Francia ya ha contemplado el paso de dos siglos desde que se dio aquella revolución que dio la vuelta al país y puso a las monarquías europeas al borde del síncope, y el 5 de mayo de 1789 se dio uno de los antecedentes del hecho: la reunión de los Estados Generales, que ya sabemos todos que eran tres: nobleza, Iglesia y Tercer Estado. Conviene recalcar que allí llamaban Tercer Estado a los que no eran ni curas ni aristócratas, y que, pese a ser la mayoría, eran los que menos mandaban. Hasta que se hartaron, claro.
Francia estaba financieramente ahogada porque la guerra contra los ingleses en América había dejado las arcas tiritando. ¿Quién soportaba la crisis económica? Quién va a ser, los de siempre, la burguesía y el pueblo llano. Y mientras, María Antonieta correteando por Versalles cual cabritilla loca y jugando a las pastorcitas.
A las malas finanzas se sumaron las malas cosechas, la subida de los precios y el hambre. El perfecto caldo de cultivo para una revolución. La solución para sacar a Francia de la quiebra pasaba por una reforma fiscal que obligara a pagar impuestos a curas y nobles; entiéndase, los que más tenían y los que no ponían ni un franco.
Por supuesto, clero y nobleza pusieron el grito en el cielo y dijeron que nones. Que ese nuevo sistema tributario no iba con ellos y que solo lo acatarían si lo aprobaban los Estados Generales, una institución que no se reunía desde hacía ciento y pico años.
Así que se seleccionaron los diputados que representarían a la Iglesia, a la nobleza y a la plebe. Aquel 5 de mayo, cuando llegaron todos los representantes a Versalles para iniciar las reuniones, París estaba en calma, pero se mascaba la tragedia. El clero y los nobles se las prometían felices, porque como cada estado, al margen del número de diputados, representaba un voto, entre los dos ganarían al populacho. Dos a uno.
Pero el Tercer Estado se plantó y dijo aquello de «un hombre, un voto», porque era la única manera de ganar y aprobar las reformas fiscales. Aquí comenzó el lío y el principio del fin de los privilegiados chupópteros. La Revolución estaba a punto de caramelo.
Todos hemos tenido en algún momento un día tonto. Los rusos también. Ellos lo tuvieron el 30 de marzo de 1867, el día en que cerraron el trato para vender Alaska a Estados Unidos.
Los rusos, desde que descubrieron Alaska hasta que la vendieron, se dedicaron a esquilmar a la población de nutrias, y cuando se acabó el comercio de pieles decidieron que aquella tierra ya no les servía para nada. Por eso la vendieron a Estados Unidos por siete millones doscientos mil dólares. Si en vez de cebarse con los bichos de la superficie, hubieran profundizado un poco más, habrían comprobado que por allí discurría uno de los mayores filones de petróleo del mundo.
En primer lugar y para situarnos, Alaska, si miramos de frente el mapa de Estados Unidos, está arriba a la izquierda. Pegada a Canadá, casi besándose con Siberia y muy cerquita del Polo Norte. Un lugar donde se congelan hasta las ideas.
Aquella tierra se la apropiaron los rusos y allí se instalaron para esclavizar a los nativos y cazar nutrias. ¿Qué pasó cuando casi todas las nutrias acabaron despellejadas? Pues que, como ya se ha dicho, Alaska ya no les servía para nada y la vendieron a Estados Unidos. Pero ojo, los yanquis la compraron, no porque tuvieran mejores intenciones. Tenían otras, pero no mejores.
Además de ampliar su territorio, Estados Unidos vio en Alaska un punto geográfico estratégico y una fuente de recursos naturales sin límites. Y era cierto. Alaska era una tierra muy generosa que siempre sabía dar algo más a cambio de nada cuando se agotaba alguno de sus recursos. ¿Que se acababa el comercio de pieles? Pues Alaska mostraba sus minas de oro, cobre y carbón. ¿Que el hombre esquilmaba el oro? Pues entonces Alaska, como para seguir sintiéndose querida, ofrecía sus caladeros de salmón y el aceite de las ballenas que por allí pacían. ¿Que el salmón peligraba y las ballenas se extinguían? Pues Alaska rebuscó en sus entrañas y ofreció gas y petróleo.
Los rusos, todavía hoy, se acuerdan del padre del zar que dio la orden de vender Alaska.
Hace casi siglo y cuarto que Pierre de Frédy, barón de Coubertin, vio plasmado sobre el papel su sueño universal: recuperar los Juegos Olímpicos de la Antigua Grecia.
El 23 de junio de 1894 nació el Comité Olímpico Internacional con dos premisas ineludibles: los Juegos tenían que ser profundamente democráticos y rigurosamente internacionales. Y conste que el barón de Coubertin no fue el primer presidente del COI. Fue el segundo. El primero, y así tenía que ser, fue un griego.
