Se armó la de San Quintín (13 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Porque no se trataba de convencer a nadie con palabrería bien armada, sino de demostrarlo y que todo el que quisiera, después de la presentación, pudiera ver el bacilo de la tuberculosis, el bacilo de Koch, bailando el mambo bajo la lente. Cuando el doctor terminó de hablar no hubo ni un aplauso, ni una pregunta. Todos callados. Los colegas más envidiosos se levantaron y se fueron. El resto, uno a uno y en silencio, se acercó a conocer el bacilo de Koch.

Aquella conferencia aún hoy se considera una de las más importantes de la historia de la medicina, porque estuvo tan bien expuesta, de forma tan innovadora, tan clara que a partir de entonces se sentaron las bases del procedimiento científico. Así se tenían que hacer las cosas, y por eso Robert Koch acabó siendo el padre de la bacteriología y obtuvo el Premio Nobel de Medicina.

Qué buena noticia que gracias a él se pudiera comenzar a buscar el remedio para la tuberculosis ¿verdad? Y qué bien que al final se consiguieran los fármacos para curarla ¿no? Y qué vergüenza que una enfermedad tan controlada todavía mate cada día a cinco mil personas en el mundo. En el Tercer Mundo.

Los jaleos de los antiguos
¡Tiberio al Tíber!

No se entiende cómo en la Antigua Roma había tortas por gobernar. El que no acaba envenenado, moría cosido a puñaladas… Otros, estrangulados, y alguno más prefirió el suicidio antes de que lo «suicidara». Un día después de los idus de marzo del año 37, o sea, el 16, le llegó la hora a Tiberio. Aún hoy no está claro si se murió él solo, si lo asfixió un guardia pretoriano o si lo estranguló Calígula, que es el que reúne todas las papeletas porque fue el sucesor.

Al menos Tiberio tuvo la suerte de morir talludito, porque había cumplido los 78, y después de ostentar el poder durante veintitrés años. Todo un récord. Pero con este emperador, el segundo que tuvo Roma, uno no sabe a qué carta quedarse, porque para unos fue un gobernante capaz y para otros un desequilibrado. Los romanos le cogieron manía porque se empeñaron en compararlo con su antecesor, Augusto, muy querido y respetado pese a que impuso el culto divino a su persona y se creía lo más de lo más.

Tiberio, en cambio, dirigió el imperio con ecuanimidad, imponiendo la libertad de palabra y pensamiento, prohibiendo que le trataran como a un dios, restringiendo los lujos innecesarios y mostrando el máximo respeto por el Senado. Pese a todo esto, los romanos no lo soportaban. A la plebe, a veces, no hay quien la entienda.

La cuestión es que Tiberio acabó hasta el gorro de Roma y los romanos y decidió abandonarlo todo. Se retiró a la isla de Capri, que tampoco es mal sitio, y fue allí donde se forjó su leyenda negra: pervertido sexual, bebedor, pedófilo, torturador… pero tampoco se sabe si estos fueron los sambenitos que le colgaron en Roma o si de verdad se le fue la cabeza. Sea como fuere, el populacho recibió la muerte de Tiberio con algarabía y al grito de: «¡Tiberio al Tíber!», porque a los romanos les encantaba tirar a los emperadores muertos al río. Pero la alegría duró lo justo, porque entonces no sabían la que les venía encima con Calígula. Ahí fue cuando se les cortó la risa.

Claudica el superviviente Claudio

¿Recuerdan aquella genial serie que emitió Televisión Española titulada Yo, Claudio? Era la típica de romanos, pero gracias a ella supimos más de aquel emperador al que todos tomaron por tonto, que llegó al cargo sin quererlo, que tuvo la esposa más frescachona de la Antigua Roma, la famosa Mesalina, y que también se murió sin querer el 12 de octubre del año 54, hace la torta.

Eso de «sin querer» se refiere a que lo envenenaron. Por eso nunca quiso ser emperador, porque ya se olía él que o te mataba tu propia guardia o te envenenaba el de al lado para que subiera el siguiente en el escalafón.

Claudio, cómo olvidarlo, era tartamudo y cojo. Bastante miedoso, acomplejado… pero también salió bastante listo, porque como no perdía el tiempo en los habituales fiestones romanos —para qué, si todos lo despreciaban—, pues se dedicó a leer, a estudiar filosofía e historia y a escribir. Muchos lo tomaron por tonto, pero no lo era. Se lo hacía porque era muy listo y sabía que era la única manera de sobrevivir en la intrigante corte romana.

Si se echan cuentas sale que Claudio fue el emperador al que le tocó reinar entre dos locos de atar. Su antecesor fue Calígula, y su sucesor, Nerón. Vaya par. Y precisamente a Claudio lo envenenó su cuarta esposa y madre de Nerón, Agripina, para que el niño llegara antes al cargo.

A Claudio le perdió su pasión por las setas, que además estaban en temporada, y por eso durante la cena de aquel 12 de octubre se tiró a por la seta más gorda y apetitosa que había en la bandeja, justo la que tenía el veneno.

