Se armó la de San Quintín (17 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Napoleón ordenó al rey, a su parentela y a su camarilla hacer las maletas y aquel día de mayo puso a toda la tropa real camino de Roma. Pobre Carlos IV… Él, que se había hecho a un duro exilio francés con largas jornadas de caza, tuvo que buscarse otros hobbies para soportar su largo exilio romano.

El segundo destierro lo disfrutó Carlos IV en un precioso palacio romano. En el palacio Borghese, hoy sede de la Embajada española en Italia, se instalaron el rey, la reina, sus hijos, los nietos, el ministro Godoy, su mujer, sus hijas, la amante, la madre de la amante, las cuñadas y un par de duquesas que pasaban por allí.

El rey tuvo que buscarse distracciones para no morir ahogado entre tanto pariente, y la mayor parte del tiempo lo empleaba en mantener a punto su enorme colección de relojes de bolsillo, en tocar el violín y en escribir cartas a Napoleón pidiéndole que le subiera el presupuesto. Y es que a toda la extensa familia del rey y de su ministro Godoy había que añadir una costosa nómina compuesta por casi cien sirvientes al servicio de Carlos IV, veintitantas criadas solo para la reina y otros setenta y ocho empleados para atender al resto, limpiar la plata, hacer la comida y las camas y quitar el polvo a todo el palacio. Napoleón se negó a soltar ni un duro de más, y al rey no le quedó otra que acumular deudas.

Cuando años después el trono de España acogió el trasero del fatuo Fernando VII, el rey continuó reclamando más presupuesto con esa frase tan lastimosa de: «Hombre, Fernandito… que soy tu padre». Pero si tacaño era Napoleón, más roñoso era el sórdido Fernando VII. En resumidas cuentas, que Carlos IV tuvo que apretarse el cinturón.

Lo que no se entiende es cómo, pese a tantas apreturas, el rey no paraba de encargar y adquirir obras de arte. Hasta se compró un convento que adaptó como residencia de verano, una villa junto al lago Albano e incluso una capilla privada.

A ver si va a ser que se quejaba de vicio.

El trasero de Francisco I de Francia

Ya ha quedado dicho lo mal que se llevaban el emperador Carlos V y el rey de Francia Francisco I. Se pasaron toda la vida a la greña por ver quién mangoneaba Europa. Carlos V acabó haciendo prisionero al rey y trayéndoselo cautivo al Alcázar de Madrid, pero Francisco I, con tal de volver a Francia, acordó un apaño con nuestro emperador que ha quedado para su real vergüenza. El 17 de marzo de 1526 entregó a sus dos hijos pequeños como rehenes a cambio de su propia libertad. El intercambio fue a orillas del río Bidasoa. Ya le vale.

Carlos V y Francisco I se tenían una ojeriza insuperable. Cuando no era por pitos era por flautas, pero siempre estaban enzarzados en alguna guerra. Una de ellas fue la famosa batalla de Pavía, tras la cual Francisco I acabó prisionero en España. Carlos V no estaba dispuesto a soltarle mientras el rey francés no jurara que renunciaba a sus pretensiones sobre Italia y que devolvería el ducado de Borgoña. Este acuerdo, recogido en páginas anteriores, se conoció como el Tratado de Madrid, y Francisco I, para que Carlos V lo dejara ir y garantizar el cumplimiento del pacto, dejó como rehenes a sus hijos Francisco y Enrique, dos críos de siete y ocho años.

Por supuesto, no hace falta ser un lince para deducir que en cuanto el rey francés se vio libre, rompió los acuerdos, volvió a batallar con Carlos V y le trajo al pairo que sus hijos quedaran cautivos durante cinco años. Ese plan tenía el rey francés con tal de no dar el brazo a torcer.

La verdad es que lo de estos dos reyes juntos debió de ser para verlo, porque se la jugaban en cuanto podían. Atentos a esta: cuentan que durante su cautiverio en Madrid, Francisco I se negaba a inclinarse ante Carlos V, y nuestro emperador, para obligarlo, lo recibía en una estancia a la que solo se accedía por una puerta muy bajita, de tal forma que el francés tuviera que entrar agachado. Pero como el francés era eso, francés pero no tonto, se percató de la treta, y cada vez que entraba a la estancia del rey lo hacía efectivamente agachado, pero de espaldas. Carlos V se hartó de ver el trasero de Francisco I.

¡A por los templarios!

Si el rey Felipe IV de Francia hubiera imaginado solo por un momento la ingente y fantasiosa literatura que iba a generar la decisión que tomó el día 14 de septiembre de 1307, hubiera exigido derechos de autor.

Aquella jornada de hace poco más de siete siglos, el rey distribuyó una carta lacrada a todas las regiones francesas con orden de no abrirla hasta un mes después. El secreto era necesario porque, en el momento en que se abriera aquella carta, tenían que actuar todos a una. Dentro iba la sentencia de los templarios.