A los griegos no les sentó muy bien que un aristócrata francés recuperara los Juegos Olímpicos. Dijeron que Coubertin intentaba robar a Grecia la herencia jubilosa de su historia, cosa que también sentó fatal al barón porque su única intención era unir a las naciones, al margen de política y religiones, bajo un aglutinador espíritu deportivo sujeto en cuatro pilares muy filosóficos: la devoción por el olimpismo, la participación de una élite caballerosa, la tregua en todas las guerras y la prevalencia de las artes y el pensamiento. A la vista está que, cumplirse, se han cumplido poco.
El único que nos recordó mínimamente la filosofía de los Juegos Olímpicos Modernos fue aquel guineano que, nadando estilo perro, compitió en los cien metros libres de natación en Sidney (Australia 2000). Llegó con la lengua fuera porque había aprendido a nadar ocho meses antes y entrenando en la piscina de un hotel. Él era la élite caballerosa de su país. A quienes no hizo ninguna gracia fue a las altas instancias olímpicas.
Y otros que tampoco entendieron el espíritu olímpico fueron, por ejemplo, los holandeses y su reina Guillermina, que durante los Juegos Olímpicos de Ámsterdam en 1928 organizaron una cruzada religiosa por considerarlos paganos. O el general franquista Moscardó, que soltó una perorata a los deportistas que iban a los Juegos de Londres de 1948 antes de bajar del avión. Les dijo: «En esta tierra de cabrones, gritemos: “¡Viva Franco! ¡Arriba España!”».
Con semejante espíritu deportivo, no nos trajimos ni una medalla.
Al sur de la actual Ucrania, en una ciudad muy maja a orillas del Mar Negro, comenzaron el 4 de febrero de 1945 las reuniones de la Conferencia de Yalta. Los nazis estaban a pique y, antes de que se produjera la rendición, había que llevar en el bolsillo los planes para la nueva Europa. Por eso se reunieron en Yalta tres poderosos; tres líderes que no soportaban verse ni en pintura, pero que disimularon con una sonrisa. Eso es la política. Fueron el inglés Churchill, el estadounidense Roosevelt y el tiránico Stalin. El soviético los llevó a su terreno para sacar mayor tajada. Y la sacó.
Resulta absurdo que dos supuestos líderes del mundo libre se sentaran a negociar con un genocida igual o mayor que Hitler, pero es que el objetivo era común en los tres. Además, el que organizó el tinglado fue Stalin.
Les hizo creer a Churchill y a Roosevelt que llegaban a un lugar exquisito. Era el palacio de Livadia, un lugar que estaba para el arrastre pero que Stalin, como tenía mano de obra barata, preparó hasta el más mínimo detalle. Los que no salieron tan contentos fueron los miembros de las delegaciones británica y estadounidense, porque los apiñaron en habitaciones. Tampoco se entiende su enfado… si hasta les pusieron orinales debajo de la cama.
Y una vez todos instalados en su terreno, lo primero que hizo Stalin fue ubicar sus aposentos entre los de Churchill y Roosevelt, de manera que no pudieran cotillear sin que él se enterara. La segunda habilidad fue organizar un primer encuentro extraoficial, aquel 4 de febrero, en el que no estuviera Churchill. Stalin pretendía hablar a sus anchas con Roosevelt sabiendo que ya era muy manejable debido a su enfermedad, porque al americano le quedaban dos meses de vida. Así se entiende que, cuando Churchill se sumó a la reunión, se quedara alucinado por cómo el estadounidense le decía al soviético a todo que sí. La conferencia de Yalta terminó el 11 de febrero, así que la presente historieta queda rematada en la que llega a continuación.
Solo un adelanto: Polonia acabó como un perrillo apaleado.
Ya ha quedado dicho que la Conferencia de Yalta fue aquella en la que Stalin, Churchill y Roosevelt reorganizaron la Europa de posguerra y se repartieron Alemania porque al Tercer Reich le quedaban dos telediarios. El 11 de febrero de 1945 los líderes soviético, británico y estadounidense estamparon su firma bajo un documento que bien podría haber firmado Juan Palomo. Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Soviética decidieron la nueva Europa, y ningún otro país pudo meter baza.
Y, por cierto, de la Conferencia de Yalta salió el bloqueo internacional a España, aquel castigo por la no beligerancia en la guerra. Y fue a propuesta de Stalin, el que más tajada sacó y el que manejó todo el cotarro.
Pero el asunto español fue lo de menos. La gran víctima fue Polonia, porque la Unión Soviética pegó un mordisco a su territorio por el este y se lo apropió con la connivencia de Churchill y Roosevelt. Pero además se decidió que Polonia moviera sus fronteras hacia Alemania, lo que provocó que los alemanes que habitaban aquel territorio sufrieran un éxodo cruel, el principio de la humillación a la que iba a ser sometida la población civil germana.
Porque entre los acuerdos también estaba el reparto del control de Alemania: esto para los ingleses… esto para los americanos… este poquito para Francia porque nos da pena… y de aquí para allá, todo para los soviéticos.
