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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (8 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Primero impulsó la construcción del hotel Ritz, del que era accionista, y después entró en contacto con un empresario belga y le animó a que construyera otro hotel en aquel solar de seis mil metros cuadrados. Dicho y hecho. Apenas acababa de inaugurarse el hotel Ritz en 1910, cuando se iniciaron las obras del Palace.

Cimientos, primera piedra y en un tiempo récord de año y medio la pensión estuvo en pie. Enmoquetada, con sus maderas nobles, sus mármoles y sus vidrieras. Decir que por allí han pasado los personajes más célebres es una perogrullada, porque son los únicos que pueden pagarlo, pero también conviene recordar que el Palace estuvo a la altura cuando abrió sus puertas durante la patochada del 23-F y que fue parte activa contra el golpe de Estado acogiendo a la prensa y a los políticos con el excelente trato del que hace gala desde hace cien años.

El único que no quitó ojo a la construcción del Palace fue el señor Neptuno, que sigue admirándolo de frente y viendo pasar celebrities y ricachones para no aburrirse mientras vuelven los atléticos.

De Alcázar madrileño a Palacio

Cuando uno va en plan turista a Madrid tiene que darse una vuelta sin más remedio por el Palacio Real. Es bonito, es enorme, es barroco con apuntes de maneras neoclásicas y está relleno de todos los lujos propios de un palacio. Y fue el 7 de abril de 1738 cuando se puso la primera piedra. A partir de ahí se liaron la manta a la cabeza durante los siguientes treinta años y no pararon hasta levantar una mole de cincuenta mil metros cuadrados. Bueno, pues a Carlos III, que fue el que lo estrenó, no le hizo gracia. Le pareció pequeño.

El Palacio Real está ahí porque antes se quemó el otro chalecito que había. Era el famoso Alcázar de Madrid, que se mantuvo en pie seis siglos hasta que a unos mozos pasados de vino una Nochebuena se les fue la chimenea de las manos. Ocurrió en 1734, cuando ya reinaba Felipe V, pero como al rey, llegado de Francia y acostumbrado a los primores de Versalles, aquel Alcázar le parecía muy ordinario, nunca llegó a vivir allí. Por eso no le pilló dentro.

El incendio dejó totalmente destruido el Alcázar y se salvaron a duras penas las joyas reales y algunas obras de arte. Las Meninas de Velázquez, por ejemplo, fue arrancado del marco y arrojado por una ventana. Pero se perdieron cientos de cuadros de Tiziano, de Da Vinci, de Rubens, de Tintoretto…

En honor a la verdad, Felipe V se disgustó lo justo cuando se quemó el Alcázar. «Perfecto —debió de pensar—, pues ahora me hago yo un palacio más finolis». Y ordenó la construcción.

Su hijo Fernando VI se quedó con las ganas de ocuparlo, y aunque se gastó un dineral en las gigantescas estatuas que debían coronar el palacio, nunca se pusieron. Dicen que su señora esposa la reina soñó una vez que el palacio se hundía por el peso de las esculturas y al final las dejaron en tierra. Son las que ahora están en los jardines de enfrente.

El palacio lo acabó estrenando Carlos III, pero de mala gana, porque, lo dicho, no le pareció suficientemente espacioso. Y, por cierto, la residencia real cambiaba de nombre según vinieran los tiempos. Empezó siendo el Palacio Real; con la República fue el Palacio Nacional, y con Franco el Palacio de Oriente, porque eso de Real no le gustaba nada, y para los madrileños ha sido siempre, simplemente, Palacio. Para Carlos III, ya saben, una choza.

Tiembla Lisboa

Primero de noviembre. Aquel día de 1755, festividad de los Todos los Santos, el infierno se abrió en Lisboa. Se produjo uno de los terremotos más devastadores de la historia. Cien mil muertos solo en la capital portuguesa, y España no se libró: cinco mil trescientas personas murieron bajo los escombros en Andalucía y las campanas de las catedrales sonaron sin que las manejara la mano humana. Cuando la tierra dejó de temblar, aún estaba por llegar lo peor. Surgieron los incendios y los tsunamis, gigantescas olas de hasta veinte metros que se llevaron a quienes se refugiaron a orillas del mar creyendo que allí estarían a salvo.

Fue una trágica paradoja que la tierra decidiera temblar precisamente la mañana de aquel día de Todos los Santos, con las iglesias repletas de fieles que acudían a los oficios de difuntos. Miles de ellos murieron bajo escombros sagrados, y cierto que vivir aquel terremoto justo en una época de grandes temores religiosos solo podía llevar a pensar en la cólera de Dios.

Los lisboetas corrieron despavoridos hacia los espacios abiertos, huyendo de templos, palacios y edificios que se les desmoronaban encima. Y frente al mar, en los muelles de Lisboa, vieron lo nunca visto: el mar retrocedió y dejó varados los barcos en la arena del puerto. Una hora después el mar reclamó hasta el espacio que no era suyo: tres olas, una de ellas de casi veinte metros, entraron ocho kilómetros tierra adentro, y lo poco que había quedado en pie quedó arrasado.

