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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (6 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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El campanile, un parche en Venecia

¿Han estado en Venecia? ¿Recuerdan el campanile que hay en plena plaza de San Marcos, ese edificio espigado de ladrillo con cinco campanas arriba? Es igual, si no lo han visto in situ, seguro que están cansados de verlo en fotos. Pues no crean que cuando lo miran están contemplando una construcción con solera y ochocientos años de antigüedad, porque el 14 de julio de 1902 el campanile original se vino abajo. Plof… se desplomó y quedó hecho un perfecto montoncito de escombros. Pero el desastre fue visto y no visto. Diez años después levantaron otro igualito y aquí no ha pasado nada.

El campanile de Venecia se construyó a finales del siglo XI y estuvo ahí plantado ocho siglos, afectado solo por ligeros contratiempos. Fue a partir de la década de 1840 cuando la meteorología inició una guerra sin cuartel contra él. Primero lo partió un rayo, pero el ataque fue relativamente grave porque solo se vio dañada la techumbre de madera. Lo que hicieron fue sustituirla por otra un poquito más pesada, de piedra. Primer error.

Luego atacó un terremoto y, con la excusa del arreglo, volvieron a añadir algún adornito más. Segundo error. Instalaron luego un pararrayos y después un angelote en la punta de arriba. Tercera y última metedura de pata.

El arquitecto que lo diseñó no lo hizo para que cada uno que llegara siguiera añadiendo peso por su cuenta para hacerlo más alto. Y así fue como al pobre campanile le salió una grieta, esta se abrió y todo se vino abajo. La ciudad de Venecia decidió que eso había que reconstruirlo de inmediato y se pronunció la famosa frase «dov’era e com’era»; es decir, había que edificarlo donde estaba y tal y como era.

Algunos pusieron el grito en el cielo, porque eso era una especie de falsificación de la arquitectura histórica, pero los venecianos, que ya tenían mucho ojo turístico hace cien años, dijeron, vale, pero en el siglo XXI el 70 por ciento de los ingresos van a venir del turismo y nos va a mantener el 50 por ciento de los puestos de trabajo, así que esto lo reconstruimos aunque sea con papel maché. Y ahí lo tienen, no se le nota nada. Como diciendo: «¿Derrumbe?, ¿qué derrumbe?».

De feria de ganado a Feria de Abril

Fue el 5 de marzo de 1847 cuando la reina Isabel II otorgó privilegio a la ciudad de Sevilla para organizar una feria de ganado. Se trataba de organizar un sarao anual, una reunión de tratantes para la compraventa de bueyes, carneros, caballos sementales y yeguas. Ocurrió, sin embargo, que el negocio fue dejando paso a la juerga, y así, sin prisa pero sin pausa, hemos llegado a la Feria de Abril, ahora al servicio de bípedos más que de cuadrúpedos.

De los orígenes de la feria son responsables un vasco y un catalán. Pero de los derroteros que luego tomó, los únicos responsables son los sevillanos.

Mes y pico después de que la reina autorizara la muestra, se celebró la primera feria sevillana, con sus tratantes trapicheando, con sus tiovivos y sus puestos de dulces. Pero aquello fue a más, y llegó un momento en que allí se mezclaban sesenta mil cabezas de ganado con casi cien tabernas, aguadores y cincuenta y nueve puestos de turrón, avellanas y buñuelos.

Como el cotarro se iba animando de año en año, al final se decidió que el ganado se quedara en su pueblo y la feria se la quedaran los sevillanos. Empezaron con tres días de feria, pasaron luego a cuatro, creyeron después que cinco eran los adecuados, y al final decidieron que, ya puestos, qué menos de seis días.

Además de la duración, otro asunto fundamental es la fecha. Siempre en la tercera semana después de Semana Santa, pero impepinablemente tiene que arrancar en el mes de abril. Es decir, que si las cuentas legales obligan a que la Feria de Abril caiga en pleno mayo, se hace trampa y se adelanta lo justo para que el lunes del alumbrao sea en abril.

Esto lo aprendieron a raíz de un error de cálculo, muy al principio, cuando en una ocasión celebraron a la vez Semana Santa y Feria. Les pareció un tanto irreverente alternar procesiones con jolgorio, pero sobre todo les pareció muy tonto hacer coincidir dos festejos en paralelo y no darle tiempo al cuerpo para recuperarse entre uno y otro. Para Feria, la de Sevilla. Y siempre, siempre, arrancando en abril.

Patinando sobre el Támesis

¿Quién dijo frío? Para frío del bueno el que recoge la historia de la meteorología londinense el 23 de diciembre de 1683. El río Támesis se hizo un bloque de hielo y así se mantuvo durante casi dos meses. Una capa helada de veintiocho centímetros permitió a los londinenses utilizar el Támesis como diversión: aprendieron a patinar, pusieron ruedas a barcas de vela, instalaron teatrillos… Nunca más ha vuelto a ocurrir y nunca antes había ocurrido en la Edad Moderna, porque aquella época fue conocida como la Pequeña Edad del Hielo en Europa. El cambio climático de hoy es una pantufla china comparado con el que se produjo entonces.

