No era la primera vez que Edward Jenner experimentaba su vacuna contra la viruela. Lo había hecho por primera vez cuatro años antes, pero tenía a todo el mundo en contra, sobre todo a sus colegas científicos, empeñados en que si seguía inoculando virus de vacas en los humanos, los hombres acabarían con cuernos y mugiendo a cada paso. Pero Jenner siguió a lo suyo, erre que erre, y no se rindió pese a que le expulsaron de la Sociedad Médica de Londres.
El investigador se había fijado en que las ordeñadoras que se infectaban de la viruela de las vacas en las granjas quedaban inmunizadas frente a la viruela humana, mucho más mortal que la del ganado. La de las reses apenas hacía pupa. Así que, inoculando el virus de la viruela vacuna en los hombres, la humanidad inició el camino de la vacunación.
El descubrimiento de Edward Jenner fue fundamental hasta para él, porque la vacuna le ayudó a salvar su propia vida, y no precisamente porque la necesitara para librarse de la viruela. De quien en realidad le libró su vacuna fue de Napoleón.
Cuando Francia entró en guerra con Inglaterra, el científico cayó prisionero de las tropas napoleónicas, pero cuando el Bonaparte vio que en la lista de prisioneros que pedían clemencia había un tal Jenner, casualmente inglés y encima médico, dijo: «¡Jenner! No puedo negar nada a quien ha salvado tantas vidas». Y le indultó.
Cuando les sirvan un chuletón de ternera o se tomen un arroz con leche, piensen en que las vacas sirvieron para algo más que para alegrarnos la mesa. Gracias a ellas se erradicó una de las enfermedades más mortíferas del mundo.
Toca quitarle méritos a Alexander Graham Bell, ese que aparece en todas las enciclopedias como inventor del teléfono. En todas las enciclopedias anteriores a 2002, porque hace ya diez años que lo bajaron del pedestal. El 10 de marzo de 1876 Graham Bell presentó en Nueva York el teléfono, justo tres días después de haberlo patentado, y desde entonces el aparato ha estado asociado a su nombre durante más de ciento veinticinco años. Los mismos años que otro hombre llamado Antonio Meucci ha tardado en ver reconocido su invento.
Con los inventores hay que tener mucho cuidado, porque cuando se trata de atribuirse una idea no conocen ni a su padre. Veinte años antes de que Graham Bell se interesara por hacer pasar su voz a través de un hilo, un hombre llamado Antonio Meucci inventó un artefacto que llamó teletrófono. Lo usó para conectar su oficina con una habitación una planta más arriba y poder hablar con su mujer.
El artilugio era muy rudimentario, pero Meucci fue el primer humano que se puso un aparato en la boca, habló, y su mujer lo escuchó poniéndose en la oreja el otro aparato unido al extremo del hilo. Con ellos nació el teléfono. Pero Meucci estaba a dos velas y sin dinero para formalizar la patente. Solo pudo presentar una descripción de su invento e intentar que una compañía lo apoyara en su desarrollo.
Pero la compañía pasó de él y de su proyecto, y ¡oh, casualidad!, por aquella empresa paraba Alexander Graham Bell, inventor de sólida reputación y experto en acústica, que años después patentó el teléfono. Un poco más pijo, pero un teléfono.
Meucci denunció a Bell por haberle birlado su invento, pero el pobre se murió, amargado y arruinado, sin ver reconocido que él era el padre de uno de los artefactos más indispensables de la humanidad después de la rueda y la lavadora. El Congreso de Estados Unidos, sin embargo, no se olvidó del asunto, y en el año 2002 aprobó la resolución 269 por la que se reconocía que el verdadero inventor del teléfono se llamaba Antonio Meucci.
Nunca, nunca más, repitan como loros eso de que Alexander Graham Bell inventó el teléfono.
Volar ha sido una de las más primitivas obsesiones del hombre, y otra de las fundamentales consistió en buscar un remedio para, cuando se estaba arriba, caer sin partirse la crisma. Así que mientras unos se empeñaban en surcar el aire en horizontal, otros buscaban cómo hacerlo en vertical y sin riesgos.
El 26 de noviembre de 1783 un francés llamado Louis-Sébastien Lenormand se subió a la torre del Observatorio Montpellier con una especie de gran paraguas y saltó. Llegó felizmente al suelo y, como era físico y poco dado a la poesía, llamó a su invento para-caídas.
El francés no era tonto, por eso el día de su exhibición con el primer paracaídas de la historia tenía el artilugio más que experimentado y ya había hecho volar a perros y ovejas. No hay datos exactos de cuántos animales murieron en beneficio de la tecnología.
La idea le vino a Lenormand después de leer que los esclavos de algunos países, para entretener a sus señores, saltaban de grandes alturas con una especie de parasol que les permitía llegar ilesos al suelo. Al francés le inspiró la idea y construyó una gran sombrilla de unos cuatro metros de diámetro, pero con estructura de madera, para que la resistencia del aire no pusiera las varillas del revés, tal y como ocurre cualquier día de viento con los paraguas que venden los chinos.