La figura de Claudio ya ha sido revisada por los historiadores y por eso ahora pasa por ser uno de los emperadores más brillantes que ha tenido Roma, porque si llega a ser por sus contemporáneos y por los eruditos de su época, habría pasado a la historia como el emperador más bobo jamás conocido. Séneca, por ejemplo, no lo aguantaba y se tomó venganza en sus escritos. Escribió que las últimas palabras del emperador, justo antes de morir envenenado, fueron: «¡Ay de mí! Me he cagado encima… creo».

Hace falta tener mala baba. Pero en el pecado llevó la penitencia, porque Séneca acabó suicidándose y seguro que también a él se le aflojaron los esfínteres en el fatal trance.

El estoico y pertinaz Séneca

Antiguamente, y entiéndase un par de milenios atrás, los pensadores eran muy obedientes. Tanto, que si su señor les ordenaba quitarse la vida, ni se molestaban en discutir. Iban y se suicidaban. Sócrates lo hizo por orden del pueblo demócrata de Atenas, y el día 30 de abril del año 65 Séneca hizo lo mismo porque se lo ordenó Nerón.

Y eso que Séneca había sido su principal consejero político, pero al emperador se le metió entre ceja y ceja que el filósofo estaba conspirando para matarlo… y le ordenó que se matara él. Y es que Nerón no necesitaba un consejero, sino un psiquiatra.

Séneca fue un orador inigualable, un brillante abogado y un hábil senador de pluma fácil y pensamiento afilado. En resumen, un pensador como Dios manda. Pero todo esto no le convertía en una persona ejemplar, y pese a sus excelentes tratados filosóficos parece que Séneca no fue un gran tipo. San Agustín dijo de él que «practicaba lo que reprendía, hacía lo que criticaba y adoraba cuanto censuraba». Y no le faltaba razón, porque hay varios episodios en la vida de Séneca que no le dejan bien parado. Por ejemplo, que se hizo muy rico con métodos poco honorables, pero a la vez escribía elogiando la pobreza de los sabios —de otros sabios, porque Séneca era todo menos pobre—, o cuando aplaudió que Nerón asesinara a su madre, Agripina.

Séneca acabó dimitiendo de su cargo como consejero de Nerón, y la deserción no le sentó nada bien al emperador, así que a la mínima de cambio buscó una excusa para acusarle de conspiración. En cuanto la encontró, aunque sin ninguna base sensata, le ordenó que se quitara la vida.

Y, lo dicho, Séneca, como buen estoico que era, obedeció de inmediato aquel 30 de abril, aunque sufrió lo suyo. Primero se cortó las venas de muñecas y muslos. Nada… aquello era muy lento. Después tomó cicuta… tampoco, debía de estar pasada de fecha. Y por último se metió en una bañera de agua caliente y ahí acabó todo. Estoico era, pero pertinaz, también.

Difamado Herodes

Es desalentador que alguien que no te conoció te difame y ese descrédito te toque arrastrarlo a lo largo de la historia sin poder deshacerte de él. Eso le pasó al pobre Herodes, a quien el día 28 de diciembre del año cero lo señalaron como el asesino de miles de niños inocentes para asegurarse que entre ellos estaba un recién nacido llamado Jesús. Herodes no es que fuera un bendito, pero le caía fatal a San Mateo, y desde que el evangelista lo señalara como el culpable, el rey judío ha quedado como el malo de la película. Cría fama y échate a dormir.

Herodes, ese gran hombre al que invocas cuando estás comiendo en un restaurante con siete niños corriendo alrededor de tu mesa mientras los padres zampan en el otro extremo, no ordenó la matanza de los inocentes si nos remitimos a las pruebas. Ni un solo historiador de la época, griego, romano o judío, recoge el hecho, y tampoco ningún estudioso actual lo admite como cierto. Todo el embrollo lo montó San Mateo, el evangelista, del que no hay que fiarse mucho porque es el patrón de los banqueros. Luego liaron más la madeja los que interpretaron sus escritos. Y vayamos a las fuentes: Mateo, en el capítulo 2 versículo 16, escribe que primero adoraron los Magos y después se produjo la supuesta matanza, pero el mundo cristiano primero conmemora la matanza y luego la adoración de los Magos. Ya vamos mal.

Pero llegó la Edad Media y las cosas se complicaron aún más. No se sabe cómo lo averiguaron, pero fue entonces cuando se pusieron cifras a la matanza de los inocentes: en Belén fueron asesinados entre tres mil y quince mil niños. Halaaaa… pero si resulta que existe un censo de Belén de aquella época, realizado por el cónsul Publio Quirino, y en aquel pueblo había unos ochocientos habitantes, nacían unos veinte niños por año y la mortalidad infantil era tan elevada que no sobrevivía ni la mitad… Si a Herodes se le fue la cabeza, debió de cargarse, como mucho, a diez.

Y por último, ya nos vale en Latinoamérica y España celebrar hecho tan supuestamente macabro con bromitas cada 28 de diciembre, ¿o será que lo de Herodes también fue una guasa de San Mateo?

