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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (7 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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La nieve y el hielo acabaron por derribar postes de electricidad y por romper cables que electrocutaron a diestro y siniestro, a quienes circulaban por las aceras. Nueva York quedó a oscuras durante días y miles de personas no tuvieron otra labor que librar a la ciudad de aquel mortífero manto blanco. Una semana después de aquel 11 de marzo, aún no se veía el final.

Pero para algo sirvió aquel huracán blanco: los cables comenzaron a soterrarse, porque al final resultó que la tecnología acabó con más vidas que la propia naturaleza.

Buceando bajo la catedral de Winchester

¿Han estado en Winchester, en Inglaterra? ¿Y han visto la catedral? A primera vista no tiene nada de especial. Su presbiterio, su altar, su coro y todos los aprestos propios de una catedral. Pero si se rasca en su historia, resulta que la catedral de Winchester ha dado mucha guerra. Su construcción empezó mal, continuó peor y está en pie de milagro. El 8 de abril del año 1093 se inauguró la catedral de Winchester, pero si no llega a ser por un buzo —repito, un buzo—, ahora sería escombros. Enseguida se entenderá qué pinta un buzo en la catedral de Winchester.

Construir la catedral fue empeño de un obispo. La quería bien hermosa, muy bonita, lo más de lo más. Pero también quiso verla terminada, y, con las prisas, no se eligió el mejor lugar para edificarla, a lo que hay que añadir que la construcción fue a todo meter.

El obispo en cuestión, además, pasó a la lista negra del ecologismo medieval porque se cargó un bosque entero para construir su catedral. Pero se salió con la suya, porque la pudo inaugurar para, cinco años después, morirse de gusto y ser enterrado en la nave central. No está claro si construyó un templo o si en realidad se construyó una tumba con forma de catedral. La cuestión es que pasó el tiempo y aquello comenzó a resquebrajarse y a hundirse. Los cimientos eran puro lodo. Barro.

Durante los siguientes nueve siglos se dedicaron únicamente a poner parches. Se les caía una torre y la reconstruían; se les desplomaba un muro y lo volvían a levantar; las grietas campaban por sus respetos… Novecientos años metidos en obras.

Hasta que a principios del siglo XX se plantearon atacar el origen del problema. Había que quitar el lodo, rellenar los cimientos con cemento y ladrillos y asentar la catedral en terreno seco. ¿Y quién era el guapo que se metía en el barro para rellenar el subsuelo? Un buceador. Un tipo que con su escafandra, él solito, estuvo metiendo relleno en los cimientos. Día tras día, durante seis años, el buzo William Walker salvó la catedral de Winchester. No se extrañen si van de visita por la zona y se encuentran por todas partes estatuas dedicadas a un señor con bigote y vestido de buceador. Acabó arrugado como un garbanzo.

La eterna Real Maestranza de Sevilla

Ha quedado como frase hecha para cuando algo se alarga mucho en el tiempo, eso de «está durando más que las obras de El Escorial». Pues quien eche mano de este dicho es que no sabe lo que duraron las obras de la Maestranza de Sevilla, una plaza de toros con la que se tiraron ciento y pico años metidos en faena. Aunque no por ello se suspendían los festejos. Iban inaugurando poquito a poco; por eso el 20 de abril de 1763 consta que se inauguró la plaza de toros de la Real Maestranza de Sevilla, pero lo cierto es que la inauguraron sin haberla terminado. Parecían políticos en plena campaña electoral.

Ya sabemos que en España las corridas de toros se bendecían o se prohibían según el rey de turno, y aprovechando que Felipe V fue de los que no puso inconvenientes, la Real Maestranza de Caballería de Sevilla decidió tener su propia plaza de toros allá por 1730. Pero el diseño no fue el idóneo. La hicieron rectangular, con sus cuatro esquinitas, y es fácil sospechar cómo las pasaba un torero cuando se veía acorralado en un rincón. Así fue como se decidió levantar tres años después una plaza redonda, como tiene que ser, en el sitio que todos conocemos.