Felipe IV de Francia tenía a los templarios metidos entre ceja y ceja. Aunque más que a ellos, lo que no se podía quitar de la cabeza eran sus riquezas. Pero es que, encima, Francia tenía una deuda astronómica con el Temple, y si liquidaba la orden, además de quedarse con sus posesiones, el rey se ahorraría el pago.

Sin embargo, no se podía acabar con ellos por las buenas; era necesaria una excusa para justificar la decisión, porque se supone que los caballeros templarios eran muy píos y muy cristianos, y esa coartada que buscaba Enrique IV solo se la podía proporcionar el papa.

El rey francés comenzó a calentarle la cabeza a Clemente V diciéndole que los templarios eran unos degenerados. Como el papa, instalado en la nueva sede de Aviñón bajo la protección real, era un vendido a la política francesa, ordenó, muy a su pesar, todo hay que decirlo, que se abriera una investigación para saber si los templarios eran tan golfos como decía el rey. Solo ordenó que se investigara, nada más.

Pero ese solo detalle era el pretexto que buscaba Felipe IV, y a partir de ese momento tomó sus propias decisiones. Aquel 14 de septiembre se envió una circular a las regiones francesas con la orden de que todos los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado estuvieran listas para intervenir el día 13 de octubre. Junto a ese mandato iba la famosa carta que no podría abrirse hasta ese día y que guardaba la orden de arrestar a todos los caballeros templarios de todas las encomiendas del reino de Francia.

Por aquel entonces eran muy obedientes y se cumplieron los plazos, porque si eso ocurre ahora, al día siguiente alguien hubiera filtrado la información y estaría en la primera de algún diario nacional: «Según fuentes dignas de toda solvencia, el día 13 del mes que viene van a detener a los templarios».

El manirroto Carlos VII de Francia

Cuánto desagradecido hay repartido por la historia, pero si hubiera que poner a alguno entre los primeros puestos del ranking, ese es Carlos VII de Francia, que el 17 de julio de 1429 fue coronado rey en la catedral de Reims gracias a que Juana de Arco se dejó la piel para que así fuera.

Sentarse en el trono y olvidarse de su benefactora fue todo uno. Carlos VII le debía la corona a Juana, pero no movió un dedo para librarla de la hoguera.

Para entender por qué Juana de Arco se empeñó en sentar en el trono a semejante personaje hay que remitirse a la guerra de los Cien Años, aquella que en realidad duró ciento quince, el conflicto armado más largo de la historia.

En los siglos XIV y XV los ingleses tenían frita a Francia. La invadían cada dos por tres y, por supuesto, querían sentar en el trono francés a un inglés. A verlas venir estaban dos herederos franceses, uno de Borgoña y otro de Orleáns, dos dinastías que además de pegarse contra los ingleses también se pegaban entre ellas. Francia, por tanto, era un desbarajuste. Y en estas andaban cuando Juana de Arco se puso al frente de las tropas y consiguió unir a Francia en torno a Carlos, el de Orleáns.

Juana logró que Carlos fuera coronado y con ello consiguió cabrear a los de Borgoña y a los ingleses. En represalia, los borgoñones la apresaron y la entregaron a Inglaterra. Luego vino el juicio y la ejecución, y, mientras, el rey Carlos VII, con el culo puesto en el trono gracias a la doncella de Orleáns, se hacía el despistado.

Juana murió y él continuó viviendo a cuerpo de rey, y nunca mejor dicho, porque a Carlos VII le apodaron el Bien Servido puesto que supo rodearse de muy buenos asesores, que es la mejor manera de tapar las incapacidades de los reyes. Aunque también le podrían haber llamado el Manirroto, porque se pasó el reinado de fiesta en fiesta, a cual más fastuosa y despilfarradora.

En mitad de una de ellas le preguntó a uno de los invitados qué le parecía la jarana que había montado, y el convidado respondió: «Espléndida, Majestad, no se me ocurre una forma más divertida de perder un reino».

Carlos, el séptimo en Nápoles y el tercero en España

Carlos III sigue siendo considerado, con sus luces y sus sombras, uno de los mejores reyes que ha tenido España, quizás porque es el único que llegó al trono bien entrenado y con los deberes hechos. Porque antes de ser el tercero de los Carlos españoles, fue Carlos VII, rey de Nápoles y Sicilia, y como tal fue coronado en la catedral de Palermo el día 3 de julio de 1735. Quede claro, pues, que cuando Carlos III vino a reinar a estos lares, traía una experiencia de veinticinco años en otro reino. Eso, todo sea dicho, se notó mucho.

A Carlos no le tocaba ser nada más allá de un infante del montón en la línea sucesoria del trono español, porque por delante de él había tres hermanos varones, y encima era hijo del segundo matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio. O sea, que Carlitos estaba al final de la cola. Pero su madre, Isabel, no paró hasta que consiguió algún trono para el niño, puesto que era prácticamente imposible que llegara a reinar en España. Después de mil y un arreglos y de un par de guerras, efectivamente, Carlitos fue coronado rey de Nápoles y Sicilia con el nombre de Carlos VII. Y no es que lo hiciera muy mal, porque el nuevo rey era reformador y pelín progresista. Solo pelín.