De aquella catástrofe surgió un héroe político: el marqués de Pombal. Puso manos a la obra mientras el rey de Portugal José I lloraba su desgracia y la Iglesia ordenaba rezar para calmar la ira divina. Pombal organizó a la población, enterró a los muertos a toda velocidad para evitar epidemias, alimentó a los vivos y se remangó para reconstruir la primera ciudad a prueba de terremotos. En un año, Lisboa volvió a estar en pie, y el único que no aceptó volver a estar bajo techo fue precisamente el rey José I. Obligó a la familia real y a toda la corte que lo acompañara a vivir en una especie de campamento gigantesco para evitar que le volviera a caer un cascote encima.

Y así murió el rey de Portugal veintidós años después, en una tienda de campaña.

La «piedra postrera» de la catedral de Sevilla

¿Recuerdan cuando el presidente del Gobierno José María Aznar inauguró la Terminal 4 del aeropuerto de Madrid-Barajas? Aún estaba en obras y faltaban dos años para que aterrizara el primer avión, pero él la inauguró. Pues lo mismito pasó con la catedral de Sevilla. El 10 de diciembre de 1506 se puso la última piedra en lo alto del cimborrio y se dio por finalizada la más grandiosa obra de su tiempo… pero aún faltaba un siglo para verla acabada. Para entendernos, las capillas estaban a medias, las puertas sin terminar y la Giralda en obras.

La catedral de Sevilla está en su sitio porque ahí estaba la mezquita de la Isbiliya musulmana. Y la Giralda está donde está porque ahí estaba el alminar desde donde se llamaba a la oración. Si nos fijamos en los dos tercios de la Giralda más cercanos al suelo, evitando la parte más ornamentada, nos podemos hacer una idea de cómo era la torre original almohade.

Y si la mezquita salió indemne tras la conquista cristiana de la ciudad fue porque Fernando III prohibió que se tocara ni un ladrillo. Los musulmanes quisieron derribarla antes de verla profanada por los infieles. Dijo el rey: «Si una teja se derribase della, por ello degollaría a cuantos moros hay en Sevilla». Ante semejante amenaza, se estuvieron quietos.

Evidentemente, la mezquita se consagró como templo cristiano, pero el correr del tiempo y la conversión de Sevilla en una urbe cosmopolita y cristiana pedía a gritos una catedral. Allá va la frase de uno de sus impulsores: «Hagamos una iglesia tal que los que la vieren nos tengan por locos». Más que locos, estaban como cabras, porque les salió el templo más grande del mundo. Esto invita a sospechar que los papas ampliaron después San Pedro del Vaticano para ganar a la catedral de Sevilla.

Cuando se colocó aquel 10 de diciembre la última piedra, la «piedra postrera» como se llamó entonces, se invitó al obispo de turno al acto, pero el hombre estaba mayor y dijo que ni en broma subiría al cimborrio para ver cómo metían la piedra. Que lo dejaran en tierra que ya miraría él para arriba.

Aún faltaban siglos para ver la catedral de Sevilla tal y como la contemplan ahora los japoneses, sobre todo porque las prisas por inaugurarla provocaron varios derrumbes. Pero cierto que les quedó maja. Y sí, estaban locos.

Excavando Herculano

Adivina, adivinanza: ¿qué tienen en común Carlos III, un ingeniero zaragozano y las ruinas de Pompeya y Herculano? Pues tienen todo que ver, porque el 13 de octubre de 1738 Carlos III que, aunque nos venga bien llamarlo así, aún no era rey de España, solo era rey de las dos Sicilias, autorizó el inició de las excavaciones para sacar a la luz la primera de las dos ciudades enterradas bajo la lava y el fango del napolitano Vesubio. Primero asomó la nariz Herculano y luego apareció Pompeya. Llevaban dieciocho siglos enterradas y un maño las volvió a poner en el mapa.

Andaba reinando por Nápoles Carlos de Borbón, el futuro Carlos III de España, cuando decidió que dado su rango debía de construirse un palacio regio, así que le encargó al ingeniero militar zaragozano Roque Joaquín de Alcubierre que pusiera manos a la obra con setecientos obreros a su cargo. Años atrás ya habían aparecido por la zona algunas esculturas antiguas y se sabía que por allí abajo debía de andar una antigua ciudad, pero el maño estaba a lo suyo, al palacio del rey.

Hasta que se topó con un pozo, bajó y se encontró un muro. Dio unos cuantos golpes y se olió que allí había algo gordo. Pidió permiso al rey Carlos para que, mientras seguía con la residencia real, le permitiera a ratos, con cuatro obreros, buscar algo más.

Y entonces apareció una estupenda estatua de mármol. El rey se entusiasmó tanto o más que el zaragozano y por eso firmó aquel 13 de octubre la autorización para realizar las excavaciones. Así fueron apareciendo las ruinas y los tesoros de Herculano. Y diez años después, los de Pompeya.