La hicieron toda de madera y después fueron añadiendo a su alrededor carnicerías, caballerizas, almacenes y casas. Pero todas estas construcciones eran de obra, de cantería. Y ahí es donde se percataron de que haber hecho toda la plaza de madera tampoco fue una idea genial.

Vuelta a ir desmontando poco a poco la construcción de madera para ir sustituyéndola por cantería. Que si primero vamos haciendo algunos tendidos, que si luego unas gradas con sus arcos, que si luego un palco, después una puerta… Y obra que se hacía, obra que se inauguraba. Pero en estas llega Carlos III, muy ilustrado él, y dice que qué clase de salvajada es eso de las corridas de toros. Las prohibió por decreto, y ahí se quedó la plaza de toros de la Maestranza, mitad madera, mitad cantería, con las obras empantanadas y esperando mejores tiempos que llegarían con el siguiente rey.

A partir de ahí cogieron carrerilla, pero a su ritmo, sin prisas. Casi doscientos años después dieron por rematadas las obras y las reformas. Y ahí la tienen, tan bonita, en blanco y albero. Y sin ningún obrero a la vista.

Los ciento cincuenta años del Big Ben

Piensen así, a bote pronto, en un símbolo de Londres. Seguro que lo primero que les viene a la cabeza es el Big Ben, esa histórica torre con su gran reloj que se eleva desde un extremo de Westminster, la sede del Parlamento británico. Como los ingleses son muy ceremoniosos para sus cosas, en septiembre de 2009 culminaron tres meses de celebraciones en torno al Big Ben, porque el 7 de ese mes de 1859 las campanas del mítico reloj comenzaron a marcar los cuartos con cuatro notas de un pasaje de El Mesías, de Häendel. Y así, dale que te pego, llevan más de ciento cincuenta años.

Eso de Big Ben en realidad no se refiere al reloj, sino a la gigantesca campana de trece toneladas con la que suenan las horas. Está dentro de la torre y no se ve, por eso se lleva todo el mérito el que da la cara, el reloj. A la campana la llamaron Ben, Gran Ben, en recuerdo de Benjamin Hall, el político e ingeniero que remató la construcción de la torre y la instalación del reloj.

Y qué decir de él, del reloj, si es el más conocido del mundo… Pues que tiene cuatro caras, una en cada lado de la torre; que cada una de sus esferas mide siete metros, y que uno no se hace a la idea del tamaño hasta que ve a un tipo colgado y limpiando las trescientas y pico piezas de cristal que tiene cada esfera. Las manillas, más que manillas, son manazas, porque las de los minutos miden cuatro metros y las de las horas, casi tres. Una exageración de reloj.

Al Big Ben le ha pasado de todo en ciento cincuenta años, pero nunca ha perdido su flema británica. En pleno bombardeo nazi sobre Londres siguió a lo suyo minuto a minuto, y una de las pocas veces que perdió el paso fue en aquella Nochevieja de 1962, cuando la nieve acumulada entre las agujas provocó un retraso: 1963 llegó a Londres diez minutos tarde.

Pero al margen de pequeñas anécdotas, poco más, porque el Big Ben mantiene contra viento y marea su puntualidad inglesa gracias a tres empleados que cuidan de que el Big Ben no se pare. Le dan cuerda los lunes, miércoles y viernes.

Es una ocupación interesante. «¿Tú en qué trabajas?». «Yo le doy cuerda al Big Ben».

Los holandeses compran Mannahatta

¿Se imaginan Manhattan sin Central Park? ¿Sin la Quinta Avenida? ¿Sin Tifanny? ¿Y sin Harlem? Pues imaginen una isla estrecha de veintidós kilómetros de largo, repleta de colinas, las colinas repletas de árboles, y entre los árboles unos cuantos indios de la tribu de los lenapes. Hasta que el 24 de mayo de 1626 un holandés llamado Peter Minuit le dijo a los indígenas: «A ver, esto cuánto vale». Pagó con abalorios valorados en sesenta florines y se compró Manhattan.

