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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (16 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Los únicos flamencos que nos quedaron fueron los que se arrancaban por bulerías.

La Paz de los Pirineos

El 17 de noviembre de 1659 España y Francia, después de varios años a la greña, firmaron lo que se llamó la Paz de los Pirineos. Pero como esto tiene más bien poca gracia y no pasa de ser otro tratado de paz después de otro periodo de guerra, mejor centrar la historia en asuntos más simpáticos.

Se trata de ver dónde y cómo se firmó aquel tratado. Fue en un islote que mide la mitad de un campo de fútbol, en todo el centro de un río y dentro de una choza construida al efecto y dividida en dos mitades, una parte francesa y otra española. Y allí estaba el mismísimo D’Artagnan. Esta es la historia de la isla de los Faisanes.

El río Bidasoa, durante sus últimos kilómetros de recorrido hasta la desembocadura en el Cantábrico, marca la frontera entre España y Francia. Es decir, de una orilla hacia allá es Hendaya, y de la otra orilla para acá es Irún. Y resulta que la isla de los Faisanes está en todo el medio del río y es, qué gracia, mitad española y mitad francesa. Ese fue el lugar elegido para negociar y firmar la Paz de los Pirineos.

Se improvisaron dos puentes hechos con barcas que unían las orillas de los dos países con el islote y se construyó una especie de caseta dividida en dos partes exactamente iguales. Una parte era territorio francés y la otra mitad, territorio español. Cada uno de los negociadores se sentaba frente a frente, en su mesa y en su lado del país.

D’Artagnan andaba por allí porque era el asistente del cardenal Mazarino, y Mazarino fue el negociador francés. Pero no piensen en el D’Artagnan del «uno para todos y todos para uno». Ese es el que se inventó Alexandre Dumas. El auténtico no era tan peliculero.

Y también anduvo por allí el mismísimo Velázquez, porque era el aposentador real, el encargado de la logística para que, cuando meses después de aquel 17 de noviembre llegara el rey Felipe IV para ratificar la Paz de los Pirineos con Luis XIV, no le faltara de nada.

La isla de los Faisanes está encajada en la historia como escenario de grandes encuentros entre España y Francia y son los ayuntamientos de Hendaya e Irún los que la gobiernan. Seis meses la cuida Hendaya, y otros seis meses, Irún. ¿Y qué cuidan si no vive nadie? Caray… pues los arbolitos, las plantas, el césped… que nunca se sabe si habrá que volver por allí a firmar otro tratado.

Sucedidos reales… e imperiales
La importancia de llamarse Recaredo

El 21 de abril de hace la torta de años, concretamente en el 586, subió al trono el visigodo Recaredo. Esto, dicho así, suena a muy antiguo y a muy aburrido, pero este sucedido tiene más miga de la que aparenta, porque resulta que el señor Recaredo fue el primer rey católico que tuvo el país conocido ahora como España.

No hay que olvidar que España no era España, era el reino Visigodo de Toledo, que en realidad pillaba casi toda la península Ibérica a excepción de la cornisa cantábrica, que diría un meteorólogo.

Al margen de la gracia que pudieran tener los nombres visigodos (porque tiene delito llamarse Gosvinta, Chilperico o Clodosinda), cuando estos señores asentaron sus reales en la península que nos ocupa y se quedaron con ella en el siglo V, trajeron consigo la religión de moda, el arrianismo. Los arrianos también eran cristianos, pero a su manera, porque ellos negaban la Trinidad. Es decir, nada de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Para ellos el único viable era Dios, que luego creó a Jesucristo; luego Jesucristo ya no era divino porque era un segundón.

Para Roma, el arrianismo era una herejía y como tal lo condenaba. Pero llegó el momento en que a Recaredo le tocó subir al trono y su principal empeño fue pacificar el reino porque por estos lares andaba todo el mundo a tortas y con la religión en el centro de los conflictos: católicos por un lado, arrianos por otro… además de la impronta que habían dejado los romanos con sus muchos y variados dioses.

Recaredo decidió que se acabó; que todos arrianos o todos católicos, así que se convirtió al catolicismo, en parte por convicción y en parte para arrimarse las simpatías de Roma. Puso el latín como la lengua oficial e implantó la fe católica como religión obligatoria en el reino.

El papa Gregorio Magno se puso contentísimo con la noticia y dio todo su apoyo a Recaredo, pero solo de boquilla, porque cuando el rey le pidió ayuda tiempo después, cuando se le echaron encima los bizantinos, el magno Gregorio dijo que, en fin… que mejor no se metía en batallas ajenas.

Afortunadamente, Recaredo no se lo tuvo en cuenta y, ya puestos, continuó con su plan católico, un plan que se alargó durante los siguientes catorce siglos. Qué… ¿fue o no importante el señor Recaredo?

Carlos V y el 24 de febrero

Hay que ver cómo se pirraba Carlos I de España y V de Alemania por el 24 de febrero. La cogió llorona con esta fecha: ese día vino al mundo, también ganó la más famosa de sus batallas, la de Pavía, nació su quinto y más famoso hijo extramatrimonial, don Juan de Austria, y fue igualmente la fecha en la que inició su retiro en Yuste.

