Read Se armó la de San Quintín Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (10 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
5.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La nitroglicerina no la inventó Alfred Nobel. Ya estaba descubierta y tenía buen uso en medicina, porque es vasodilatador y previene los sustos del corazón. Pero, claro, en muy pequeñas dosis, porque si te enchufan más de la cuenta se puede producir una explosión interna. Alfred Nobel lo que hizo fue patentar la nitro para su uso como explosivo, porque, ahí donde lo tienen, la familia del sueco tenía empresas para la fabricación de armas.

Nobel se incorporó a la tradición familiar, pero salió muy despierto en asuntos químicos y se percató de que la nitroglicerina líquida era un fantástico explosivo. Eso sí, también es más peligrosa que MacGyver en una ferretería. No se la puede mover mucho ni ponerla al sol de La Mancha, porque las moléculas se revolucionan, chocan entre ellas y la explosión es monumental.

Alfred Nobel vivió el desastre de cerca, porque precisamente su hermano Emil y cuatro hombres más murieron en una de sus fábricas por manipular nitro líquida. A partir de ahí no paró de investigar para reducir los riesgos de su manejo, hasta que inventó la dinamita, que no es otra cosa que la propia nitroglicerina pero mezclada con goma o con carbón pulverizado.

El invento fue la bomba —perdón por el chiste facilón—, y desde entonces hubo tortas por conseguirlo para emplearlo en matar al de enfrente. Antes de cumplir los cuarenta años, Alfred Nobel ya había creado quince fábricas, y reunió tantísimo dinero a costa de provocar tantas muertes gracias a su invento que dejó su magnífica herencia para premiar a hombres que logren beneficios para la humanidad. Si el sueco levantara la cabeza, a alguno le quitaría el premio y le pondría un petardo en el cu… le quitaría el premio.

El «Duelo del Nilo»

Si algo trajo de cabeza a los exploradores del siglo XIX, eso fue descubrir las fuentes del Nilo, porque el aventurero que localizara dónde nacía el río más grande del mundo entraría de cabeza en las enciclopedias. El 16 de septiembre de 1864 todo estaba listo en Londres para que se celebrara el famoso «Duelo del Nilo». El explorador John Speke defendería que el Nilo nacía en el lago Victoria. Su contrincante, Richard Francis Burton, demostraría que eso era mentira cochina.

Pero el duelo nunca se celebró. Con el salón de bote en bote, llegó la noticia de que Speke se había suicidado.

Richard Francis Burton y John Speke habían partido como amiguetes para desvelar el mayor secreto geográfico que aún guardaba el planeta: las fuentes del Nilo. Pero la expedición se torció, porque la envidia es muy mala y porque aquellos dos hombres no tenían nada que ver. Burton era culto, guapo a reventar, y hablaba más de veinte idiomas. Speke era soso, más bien feo y no cogía un libro ni harto de vino. Pero los dos atacaron una aventura africana en la que les pasó todo tipo de desgracias. La rivalidad se convirtió en odio, y las fuerzas por descubrir las fuentes del Nilo acabaron divididas.

Speke se empeñó en que él las había descubierto en el lago Victoria, salió pitando para Londres y lo comunicó a bombo y platillo. Los ingleses lo pusieron en un altar, aunque Burton insistía en que el descubrimiento era mentira. Como nadie le hacía caso, se dio a la bebida.

La polémica llegó muy lejos; tanto que los ingleses formaron dos bandos y Londres decidió organizar un debate científico para descubrir quién tenía razón. Aquel 16 de septiembre estaba todo preparado. La sala hasta arriba, los periodistas atentos, los científicos expectantes… pero uno de los contrincantes no acababa de llegar. En su lugar llegó la noticia de que John Speke había sufrido un accidente de caza la tarde anterior. Todo el mundo supo que se había suicidado, y Burton, el guapo Burton, acarreó el resto de su vida la culpa de haber llevado el debate demasiado lejos.

Porque el Nilo, efectivamente, tiene una de sus fuentes en el lago Victoria. Ahora bien, el chorrillo original sigue sin aparecer.