Entre los espectadores que presenciaron aquella primera demostración estaban los hermanos Montgolfier, que solo cinco días antes habían experimentado con éxito otro gran invento, el globo aerostático. Ver a Lenormand descender pausadamente desde considerable altura les dejó más tranquilos, porque el paracaídas venía a solucionar el problema a la hora de bajarse en marcha de alguno de sus globos.
Los paracaídas, sin embargo, no tuvieron su primer uso en la aviación, porque hasta catorce años después nadie se atrevió a saltar en paracaídas desde la barquilla de un globo. La primera utilidad que se le dio a las sombrillas de Lenormand fue para saltar de los edificios en llamas.
Por si alguien está pensando en que Leonardo da Vinci fue el verdadero inventor del paracaídas… sí, fue él, pero solo lo diseñó. Nunca lo probó.
Miren a su alrededor. Se fijen en lo que se fijen, ahí está el caucho: en las suelas de las deportivas, en los móviles, en los neumáticos, en las mangueras, en los impermeables, en las sillas, en las mesas… Pero es caucho sintético, porque no hay árboles en el mundo para saciar nuestra constante y desmesurada demanda.
El 12 de septiembre de 1909 el alemán Fritz Hofmann patentó lo que él llamó «procedimiento para la fabricación de caucho artificial». Fue uno de los más piadosos y útiles inventos del siglo XX, porque, hasta entonces, la extracción del caucho natural había provocado una de las más vergonzosas explotaciones humanas.
El caucho natural, el látex, no es otra cosa que la savia de determinados árboles que crecían en la Amazonia, en América. Los nativos lo conocían como «el árbol de las lágrimas blancas», y extraían el caucho haciendo una incisión en el tronco y dejando que la savia cayera en un recipiente. Exactamente de la misma manera que se hace ahora.
Cuando llegaron los invasores españoles y vieron que los indios del Amazonas jugaban con una pelotita que daba unos saltos endemoniados, lo primero que pensaron es que eso era cosa del diablo. Todo lo que no entraba en una cerrada mente cristiana era cosa del demonio. Pero solo era caucho.
La locura llegó a mediados del siglo XIX, cuando Charles Goodyear, ese señor con nombre de neumático, descubrió cómo hacer el caucho resistente e indeformable. A partir de ahí, al hombre blanco europeo, sumergido en plena era industrial, no se le puso nada por delante. Había que conseguir látex como fuera y al precio que fuera. Comenzó la fiebre del caucho.
La esclavización de nativos no conoció límites. Caían derrengados o directamente masacrados si no rendían lo suficiente con la extracción del oro blanco. Pero lo peor era que, por mucho que se deslomaran trabajando, no se sacaba tanto caucho ni a la velocidad que el mundo industrializado exigía. Fue entonces cuando una empresa alemana ofreció una recompensa sustanciosa al investigador que consiguiera fabricar un producto con las mismas características del caucho natural.
Fritz Hoffman fue el que gritó ¡eureka!, y, años después, Hitler le quedó eternamente agradecido porque el caucho sintético le vino de perlas para material de guerra.
No era la primera isla americana en la que puso el pie y plantó la cruz, pero sí la que acabó siendo el emblema de la conquista porque allí se fundaron los primeros asentamientos.
El 5 de diciembre de 1492 Cristóbal Colón y sus chicos llegaron a las playas de la isla Quisqueya. Le cambiaron el nombre de inmediato, porque todo lo que encontraban se lo quedaban. La llamaron La Española. Y si a los turistas que ahora se acercan a República Dominicana les gusta aquello, imaginen cuando lo vieron esos ochenta españoles desarrapados hace quinientos veinte años. Alucinaron… pasmaos…
Porque hay que imaginarse aquello sin los mastodónticos complejos hoteleros, sin cruceros yendo y viniendo y sin tumbonas en la playa. ¿Qué vieron ellos? Pues solo hay que remitirse a las palabras del señor Cristóbal: «Árboles verdes y llenos de frutas; prados floridos con altas hierbas, y el aire, como el de Castilla en abril».
Y los habitantes, qué majos todos. Dijo Colón que eran «gente de amor y sin codicia», que amaban a su prójimo, que siempre sonreían, que eran mansos y dulces… Eran los taínos, que vivían a su aire, prácticamente en pelotas y discutiendo lo justo. Y no eran tontos. Tenían su cultura, su organización social, sus manufacturas…
Entonces ¿quién la pifió? Nosotros. Al principio los nativos no vieron en aquellos tipos barbudos y pálidos malas intenciones, pero cuando los españoles cogieron confianza empezaron a preguntar por el oro y a echarle el ojo a las indias.
Cuando Colón regresó a España y dejó en la isla un retén de treinta y nueve hombres hasta su regreso (peripecia que se recoge con más detalle en páginas venideras), ni sospechaba la que se iba a liar. Los nativos plantaron cara a los españoles cuando comenzaron a pasarse de la raya. Ya no se consideraban invitados, sino propietarios, y los indios se los cargaron a todos.