Pero si el propio rey tuviera que elegir su 24 de febrero favorito elegiría el de 1530, el día en el que el papa Clemente VII le coronó emperador. Al rey le salía la satisfacción por las orejas. El papa, en cambio, no pudo hacer otra cosa que tragar bilis.

Hay que remitirse a un hecho anterior para entender el odio que el papa le tenía a Carlos V. Solo tres años antes el emperador había ordenado el saqueo de Roma, momento en el que treinta y cinco mil soldados arrasaron la ciudad, arramblaron con el patrimonio de la curia pontificia y el papa tuvo hasta que pagar por su liberación. Pues resultó que ese mismo pontífice, Clemente VII, tuvo que ceñir en la cabeza de Carlos la Corona de Hierro de los Lombardos, una joya que, para quien quiera creerlo, está forjada en su interior con uno de los clavos de la crucifixión de Cristo. Si se recopilaran todos los clavos que se veneran daría para poner una ferretería.

La coronación se celebró en Bolonia porque en Roma todavía estaban de uñas con el emperador, así que lo que se hizo fue disfrazar la iglesia de San Petronio de Bolonia como si fuera San Pedro de Roma. Un decorado teatral en toda regla.

El papa cumplió con su papel de sometido: entregó a Carlos la espada que le daba «los derechos de la guerra», puso en una de sus manos el cetro y, en la otra, la bola de oro que le otorgaba el imperio del mundo. Todo ello rodeado de una pompa y un derroche que imitaba la coronación de los emperadores romanos.

A partir de ese momento, aunque Carlos V no podía mandar más de lo que ya mandaba, extendió su poder hasta las mismísimas fronteras de Dios. Dicen que quizás por ello el día de la coronación sufrió un castigo divino. La pasarela elevada que se levantó para ir desde el palacio hasta la iglesia, diseñada para que todo el mundo viera el paseo del emperador, se hundió y no pilló al papa y al emperador de milagro.

Pero no fue un castigo, es que la pasarela estaba mal hecha. Las prisas.

La abdicación de José I Bonaparte

Llevamos dos siglos en los que, solo por lo bajini, se puede decir que José I Bonaparte no fue tan mal rey como algunos se empeñaron en transmitir, sobre todo si se le compara con otros mucho más garrulos que nos tocaron en suerte. Y seguramente lo hubiera sido aún mejor si Napoleón le hubiera dejado reinar y si los españoles le hubieran permitido continuar.

El 29 de diciembre de 1813 José I Bonaparte, rey de España, abdicó a favor del mentecato Fernando VII, que sería español, vale, pero mucho peor monarca que el francés de aquí a Lima. España perdió el tren de la modernidad cuando se fue Pepe Botella y los españoles tuvieron lo que merecieron cuando recibieron al fatídico Fernando VII al grito de: «¡Vivan las cadenas!».

José Bonaparte llegó al trono de España por orden de su hermano, cierto, pero una vez metido en faena intentó hacerlo lo mejor posible, pero para eso necesitaba que Napoleón le dejara gobernar. Ahí comenzaron sus diferencias.

El nuevo rey, buen político, mejor diplomático y con una amplia cultura, estuvo empeñado en que España caminara sola con un gobierno constitucional y moderno, y por eso tuvo el apoyo de los llamados afrancesados, muchos de ellos intelectuales ilustrados que confiaban en un futuro país renovado. Pero Napoleón no aceptaba un reino autónomo, aunque fuera su hermano el que lo gobernara. Él quería que España fuera una pata más de su imperio napoleónico y en su intención estaba seguir manejando los hilos.

Nunca se pusieron de acuerdo los hermanos Bonaparte, y si ya era difícil reinar con el pelmazo de Napoleón vigilando, el asunto se complicaba más con un país en guerra en el que, y esto tiene su lógica, se intentaba expulsar al invasor francés.

Pero éramos tan bobos, tan ignorantes, tan manipulables los españoles de aquel entonces, que mientras muchos se dejaban la vida en la lucha por recuperar el trono para el Borbón, el cínico Fernando VII maniobraba para casarse con una de las dos hijas de José Bonaparte. Y eso que eran unas niñas de apenas diez años, pero a él le daba lo mismo ocho que ochenta con tal de recuperar la corona.

Al final la guerra contra el francés se ganó y José Bonaparte tuvo que abdicar. Nuestra inmediata consecuencia fue la vuelta al absolutismo, a la falta de libertades y al aquí mando yo y nadie más que yo. El sino de este país hasta hace nada.

Un pasito pa’lante y dos pa’trás.

Emboscada a Atahualpa

Andaba Francisco Pizarro haciendo de las suyas por Perú, cuando llegó a la ciudad de Cajamarca y buscó un encuentro con el rey inca Atahualpa. «Querrá negociar este humano barbudo —se dijo el señor de los incas— y rendirme honores, que por algo soy el mandamás de estas tierras». Y así fue como, por confiarse y acudir a aquella cita, el 16 de noviembre de 1532 Atahualpa vivió sus últimos momentos de libertad.