Ahora la mala noticia: en aquel siglo XVIII no estaban tan interesados en el estudio de estas ciudades como en recuperar antigüedades que adornaran el palacio que se estaba haciendo Carlos III. Lo que se buscaba con ahínco eran tesoros, esculturas y objetos antiguos. Eso sí, como el rey Carlos era un ilustrado, protegió jurídicamente los bienes encontrados y prohibió su exportación. Pero cuando se vino a reinar a España y le sucedió en el trono de Nápoles su desilustrado hijo Fernando, que pasaba de las cosas viejas y rotas, el nuevo rey se dedicó a regalarlas. Llegó a cambiar un papiro de Herculano por un canguro para sus exóticos jardines. La madre que…

Codiciada Melilla

Hablemos de Melilla, una de las dos ciudades autónomas españolas que salta a la actualidad de vez en cuando con los líos del bloqueo de mercancías, con que si llegan más o menos inmigrantes ilegales, con que si la policía esto o la policía lo otro… y siempre aparece en el fondo de toda cuestión la tan traída y llevada reclamación de Marruecos sobre esta ciudad. Pues vamos a ver si queda claro el asunto soberano.

El 17 de septiembre de 1497, hace la friolera de quinientos y pico años, un conquistador que atendía por Pedro de Estopiñán conquistó la plaza de Melilla, que poco después pasó a la corona de Castilla. ¿Y saben qué? En aquel año, en aquel momento, el reino de Marruecos no existía.

Melilla fue de los fenicios, de los cartagineses, de los romanos, de los visigodos… y hasta de los vikingos. Todo el que pasaba por allí la atacaba y se la quedaba. Hasta que llegó el momento crucial de la Reconquista; no sé si les suena… fue cuando una tal Isabel y un tal Fernando recuperaron el último territorio musulmán de la Península, Granada. Y Melilla seguía ahí, invadida por unos o por otros. No vamos a descubrir nada sobre cómo andaba el mundo hace cinco siglos… pues a tortas por ampliar territorios. Y en aquella zona del norte de África no existía una nación definida. Había pequeñas zonas dominadas por reyezuelos, cada uno a su bola. O sea, que Melilla tan pronto pertenecía a uno como a otro.

Y en estas andaban, cuando el duque de Medina Sidonia, por su cuenta y riesgo, decidió enviar a alguien a que se diera una vuelta por Melilla. Ordenó la visita a Pedro de Estopiñán, que se llevó a cinco mil hombres que le ayudaron a quedarse con la plaza en un par de días. Allí se instalaron soldados, marinos, dos curas, un médico, un cirujano y un boticario. Y hasta hoy.

Por supuesto que hubo intentos de unos y otros de arrebatar Melilla a España, porque es una plaza muy maja… ahí, asomadita al Mediterráneo; pero no lo consiguieron. Y fue casi dos siglos después de que Melilla formara parte de España cuando la dinastía alauita unificó el país y nació Marruecos. Así que ya me dirán cómo se le va a devolver Melilla a Marruecos si Marruecos no existía.

Es como si Suecia reclamara Melilla porque una vez estuvieron los vikingos.

El napoleónico Arco del Triunfo

Napoleón era muy envidiosillo; de los de culo veo, culo quiero. Y si algo envidiaba eran las maneras del Imperio romano. Si las legiones romanas tenían un águila como emblema, pues él también. Si Roma tenía arcos triunfales, pues él quería los suyos.

El 18 de febrero de 1806 Napoleón promulgó un decreto por el que ordenó la construcción de un gran arco que dejara pequeños los de los romanos. Pero como era un prisas y lo quería todo en el momento, ni esperó a tener planos ni eligió bien el sitio ni tenía claro lo que quería. Así pasó lo que pasó: que se murió sin verlo terminado.

La Roma de los césares era muy carnavalera. Enseguida se montaban desfiles y cabalgatas cuando sometían a un pueblo. Los generales marchaban por la ciudad presumiendo de prisioneros y botín, el pueblo los aclamaba y Roma les edificaba un arco del triunfo en agradecimiento por haber hecho un poco más grande el imperio.

Napoleón no tenía quien le construyera uno, así que dijo: «Pues me lo hago yo». Promulgó el decreto sin dilación y antes de que el emplazamiento se meditara con tranquilidad y de que hubiera un proyecto definido, fue y colocó la primera piedra.

Lo malo es que después de esa primera piedra, nadie sabía dónde poner la siguiente… porque no había planos.

Se presentaron varios diseños. Uno de ellos, absolutamente estrafalario, tenía forma de elefante. Horrible. Al final Napoleón se decidió por un arco gigantesco y las obras comenzaron. Pero aquello era tan grande, se necesitaba tanto tiempo para levantarlo… y como encima Napoleón no dejaba de incordiar al mundo, llegó el momento en que el mundo se revolvió y París se convirtió en el principal objetivo de los ejércitos extranjeros. Y el arco a medio hacer.

Los andamios de madera acabaron aprovechándose para hacer barricadas, la construcción se detuvo, Napoleón acabó exiliado y muerto y el arco se fue terminando a trompicones. Pero ahí está, tan grande como Napoleón quiso pero ni parecido al que imaginó.

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