La helada del Támesis no pasó de una anécdota si se compara con la que se lio en Europa durante parte del siglo XVI y a lo largo de todo el XVII. Los glaciares de los Alpes avanzaron hasta comerse caseríos y aldeas, los cultivos se arruinaron, el ganado caía redondo por el frío, los precios subieron y se instaló el hambre.

Como suele ocurrir en estos casos, unos adivinaron un castigo divino y el consecuente fin del mundo, pero por muchas procesiones que se organizaron, el calorcito no volvió. Y también se les fue la mano quemando brujas, porque ejecutaron a miles de ellas acusadas del cambio climático. Es como si ahora nos pusiéramos a quemar políticos y empresarios como responsables del calentamiento global. Aunque bien mirado, las brujas fueron las únicas que murieron de calor.

En aquella edad de hielo pudo influir una variación en la órbita de la Tierra, con lo cual las corrientes de los océanos cambiaron de ruta y afectaron de rebote a la atmósfera. Y también los volcanes tuvieron mucha culpa, porque se pusieron a erupcionar como locos y los rayos del sol no nos llegaban. Solo hay que acordarse de la que organizó en 2010 el volcán de Islandia Eyjafjallajökull —no intente pronunciarlo si usted no es islandés— y luego imaginar la que pueden montar varios escupiendo ceniza a la vez.

Y otra de las consecuencias de aquel frío polar europeo fue que el bacalao se largó. Este pescado, fundamental en una Europa cristiana que prohibía comer carne un día sí y otro también, huyó de los caladeros habituales hacia aguas más calentitas. Los pescadores las pasaron canutas hasta que volvieron a encontrarlos.

Un gaditano en Los Ángeles

¿Se han preguntado alguna vez por qué la ciudad de Los Ángeles se llama así, Los Ángeles? Está claro que es una herencia española, pero sepan también que es una abreviatura, porque el 4 de septiembre de 1781 el gobernador español Felipe de Neve fundó El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles de Porciúncula, que muy acertadamente quedó reducido a Los Ángeles, porque eso de Porciúncula no hay humano yanqui que lo pronuncie.

Todo tiene un principio. Los jesuitas habían sido expulsados de España y obligados a abandonar los asentamientos en América. A tomarles el relevo en la fundación de misiones fueron enviados los franciscanos, y hasta California llegó Junípero Serra, un fraile hiperactivo que se volvió loco fundando misiones: San Diego, San Gabriel, Santa Rosa, San Carlos, San Miguel y, por supuesto, San Francisco. Hasta que le dijeron: «¡Ehhhh! ¡Para yaaaa, hombre!»… que nos sobran las misiones, pero aquí se trata también de fundar pueblos con civiles que se pongan a procrear para tener asentamientos. Claro, a los misioneros estaba feo pedirles que procrearan, luego no había más remedio que llevar a colonos.

Y fue el gobernador Felipe de Neve el que eligió un lugar que prometía buenas cosechas para que llegaran los primeros once colonos con sus respectivas esposas y sus proles. Los cabezas de familia eran dos mulatos, dos negros, un mestizo, cuatro indios, un criollo y un español de Cádiz. O sea, que un gaditano fue de los primeros en llegar a Los Ángeles. En total fueron los cuarenta y cuatro primeros vecinos que se instalaron aquel 4 de septiembre en el lugar bautizado como El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles de Porciúncula. Que hace falta ser rebuscado, pero es que eso de Porciúncula viene de la pequeñísima capilla italiana donde San Francisco reunía a sus primeros seguidores.

Seguramente aquellos once colonos fueron los encargados de recortar el nombre. Puede, incluso, que fuera idea del gaditano. Y quizás también él organizó la primera chirigota… y ahí tienen Hollywood.

Versalles, producto de la envidia

Aunque solo sea en fotos, todo el mundo ha visto lo que es Versalles. Un impresionante escenario en el que uno vivía a cuerpo de rey y tres mil más le bailaban el agua. El actor principal fue Luis XIV, el Rey Sol, que el 22 de mayo de 1671 otorgó carta de fundación a la ciudad de Versalles.

Creó una ciudad para él, porque en París compartía espacio con el populacho y su dignidad merecía, no un chalecito campestre, sino toda una villa que pudiera acoger la maquinaria del Estado. Lo que pocos saben es que Versalles nació porque Luis XIV era un gran envidioso.

Versalles solo era un paraje de caza con una casita en la que quedarse a dormir cuando se hacía tarde para volver a París. Al menos para eso lo utilizaba Luis XIII, el papá de Luis XIV. Y este, el catorce de los luises, no prestó mayor atención al lugar hasta que, un día, el rey fue invitado a una fiesta en casa de uno de sus ministros. Cuando llegó se pasmó, porque el palacio de su ministro quitaba el hipo. Jardines, estanques, sirvientes, mármoles, espejos… El rey pensó que, de cuándo a esta parte, un funcionario iba a vivir más ostentosamente que el propio rey. Así que encarceló al ministro —bien es cierto que no solo por lo de la fiesta— y decidió hacerse su propio palacio de recreo. Versalles parecía un buen sitio. El bosque en el que papá tenía su pabellón de caza.