Anestesia: ahí le duele…

Hay descubrimientos a los que resulta muy difícil atribuirles un padre. La anestesia, por ejemplo. El día 16 de octubre de 1846 fue, oficialmente, el primero en el que un médico de Boston, William Morton, utilizó el éter como anestésico. Pero luego llegó otro y dijo que el primero había sido él, hasta que apareció un tercero diciendo que los otros dos eran unos farsantes. Y la cosa terminó de liarse cuando apareció un cuarto. Lo inventara quien lo inventara, comenzó la era de la cirugía sin dolor.

Morton, el supuesto descubridor del éter como anestesia, era un dentista que durante un año fue ayudante de otro odontólogo llamado Wells. Cuando separaron sus caminos, Morton se asoció con otro científico, Warren, y entre los dos patentaron un producto anestésico que ellos llamaron «letheon». Pero resultó que Morton y Warren acabaron en los tribunales porque los dos decían ser padres del invento, aunque ninguno quería desvelar que el «letheon» era en realidad éter. A todo esto, el otro dentista, Wells, aseguraba haber sido él el primero en utilizar una anestesia utilizando óxido nitroso.

Y en estas peleas andaban los tres cuando saltó a escena un cuarto dentista llamado Crawford Long, diciendo que él ya llevaba cuatro años usando el éter en la extracción de muelas pero que se le había olvidado decirlo.

Con semejante lío entre sacamuelas y con tanta bronca por la paternidad de la anestesia, se complica saber a estas alturas quién fue el primero en usarla, aunque si se atiende a otras fuentes, también podría ser que el verdadero descubridor de la anestesia fuera un feriante, un tipo que animaba sus espectáculos haciendo inhalar al público óxido nitroso, el gas de la risa. Quienes lo respiraban se ponían eufóricos, y un día, uno de los que inhaló el gas, en mitad de sus aspavientos, se cayó del escenario y, pese a las heridas, no sintió dolor. Aquel espectáculo lo presenció Wells, uno de los dentistas en litigio, que aplicó el brebaje en su consulta y que por eso reclamaba ser el padre de la criatura. Así que al final va a resultar que ni Morton ni Wells ni Warren ni Crawford. La anestesia la descubrió un feriante.

Un tesoro hallado por carambola

Los arqueólogos tienen su mérito, pero lo cierto es que los más grandes descubrimientos artísticos los han hecho labradores y albañiles. La Dama de Elche y la Venus de Milo, por poner solo un par de ejemplos, aparecieron a golpe de azada, y el 30 de septiembre de 1958 el albañil Alonso Hinojos soltó el pico y saltó a la historia cuando en uno de los cerros que allí llaman carambolos, pegaditos a Sevilla, encontró una vasija repleta de adornos de oro exquisitamente trabajados.

Eran joyas tartesias y hacía veintiocho siglos que alguien las había dejado allí. ¿Quieren verlas? Pues por los pelos no se han quedado con las ganas. En enero de 2012 el Tesoro del Carambolo quedó instalado permanentemente en el Museo Arqueológico de Sevilla, prestado por el Ministerio de Cultura, su depositario. Tiene tal valor que desde su descubrimiento y salvo alguna salida esporádica, estuvo guardado en la caja fuerte de un banco de Madrid.

Pero, ojo, que el Tesoro del Carambolo arrastra una buena polémica arqueológica. Verán por qué. En el cole siempre nos han hablado del legendario reino de Tartessos, instalado por Sevilla, Huelva, Cádiz… una civilización muy de aquí, de la tierra, pero que solo aparecía descrita en textos antiguos, porque no había pruebas de su existencia. Ni una vasija, ni un collarcito… nada.

La oposición en arqueología, que también la hay, defendía que los tartesios no habían dejado vestigios porque eran unos pringaos que se habían dejado dominar por los fenicios, unos recién llegados más listos que el hambre. Por eso los hallazgos arqueológicos se catalogaban como fenicios, no como tartesios.