Hizo fuertes inversiones públicas, relanzó el comercio exterior con la construcción de una gran flota mercante, introdujo tecnología… tecnología del siglo XVIII, pero tecnología al fin y al cabo. Y todo esto sin dejar de lado la cultura: fundó museos, academias y, lo más importante, las ruinas de Pompeya se descubrieron gracias al patrocinio del rey Carlos. Y en este plan hiperactivo estuvo durante veinticinco años.

Pero como la vida te da sorpresas, resultó que todos sus hermanos mayores fueron muriéndose de forma inoportuna, y llegó el momento en que recayó en Carlos el trono de España. Así fue como llegó el momento de hacer las maletas, subir a la familia a un barco y venirse para estas tierras.

Y a empezar de cero, porque la España profunda no era la cosmopolita e ilustrada Nápoles, y Carlos III las pasó canutas para intentar meternos las luces de la Ilustración debajo de la boina.

Napoleón, primer cónsul…

Es malísimo permitir que el éxito se suba a la cabeza, porque se despegan los pies del suelo y se pierde el norte. El 11 de noviembre de 1799 Napoleón comenzó a desnortarse.

Fue nombrado primer cónsul de Francia y a partir de aquí ya no hubo quien lo parara en su principal objetivo: incordiar al mundo. Creían los franceses que después de una sonada revolución que puso al país como ejemplo a seguir, un tipo como Napoleón remataría la faena y convertiría Francia en un gran imperio. Y sí, lo hizo. Napoleón acabó con dolor de estómago, y los franceses, con dolor de cabeza.

Para situarnos. En la última etapa de la Revolución Francesa se instaló en Francia lo que conocemos como Directorio, el órgano político encargado de vigilar la recién estrenada democracia. Pero sus miembros fueron tan ineptos, se volvieron tan corruptos que llevaron a Francia a la quiebra.

Al Directorio, para solucionar sus continuas meteduras de pata, no se le ocurrió mejor cosa que dar más poder al ejército, porque teniendo contentos a los militares también los tendrían de su parte para sofocar revueltas internas y para conseguir conquistas en el extranjero que trajeran dinerito fresco al país. Entre esos militares había un general insaciable: Napoleón.

Y Napoleón estaba de regreso en Francia, bastante crecidito después de sus gloriosas campañas en Italia y Egipto, y considerado ya como el hombre del año, cuando el Directorio le pidió ayuda para sofocar otra revuelta interna en Francia. Napoleón dijo: «Vale», y se sumó al famoso golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre, según nuestras cuentas).

Esta vez, sin embargo, el Ejército, con Napoleón a la cabeza, no se contentó con apoyar al Directorio. Dijeron los militares: «Ya basta de sacar las castañas del fuego al gobierno. Lo aplastamos y nos ponemos nosotros». Al día siguiente del 18 de Brumario, el Consulado de Francia acabó con el Directorio, y un día más tarde, aquel 11 de noviembre, Napoleón fue nombrado primer cónsul.

Es lo que tuvo dar tanto poder a los galones: que luego los galones se merendaron el poder. Comenzó el reinado del locuelo Napoleón.

… luego proclamado emperador…

Pobres franceses. Se partieron el alma en la revolución para acabar con la monarquía y en cuanto se descuidaron llegó Napoleón y se les empadronó como emperador. ¿No quieres caldo? Pues toma dos tazas.

El 28 de Floreal del año XII de la República Francesa, Napoleón Bonaparte dejó de ser primer cónsul vitalicio para convertirse en Napoleón I, emperador de Francia. En el resto del mundo seguía siendo 18 de mayo de 1804, pero bueno, los franceses de entonces se regían por un calendario cursi con su propia medición del tiempo.

Eso de primer cónsul vitalicio a Napoleón le acabó viniendo pequeño. Él quería iniciar una dinastía que asegurara a sus herederos la continuidad del poder. El cargo vitalicio, como su propio nombre indica, moriría con él, pero convertirse en rey o emperador aseguraría que sus descendientes, tontos o listos, hábiles o torpes, mantuvieran la corona imperial por derecho hereditario.

Napoleón no quería ser rey, y además no le interesaba, porque los emperadores están un grado por encima de los reyes. Emperador sonaba mejor y acongojaba más. Y también le permitiría, si se terciaba, emparentar con mozas de sangre real, como de hecho acabó haciendo con la Casa de Austria cuando se divorció de Josefina.

Lo que sucedió aquel 18 de mayo de hace dos siglos fue la proclamación de Napoleón como emperador, porque la coronación, la famosa coronación en Notre Dame con papa incluido, llegaría meses después, en diciembre. O sea, unas líneas más adelante.

Fue el Senado quien proclamó a Napoleón emperador, textualmente, «por la gracia de Dios y por la Constitución de la República». Como si Dios le hubiera señalado con el dedo.

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