Todos nos hemos metido en obras alguna vez, y ya sabemos que lo peor son los «poyaques». Poyaque vamos a ampliar el pabellón de caza, pues hacemos un jardincito alrededor, y poyaque hacemos el jardín, pues ponemos un estanque con Apolo emergiendo de las aguas. Así, tacita a tacita, creció Versalles.

Y como el rey no salía de palacio, la corte tuvo que trasladarse hasta allí. Y cuanta más gente venía, más ampliaciones había que hacer. Y así Versalles acabó convertida en la ciudad símbolo del poder más absoluto, en donde el Rey Sol lucía todo su esplendor. No es de extrañar que se le subiera a la cabeza y dijera aquello de: «El Estado soy yo».

Queda inaugurada Brasilia

Que a un arquitecto le encarguen un chalé, le gusta. Que a Santiago Calatrava le encarguen un puente, no le pilla por sorpresa. Pero que alguien llame a un arquitecto para encargarle una ciudad entera, eso solo lo pueden contar dos: Oscar Niemeyer y Lucio Costa, los hombres que planificaron de principio a fin la capital de Brasil. Los hombres que diseñaron desde el teatro hasta el Senado, desde una presa hasta el Congreso… y hoteles, y casas, y once ministerios y un aeropuerto. Y fuentes, hospitales, avenidas, tiendas, parques, lagos, iglesias… y hasta una catedral. El 21 de abril de 1960 quedó inaugurada la utópica ciudad de Brasilia.

Brasilia es una ciudad que se creó de la nada. Donde ahora está la capital brasileña solo había un erial a mil metros de altitud azotado por lluvias torrenciales en invierno y barrido en verano por vientos polvorientos. Pero ese páramo estaba en el centro del país, y hacía años que Brasil se había propuesto trasladar la capitalidad desde la costera y superpoblada Río de Janeiro a un lugar que atendiera a todo el territorio nacional.

Pero a ver quién era el atrevido que emprendía semejante locura. Hasta que llegó a presidente Juscelino Kubitschek. Liberal, ambicioso, audaz… y se dijo: «¿A que lo hago yo?». Y así, a dedo, llamó a su amigo Oscar Niemeyer y le pidió que le hiciera una ciudad. En tres años y dos meses, con cuarenta mil obreros y por un sueldo ridículo, el arquitecto levantó Brasilia con la ayuda del urbanista Lucio Costa.

Era una ciudad hecha a la medida del hombre: espaciosa, vanguardista, práctica, medida… quedó redonda y bella. Pero luego hubo que rellenarla, y ya se sabe que con los humanos no se pueden hacer planes. Pensada para medio millón de vecinos, ahora viven más de dos millones, con dieciocho ciudades satélites en la periferia, una gravísima inseguridad ciudadana, escasas infraestructuras y mal transporte.

Brasilia no ha redondeado el sueño de la ciudad perfecta, pero aún es muy joven. Solo tiene poco más de cincuenta años. Prácticamente la mitad que el arquitecto que la diseñó. Oscar Niemeyer, que a la hora de escribir estas líneas ha cumplido sus ciento cuatro años, también lleva cantándole el cumpleaños feliz a Brasilia desde hace más de medio siglo.

Neoyorquinos bajo la nieve

Unas páginas más atrás ha quedado dicho que la famosa canción de la banda sonora de la película Gilda, «Put the blame on Mame», la que canta en playback Rita Hayworth mientras se quita el guante, narra las tres grandes catástrofes que aún recuerdan los estadounidenses: el incendio de Chicago, el terremoto de San Francisco y el huracán blanco de Nueva York. Y fue el 11 de marzo de 1888 cuando los neoyorquinos vieron caer los primeros e inofensivos copos de nieve. Pero la cosa fue a peor: la temperatura se desplomó, los vientos se volvieron locos, Nueva York colapsó y se convirtió en un infierno helado. Cuatrocientos muertos.

Aquella tormenta huracanada llegó sin avisar. El fin de semana en Nueva York había sido primaveral, con temperaturas suaves y una ligera brisa. Pero cerca de la medianoche del domingo 11 de marzo el tiempo enseñó la otra cara. La temperatura cayó de repente a catorce grados bajo cero y el viento alcanzó los ochenta kilómetros por hora. Cuando los neoyorquinos amanecieron el lunes, no daban crédito. Casas enteras sepultadas bajo seis metros de nieve, la ciudad detenida, los comercios paralizados y gentes que luchaban contra un frío insalvable. Muchos murieron congelados, pero la mayoría, y este es un dato muy curioso, murió electrocutada.

Nueva York estaba en pleno boom eléctrico por obra y gracia de Thomas Alva Edison, que se hizo de oro instalando generadores y cables de cobre para llevar a toda la ciudad su peligrosa corriente continua. Todas las calles estaban cubiertas por una tupida red de cables, una especie de tela de araña que desde el suelo solo permitía ver un cielo cuadriculado.

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