Y entonces fue cuando el albañil descubrió el Tesoro del Carambolo, y la mayoría dijo: «Ya está claro, Tartessos existió y tuvo su propia personalidad artística y cultural». Y las joyas descubiertas (veintiuna piezas que conforman collar, corona, cinturón y brazaletes) eran la prueba, porque los fenicios no sabían hacer esas virguerías con el oro.

Pero ha pasado más de medio siglo desde el descubrimiento y la bronca entre arqueólogos sigue calentita. Unos, que los tartesios fueron grandes tipos y autosuficientes. Otros, que los tartesios no eran nada hasta que llegaron los fenicios y aprendieron de ellos. El albañil, por si acaso, hizo su descubrimiento y se quitó de en medio por si le salpicaba la bulla.

De cómo arrebatar el rayo a los cielos

Benjamin Franklin… qué hombre este. No paraba quieto. Cuando no estaba inventando las gafas bifocales, andaba creando una biblioteca… o el cuerpo de bomberos; y si no estaba redactando la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, se ocupaba de estudiar el contagio de los resfriados… o en descubrir que el color negro retiene el calor y el blanco lo repele. Y como todavía le quedaban ratos libres, el 15 de junio de 1752 Franklin culminó con éxito el famoso experimento de su cometa, el que provocó que ahora no haya edificio en el mundo sin un pararrayos en la punta.

¿De dónde vienen los rayos? De algunas nubes, no todas. De las nubes que se convierten en una especie de gran pila con carga positiva arriba y carga negativa abajo. Cuando se enredan en una bronca dos nubes bien cargaditas, se lía la tormenta y a correr para que no nos parta un rayo.

Esto de que algunas nubes llevaran electricidad lo sospechaba Franklin, pero primero había que demostrarlo y luego buscar una solución para domesticar esas descargas. Así que esperó un día de tormenta en Filadelfia y agarró una cometa con estructura de metal de la que colgaba un hilo de seda con una llave. Si el rayo que salía de las nubes encontraba en su camino hacia la tierra un conducto metálico en el que meterse, ahí se quedaba, con lo cual no buscaba una víctima al tuntún. Y, efectivamente, el rayo se fue a la cometa y la electricidad a la llave. Estaba claro que el «fuego eléctrico», como él lo llamaba, podía dirigirse.

Siguiente paso: inventar algún artilugio que se pusiera lo más alto posible para que los rayos se fueran a por él antes de llegar a tierra. Y así, con una vulgar varilla de metal conectada al suelo, las descargas eléctricas morían en tierra por el camino que se les había marcado. He ahí el pararrayos.

Muy pronto los edificios comenzaron a instalarlos… menos las iglesias. Decían las lumbreras eclesiales que esto de los rayos eran cuestiones divinas que se podían ahuyentar tocando las campanas de la fe. Les costó entender que los rayos los enviaba la física, no Dios, y que Dios tampoco tenía la solución. Ahora se entiende por qué la cara de Franklin está en los billetes de cien dólares. Porque, como dijo alguien, arrebató el rayo a los cielos y el cetro a los tiranos.

Neptuno: visto antes de ser visto

¿Recuerdan la que se montó hace más o menos un lustro, cuando nos birlaron Plutón? Toda la vida recitando de memoria los nueve planetas del sistema solar, y resulta que era mentira. El pobre Plutón ahora es un planeta enano, cuando lo políticamente correcto hubiera sido degradarlo a planeta bajito. Bueno, pues similar revuelo se organizó cuando el 23 de septiembre de 1846 se avistó por primera vez Neptuno, uno de los planetas más gordos que se pasea alrededor del Sol. Pero, ojo, porque a Neptuno primero lo descubrieron y luego lo vieron.