No era una cita diplomática, era una emboscada. Pizarro lo apresó, lo condenó, lo ejecutó y le convirtió en el último rey de los incas.

Pero lo que ocurrió aquel 16 de noviembre tiene guasa. Cuando Atahualpa llegó al encuentro con Pizarro no le estaba esperando el conquistador, sino un fraile llamado Vicente de Valverde. Aquello era el colmo, porque el rey inca había acudido a la cita como mandaba su dignidad real, con toda una comitiva, adornado con oro y esmeraldas hasta las cejas y encima de una litera acarreada por ochenta hombres. Pero lo estaba esperando solo un tipo vestido con unas faldas marrones, una cruz en una mano y un libro en la otra.

Un tipo que, sin darle ni los buenos días, le dijo al rey Atahualpa que antes de nada tenía que reconocer la autoridad del emperador Carlos V y la palabra del único Dios. «Y esos dos… ¿quiénes son? Y la palabra de Dios… ¿eso qué es?, ¿dónde está?».

El fraile señaló la Biblia que llevaba en la mano, pero Atahualpa no había visto un libro en su vida porque los incas no sabían lo que era la escritura. Así que cogió el mamotreto, lo sacudió, vio que de allí no salía nada, mucho menos la palabra del tal Dios, y lo tiró al suelo. Cumpliendo con el plan previsto, el fraile Vicente hizo mutis por el foro y Pizarro dio la orden de atacar.

La caballería y la infantería se echaron encima de Atahualpa y de toda su comitiva y se los llevaron a empujones ante el conquistador. Fue el último día de libertad del último rey inca. Le esperaban ocho meses de cautiverio y la ejecución.

Eso sí, le dijeron, «si te bautizas te matamos a garrote, y si no, en la hoguera. ¿Qué te va mejor?». El rey hizo sus cálculos y pensó que el garrote dolía menos, así que prefirió morir como el cristiano Francisco de Atahualpa. Amén.

Carlos IV llega a su exilio plateado…

Ya tenemos todos más que archisabido que entre las consecuencias del famoso Motín de Aranjuez y la consecutiva invasión de Napoleón estuvo la salida de Carlos IV de España. Vamos, que se quedó sin trono.

El 18 de octubre de 1808 el rey llegó a Marsella para pasar allí su exilio. Pobriño… pensará alguien… un rey destronado y humillado. Bueno, si un palacio en el sur de Francia con doscientos criados y con la agenda repleta de jornadas de caza les provoca pena, sea.

Con Carlos IV hay un tremendo tejemaneje de idas y venidas, de abdicaciones y recuperaciones del trono. Primero abdicó en su hijo, el inefable Fernando VII, tras el Motín de Aranjuez; luego el hijo abdicó en su padre, y al final Carlos IV volvió a abdicar en Napoleón. A esas alturas, los españoles tenían un lío de reyes que no se aclaraban.

El caso es que fue en Bayona (Francia) donde se produjo esa segunda abdicación a favor de Napoleón, y por tanto la familia real quedó a cargo del emperador francés. Eran sus huéspedes, aunque sería más ajustado llamarlos rehenes. Desde Bayona, el Bonaparte los envió al norte de Francia, pero a Carlos IV y a su prole no les gustó el hotel. Les pareció todo muy cutre, por eso Napoleón les buscó otro palacio más al sur, en Marsella. Dónde va a parar… la Costa Azul… Allí se instalaron tan contentos Carlos IV, la reina, su novio Manuel Godoy —novio de la reina, se entiende— y doscientas personas a su servicio.

Cierto que el rey se aburría; por eso consiguió el permiso de Napoleón para comprarse una parcelita cercana y dedicarse a lo que más le gustaba, cazar. La reina María Luisa de Parma y Godoy no se aburrían tanto, porque mientras el rey se iba a pegar tiros a las perdices, ellos estaban, ya saben, en sus cosas.

Carlos IV era más simple que el asa de un cubo, y solo conviene recordar lo que un día le dijo a su padre, a Carlos III: «Papá, los únicos maridos que pueden tener la certeza de que sus mujeres no les engañan somos los príncipes, porque ¿dónde van a encontrar nuestras esposas hombres de mayor excelencia que los hijos de un rey». A lo que Carlos III respondió: «¡Pero qué tonto eres, hijo mío!».

Pues eso, que el rey pegaba sus tiros y Godoy con la reina, los suyos. Casi cuatro años permaneció la corte de Carlos IV en el exilio de Marsella, porque luego hubo que trasladarla a Italia. Y esa es la historieta que llega a continuación, que recoge el momento en que el ocioso rey abandonó su exilio plateado…

… y lo cambia por el dorado

En las líneas inmediatamente precedentes recordábamos el día en que el rey Carlos IV, expulsado de España por Napoleón, se instaló en su exilio de Marsella con toda su familia y doscientos criados. Un exilio que duró cuatro años, exactamente hasta el día 25 de mayo de 1812, cuando el Bonaparte decidió que Marsella no era un puerto seguro y que alguien podría intentar rescatar al monarca.

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