Se acabó el idilio y aquellos nativos que eran tan dulces, tan mansos, fueron esclavizados para que supieran quién mandaba allí. Cuando Colón llegó a La Española, se calcula que había noventa mil taínos. Veinte años después, apenas quedaban treinta mil.
Ahora continúan sirviéndonos cuando nos llevan un coco-loco a la tumbona de la playa, pero por lo menos ya pagamos la consumición.
Todos, de pequeñitos, cuando la sesera aún no daba mucho de sí, nos hemos preguntado alguna vez por qué si los españoles descubrimos América son los portugueses los que se quedaron precisamente con Brasil, con el pedazo más grande.
La explicación tiene su principio en el 9 de marzo del año 1500. En esa fecha, una flota de trece barcos partió de la playa de Restelo, en Lisboa, al mando de Pedro Álvares Cabral. Destino: las Indias Orientales, las de Asia. Objetivo: explotar a gran escala la ruta comercial que había abierto Vasco de Gama pasando por debajo de África.
Y resulta que en mitad del camino se encontraron con Brasil. Vaya… qué casualidad. No sé yo…
Brasil lo conquistó Portugal, sin duda; lo que no está muy claro es que fuera tan casual como ellos dicen. Vamos a ver, para pasar por el extremo sur de África camino de las Indias no hacía falta arrimarse a Brasil. Además, se sabe que las naves no llevaban ni suficiente agua ni bastante leña para aguantar el largo viaje organizado; era como si ya tuvieran previsto el destino.
A algunos historiadores eso del descubrimiento casual de Brasil les mosquea. Creen que los portugueses en realidad ya tenían localizadas las costas de Brasil, pero que mantuvieron en secreto su viaje para evitar que los españoles se adelantaran. Por eso dijeron así, como distrayendo, que iban a las Indias.
También es cierto que, si jugaron al despiste, tenían sus motivos. Seis años antes se había firmado el Tratado de Tordesillas entre España y Portugal, aquel en el que, para evitar guerras entre los dos países por la feroz carrera de conquistas, se acordó marcar una línea imaginaria de cara a futuros descubrimientos. Es decir, si a partir de entonces los portugueses descubrían algo de América que estuviera en su lado de la línea, se lo quedaban, pero si los españoles llegaban primero, pues para los españoles.
Por eso se sospecha que los portugueses fueron directos a Brasil, porque sabían que esa tierra quedaba en su lado, pero sin decir ni mu por si los españoles llegaban y plantaban antes la cruz.
Es posible que cuando partieron aquel 9 de marzo de Lisboa, dijeran: «Estoooo… pues nada… que vamos a dar una vuelta por ahí para pillar especias, que nos falta pimienta para el pollo». Y de paso, se quedaron Brasil.
Y lo cierto es que, cuando desembarcaron, no hubo mal rollo con los allí empadronados. Muy al contrario, se hicieron gracia, porque a los indios los portugueses les parecían unos extravagantes, y los portugueses alucinaron con la moda y el peinado indios. La moda, por decir algo, porque como bien señaló el escribano portugués, ninguno tapaba sus vergüenzas. Ni falta que hacía, vino a decir después, porque sobre todo ellas tenían unas vergüenzas tan altas y prietas que mejor no taparlas.
Tras los saludos de rigor con los indígenas, los portugueses hicieron lo habitual: montar un altar y organizar una misa delante de doscientos indios que siguieron atentos la novedad. El fraile franciscano que dirigió los oficios religiosos llegó a decir que aquella buena gente entendió perfectamente el Santo Sacrificio. Hombre… entender, lo que dice entender, no entenderían ni papa, pero manifestaron un singular respeto hacia los ritos de los visitantes. Cosa que no hicieron después los visitantes cuando llegó la hora de imponer la fe y la esclavitud.
Viernes 24 de marzo de 1882. Sociedad de Fisiología de Berlín. Sala hasta los topes. Un señor bajito y muy nervioso se sube a la tarima y comienza: «Si la importancia de una enfermedad se midiera por el número de muertes que causa, la tuberculosis debe ser considerada mucho más importante que las enfermedades más temidas. Uno de cada siete seres humanos muere de tuberculosis».
Se llamaba Robert Koch y en ese momento estaba presentando en sociedad su bacilo. Le estaba diciendo al mundo: «Señoras y señores, con todos ustedes, la maldita bacteria de la tuberculosis».
El pobre Robert Koch sudó tinta aquel día, porque alguno de los científicos presentes solo fue a ver cómo se estrellaba en su presentación. El empeño de Koch era demostrar que la tuberculosis tenía su origen en una bacteria, cosa que no se creía nadie, así que se plantó ante sus colegas con todos los avíos necesarios: microscopios, tubos de ensayo, tintes reactivos, tejidos infectados, cobayas tuberculosas…