica, porque solo pasaban por el suplicio militar los desheredados, los que no tenían medios para escaquearse. Los señoritos pijos se libraban con todas las de la ley, y la culpa de semejante discriminación la tuvo el ministro Mendizábal, el mismo que se hizo famoso por sus medidas desamortizadoras. El 1 de septiembre de 1836 Juan Mendizábal estableció la «redención a metálico» del servicio militar. Es decir, el que tenía cuartos pagaba y se libraba de la mili con el beneplácito estatal. En su lugar, claro, tenía que ir un pobre.

¿Quiénes iban a la mili? Pues al principio no era obligatoria. Tenían que presentarse voluntarios los mozos de entre veinte y treinta años a cambio de una mínima compensación económica. Pero, claro, como nunca había suficientes mozos sacrificados, se estableció que otros muchos fueran por obligación. No quedaba otra que realizar un sorteo entre los españoles de veinte y veintidós años para alistarse a la fuerza y cubrir el cupo necesario. A algún ciudadano le traerá este asunto buenos recuerdos, sobre todo a los que se libraron de la mili hasta casi finales del siglo XX por ser «excedente de cupo».

Pero volvamos al siglo XIX. Si resultaba que alguno de aquellos jovenzuelos era un niño rico, papá llegaba con seis mil reales, pagaba y el muchacho se libraba. Pero también había otra posibilidad: pagar a un pariente pobre, hasta en cuarto grado de parentesco, para que ocupara el lugar del niño rico. O sea, se trataba de buscar un primo, en los dos sentidos del término.

Esta norma discriminatoria se mantuvo durante muchísimos años, hasta principios del siglo XX, una época en la que España estaba metida en guerras cada dos por tres. Cuando el ejército te arrebataba a un miembro de la familia para hacer la mili, malo. Ya lo decían entonces: «Hijo quinto sorteado, hijo muerto y no enterrado».

Esto de que algunos mozos se libraran de la mili gracias al dinero de la familia trajo consecuencias muy graves. Solo hay que remitirse a la famosa Semana Trágica de Barcelona, cuando se soliviantaron los ánimos porque las señoronas burguesas repartían escapularios y prometían rezar por quienes embarcaban para luchar en Marruecos. Las mismas señoras que habían pagado para que sus hijos se libraran de ser reclutados.

Pregón contra la sífilis en París

La sífilis es una enfermedad de transmisión sexual que tiene remedio. Esto está más que sabido, pero lo sabemos ahora. Cuando la sífilis se empezó a extender por Europa en la Edad Media, nadie sabía lo que era ni de dónde venía ni cómo se curaba. Algo parecido a lo que ocurrió con el sida en pleno siglo XX. Por eso el día 25 de marzo de 1493 se leyó un pregón en todas las calles de París por orden del rey Carlos VIII exigiendo a todos los que estuvieran enfermos que abandonaran la ciudad. El que no cumpliera con la orden iría de cabeza al río Sena.

La sífilis no se llamaba sífilis. Se conocía como «la gran viruela», porque era muy contagiosa y porque las señales que presentaba el enfermo eran muy parecidas. Y además todo el mundo echaba la culpa al país de al lado como responsable de propagar el mal. Los primeros señalados fuimos los españoles. Todo el mundo dijo que habíamos traído la enfermedad de América por ligar de más con las indias, aunque ya ha quedado demostrado que la sífilis estaba en Europa, concretamente en Inglaterra, antes de que los españoles se fueran de viaje.

Pero sobre todo la culpa se echaba al vecino: los italianos llamaban a la sífilis el mal francés; los franceses, el mal italiano; los rusos, el mal polaco; los japoneses, el mal portugués, y los españoles lo llamaban la enfermedad de la isla de La Española. Nosotros dando la nota y echándole la culpa a los indios.

En aquel año de 1493 la sífilis tuvo una explosión en la vieja Europa fuera de lo normal y, aunque sí se sabía que las relaciones amorosas tenían todo que ver con el contagio, pocos pusieron freno a la pasión. Mucho menos en París, la ciudad del amor. Así que, como los parisinos no se estaban quietos, en nombre del rey y del preboste de la ciudad se ordenó a todos los enfermos, tanto hombres como mujeres, que abandonaran París, y que los extranjeros regresaran a los países en que habían nacido, bajo pena de ser arrojados al Sena si se les atrapaba después de la lectura de aquel pregón.

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