Técnicamente hablando, Neptuno se descubrió gracias a la astronomía matemática. Es decir, haciendo números con lápiz y papel, no enfocando con un telescopio. El asunto tiene gracia: los astrónomos estaban embebidos con el estudio de Urano, el último y más lejano planeta descubierto. Querían saber todo de él: cuánto tardaba en darse una vuelta, cómo era, cuántos satélites tenía… y siguiendo las famosas Leyes de Kepler y de Newton, hicieron los cálculos para saber en una fecha determinada dónde debía encontrarse Urano. Pero resulta que nunca aparecía cuando se le esperaba, así que una de dos: o Kepler y Newton se habían colado, o algo interfería en la órbita de Urano que no le permitía llegar a su cita. Quizás algún satélite perturbaba su tránsito… o un cometa lo había golpeado y desplazado… o puede que algún otro planeta desconocido influyera en el normal discurrir de Urano.

Por ahí fueron los tiros y los cálculos, y así se descubrió matemáticamente que Neptuno era el que incordiaba en la órbita de Urano y le hacía llegar tarde a su cita con los astrónomos. Ya solo faltaba comprobar que lo que decían las matemáticas era verdad. Apuntaron con el telescopio a un sitio determinado aquel 23 de septiembre, y helo ahí, apareció el orondo y azulado Neptuno.

Al principio se le conoció como «el planeta que sigue a Urano», pero como esto le restaba personalidad, se votó llamarlo Neptuno, un planeta en el que hace más viento que en Tarifa y un frío que pela. Y no se puede poner el pie en su superficie porque, como es gaseosa, te hundes. Allí, eso de tierra trágame, lo dicen en sentido literal.

Machu Picchu: descubierto por uno, conocido por todos

El descubrimiento de esa joya arqueológica que hay en Perú, el Machu Picchu, siempre ha traído mucha polémica porque es muy difícil asegurar si fue fulano o mengano el que descubrió una cosa que lleva ahí plantada cinco siglos, a la vista de todos. Más que descubrir, debería decirse que el 24 de junio de 1911 ojos extranjeros vieron por primera vez las ruinas incas de Machu Picchu. Pero tampoco esto es cierto. Lo que ocurrió ese día es que por primera vez llegó allí un estadounidense que luego se lo contó al mundo y se apuntó el tanto.

Machu Picchu, declarado en 2007 una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno, es una ciudad inca, una especie de santuario y residencia veraniega que se cree construyó el soberano Pachacutec Inca Yupanqui para su familia y su corte. Como al rey le subían en volandas, pues no se preocupó de lo que costó edificar aquello a dos mil y pico metros de altitud. ¡Y sin utilizar la rueda!

Pero el caso es que luego llegaron los españoles, aquello se despobló y quedó solo para ojos locales y nacionales. Todos conocían su existencia: los habitantes de la zona, los cabreros, el Gobierno de Perú, las llamas… pero bueno, como estaba ahí, nadie prestaba mayor atención.

Hasta que aquel 24 de junio un guía llevó hasta allí a un historiador estadounidense interesado en ruinas incas y llamado Hiram Bingham. Fue él quien se lo dijo al resto del mundo y se quedó con el protagonismo de haber descubierto Machu Picchu. Aunque es fácil afirmar que el guía que lo llevó hasta allí lo habría descubierto antes que él. Es más, cuarenta y cuatro años antes de que llegara el yanqui, un alemán llamado August Berns fundó una compañía para vender los tesoros artísticos de Machu Picchu, y lo hizo con el permiso del Gobierno peruano, que autorizó el negocio a cambio del diez por ciento de los beneficios. Y, ojo, que el descubridor oficial, el expoliador estadounidense, también se llevó unas cuantas miles de piezas arqueológicas a la Universidad de Yale: 46.332 tesoros exactamente, que en parte han sido devueltos a sus legítimos dueños en 2011, aprovechando el centenario del descubrimiento. Así que cómo no va a estar en ruinas Machu Picchu, si cada vez que pasaba uno por allí se llevaba algo.

BOOK: Se armó la de San Quintín
5.07Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Buried (Hiding From Love #3) by Selena Laurence
On the Waterfront by Budd Schulberg
The Guns of Avalon by Roger Zelazny
The Ruby Ring by Diane Haeger
Tycoon Takes Revenge by Anna DePalo
Vango by Timothée de Fombelle
The Farmer's Daughter by Jim Harrison
The Seeking Kiss by Eden Bradley