Espléndida Babilonia

Se conocía que Babilonia estaba ahí abajo, pero nadie sabía cómo sacarla a la luz. A ver quién se atrevía a desenterrar una ciudad entera, por muy mítica que fuera, sepultada a doce y hasta a veinticuatro metros. Pues quién iba a ser, un alemán, alguien metódico, organizado y capaz de no rendirse ante una excavación arqueológica que iba a ser larga y dura. El 26 de marzo de 1899 Robert Koldewey vio la primera muralla de Babilonia. Llevaba un año excavando y aún le esperaban dieciocho más hasta arrancarle a la tierra la ciudad más magnífica y fascinante de Oriente Próximo.

Babilonia tenía muy mala fama, y, otra vez, el desprestigio se lo colgó la Biblia. San Juan Evangelista la llamó la gran ramera, la madre de todas las prostitutas, y se supone que las babilonias eran unas disipadas y los babilonios unos crápulas. Pero solo fue una venganza bíblica porque el rey Nabucodonosor había sometido al pueblo judío.

Babilonia era una ciudad magnífica, con ochenta mil habitantes, próspera, rica, culta, innovadora. Era el Nueva York de hace dos mil setecientos años, por eso Alejandro Magno quiso a Babilonia como capital de su imperio, pero como allí mismo se murió, se quedó con las ganas. Y por cierto, para quien no la sitúe en el mapa, Babilonia está en Irak, ochenta kilómetros al sur de Bagdad.

Para hacerse una idea de lo majestuosa que fue esta ciudad, solo hay que ver la imponente puerta de Isthar, esa de color azul instalada en el museo de Pérgamo de Berlín, y que el arqueólogo Koldewey desmontó piedra a piedra en Irak y volvió a montar piedra a piedra en Alemania. Esta puerta, aunque la más importante, era solo una de las nueve que tenían las murallas de Babilonia. Murallas que guardaban palacios, templos, avenidas, quizás los legendarios jardines colgantes, y el famoso zigurat, esa pirámide escalonada de cien metros de altura, destinada a la observación astronómica y que algún fantasioso profeta bíblico se empeñó en decir que era la Torre de Babel.

Aquel 26 de marzo la modélica excavación planificada por Koldewey permitió que la mítica Babilonia abandonara el territorio de la leyenda desinformada para contarle al mundo el esplendor de su pasado.

El calculador ojo de Saladino

Vamos con una de templarios, que siempre dan mucho juego. El día 2 de octubre del año 1187, viernes para más señas, el sultán de Egipto Saladino entró en Jerusalén y envió a los cruzados a hacer gárgaras. Los musulmanes reconquistaron su ciudad santa y el prestigio de los templarios inició una decadencia de la que a duras penas pudo recuperarse. Quedaban otros lugares en manos de los cruzados, pero no era lo mismo. Saladino hirió de muerte el sueño de una Tierra Santa cristiana.

Una cosa sí hay que decir a favor de Saladino, que por lo menos desalojó a los cruzados provocando el menor estropicio posible. Porque cuando los cristianos conquistaron Jerusalén casi cien años antes, organizaron tal masacre entre la población civil musulmana y judía que hasta la Iglesia europea acabó espeluznada por tan innecesaria carnicería. Saladino no es que fuera un ejemplo de equidad, pero al menos no entró espada en mano en Jerusalén. Primero, porque no era tonto, y prefirió un asedio milimétricamente calculado para evitar que los cruzados destrozaran los lugares santos del islam. Y segundo, porque era listo y vio la forma de sacar tajada económica al asunto.

Antes de nada ordenó tumbar la gran cruz plantada en lo alto de la mezquita de la Roca, esa que tiene una gran cúpula dorada y que aparece en los telediarios cada vez que hay una bronca entre palestinos e israelíes. Porque ya tuvieron mala leche los cruzados cuando elevaron la cruz justo en la mezquita desde la que Mahoma ascendió a los cielos. Pero inmediatamente después, Saladino dijo que si cada hombre pagaba diez besantes (un besante era como el dólar de la Edad Media) quedaría libre. Las mujeres pagarían cinco, y los niños uno. Y así, los que pudieron, fueron comprando su libertad y huyendo a otras tierras cristianas. Pero aún tuvo otro buen gesto Saladino. Como en Jerusalén había veinte mil pobres sin posibilidad de pagar su rescate, rebajó mucho el precio para que los más pudientes les echaran una mano. Pero, vaya por Dios, los cristianos a los que les sobraba dinero prefirieron llevárselo antes que gastarlo en rescatar del cautiverio a veinte mil desarrapados. ¡Roñosos!

El saqueo de Constantinopla

Uno de los episodios más épicos y que más cola histórica ha traído fue el saqueo de Constantinopla. Si trajo cola, que en el año 2000 Juan Pablo II todavía andaba pidiendo perdón a cristianos ortodoxos por los desmanes de los señores cruzados. Porque Constantinopla, la actual Estambul, la arrasaron los guerreros cristianos, y no precisamente porque allí hubiera infieles musulmanes, sino por la pasta. El 13 de abril del año 1204 los veinte mil caballeros aborricados de la cuarta cruzada entraron a sangre y fuego en Constantinopla y no dejaron piedra sobre piedra ni mujer intacta.

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