Churchill y Roosevelt se fueron de Yalta encantados de haberse conocido y sintiéndose como Dios, convencidos de haber arreglado el mundo en siete días de reuniones. Pero el tiempo dijo lo contrario, porque de aquella sesuda conferencia salió la Europa de los bloques y el comienzo de la guerra fría. El yanqui y el inglés no supieron con quién se estaban jugando los cuartos y dejaron media Europa en manos de un sanguinario.
Le cortaron las alas a Hitler y se las dieron a Stalin… Yalta le dio más aaaaaaalas que el Red Bull.
Nos vamos al siglo XVI, cuando las dos potencias más poderosas de Europa, Francia y España, estaban a tortas un día sí y al siguiente también. Nuestro Carlos I y el rey francés Francisco I no soportaban verse si no era en el campo de batalla y para partirse la cara.
En una de las muchas guerras que los enfrentaron, Carlos I echó el guante al francés y se lo trajo prisionero a España para obligarle a firmar una serie de concesiones territoriales. El 14 de enero de 1526 los dos reyes firmaron el Tratado de Madrid, que se supone dejaría claras las cosas y los territorios europeos perfectamente repartidos. Francisco I dijo eso de: «A ver, dónde hay que firmar», e inmediatamente después pensó: «Que te crees tú que lo voy a cumplir».
Los dos reyes se odiaban, y todo venía desde que Carlos I fuera nombrado emperador del Sacro Imperio: Francisco se rebotó porque también quería el cargo. Pero había más cuestiones personales por en medio, porque el rey francés se creía más guapo, más elegante, más ilustrado y con más amantes. Todo un príncipe del Renacimiento. El emperador Carlos, en cambio, era un poco más bestia… todo el día encima del caballo con la armadura puesta…
Fue en la famosa batalla de Pavía cuando Carlos I apresó por fin al francés y se lo trajo prisionero al Alcázar de Madrid, ese que estaba en el mismo sitio donde ahora está el Palacio Real. El Tratado de Madrid obligaba a Francisco I a renunciar a los territorios italianos, a los de Flandes y a parte de los de Francia. Pero en el acuerdo había otras cláusulas, porque resulta que a la hermana del emperador, a Leonor, le gustaba Francisco. Como era tan mono y tan coqueto… Así que Carlos I le obligó a casarse.
El rey francés dijo a todo que sí con tal de recuperar la libertad, incluso aceptó dejar a sus dos hijos como rehenes para garantizar que iba a cumplir su palabra.
Todo siguió su curso. Los hijos de Francisco I vinieron a España para sustituir en el cautiverio a su padre, el francés le hizo cuatro carantoñas a Leonor, la otra se puso como loca porque había pillado… pero fue cruzar la frontera y de lo firmado, nada de nada.
Volvieron a guerrear, los hijos quedaron cautivos y Leonor, compuesta y sin novio. Menos mal que Carlos I volvió a ganarle y, al final, Leonor pilló al francés.
El 30 de enero de 1648 se firmó el Tratado de Münster. Suena a peñazo, pero no se lo salten, que el asunto tiene su intríngulis. Porque con ese tratado se fue a hacer gárgaras el cacareado imperio español. Se acabó ir presumiendo por el mundo de que mandábamos en Europa. Se acabó el poderío hispano en Flandes y el gobierno sobre los flamencos. El Tratado de Münster fue uno de los varios que se firmaron en 1648 para dejar de guerrear en Europa, y que todos juntos se conocieron como la Paz de Westfalia, una paz que sentó las bases del derecho internacional.
Carlos V dejó un caramelito envenenado a sus sucesores. Porque eso era el rimbombante imperio español en Flandes, un caramelo envenado. No bastaba con tenerlo para vacilar; había que gestionarlo, y el que comenzó metiendo la pata estrepitosamente fue Felipe II. Siempre con la religión por bandera… siempre empeñado en que en su imperio no hubiera pecadores protestantes.
Y en vez de dedicar el genio al gobierno de las tierras y a tener contentos a los flamencos, lo empleó en cabrear a los nobles y a los burgueses poniéndoles bajo el ojo vigilante, nada menos, que de la Inquisición. Encima envió al duque de Alba, un personaje dañino, cruel y torpe para la política a más no poder.
Y si Felipe II la lio, Felipe III, más tonto que Abundio, no arregló nada, mucho menos con el duque de Lerma manejando los hilos, que parecía un loro en el hombro del rey. Le llegó el turno a Felipe IV, que la terminó de liar en compañía de otra lumbrera, el conde duque de Olivares. A estos dos fue a quienes les tocó tragar quina y pasar a la historia como los que definitivamente perdieron Flandes.
El Tratado de Münster no fue el decisivo carpetazo a la guerra española en Europa, porque aún continuamos de batalla en batalla unos años más, pero la suerte de aquel ficticio imperio español que se dirigió a golpe de cruz ya tenía su suerte echada.