Porque Manhattan era de los holandeses, aunque previamente tuvo que descubrirla un inglés, Henry Hudson. Ya deducirán por qué el río Hudson se llama Hudson. Por el inglés.

La Compañía Holandesa de las Indias Orientales le encargó al navegante Minuit que abriera una ruta rápida hacia Asia, y nadie sabe qué lío se hizo este hombre con los mapas —para que luego digan de las mujeres—, que acabó metiéndose en unos vericuetos de islas que siempre le llevaban a un callejón sin salida. Mucho menos a una salida hacia Asia. Años después se instalaron los primeros colonos holandeses y la verdad es que no hicieron pupa a la isla. Ocuparon solo un uno por ciento sin modificar el entorno y se dedicaron solo al comercio. La calamidad vino en el siglo XIX.

Manhattan se llamaba más o menos así. En realidad los indios la llamaban Mannahatta, la isla de las muchas colinas, pero como estas colinas no venían bien para construir, las volaron y allanaron el terreno. Lo dejaron totalmente liso. A hacer puñetas las colinas. Y no vayan a creer que Central Park, un parque público tan grande que entra Mónaco entero, es un vestigio de la original Mannahatta. Qué va.

Los neoyorquinos construyeron tanto y con tal desenfreno que cuando quisieron darse cuenta no había ni un solo árbol. Se tenían que ir a pasear a los cementerios. Todo Manhattan estaba construido, así que tuvieron que desahuciar a los que vivían en la zona elegida para hacer el parque, empezar a plantar árboles que no deberían haber talado y a traer miles de metros cúbicos de tierra que no deberían haber quitado.

Y ahí tienen a Mannahatta, la que fue una selva frondosa y acabó en jungla de asfalto.

…Y en París se hizo la luz

De siglo en siglo, algunos reyes tienen buenas ideas, y Luis XIV, el Rey Sol, tuvo una inmejorable haciendo honor a su sobrenombre: se empeñó en que París fuera una ciudad luminosa y segura para que la gente se animara a salir de noche. El 2 de septiembre de 1667, París, la Ciudad de la Luz, inauguró el primer alumbrado público del mundo: 2.763 faroles de aceite colgados de las fachadas de todas las casas dieron vidilla a la noche parisina. A los delincuentes se les fastidió el negocio.

La instalación de faroles fue el siguiente paso a otra idea del propio Luis XIV, que se puso en marcha cinco años antes. Conviene insistir en que él quería que la gente no se encerrara en casa en cuanto se ocultara el sol; quería ver los comercios abiertos y gente yendo y viniendo sin miedo a los malandros que esperaban a sus víctimas en rincones oscuros. Y lo primero que se le ocurrió fue un sistema rudimentario pero eficaz. Se creó el Centro de Portadores de Teas y Faroles, unos señores que llevaban antorchas y que acompañaban a los paseantes nocturnos hasta sus casas alumbrando el camino. El servicio no era barato, pero enseguida se quedó pequeño. Todo el mundo quería a su lado a un asistente con una tea.

Por eso se creó el sistema fijo de faroles, para no tener que ir acompañado de un tipo iluminándote el camino, pero esta nueva idea trajo más de una bronca entre vecinos, porque fue a ellos a quienes se encomendó, por riguroso turno, que encendieran y apagaran las luces y limpiaran los vidrios de las lámparas.

Ni que decir tiene que la idea del alumbrado público puso verdes de envidia a otras ciudades europeas, porque París se convirtió en un constante ir y venir de los primeros turistas que acudieron a ver la Ciudad de la Luz. De la luz y del ocio, puesto que era la única capital en la que uno se podía ir de jarana por tabernas y cafetines más allá de la puesta de sol.

Además, cuándo creen si no que comenzaron a establecerse los primeros restaurantes del mundo. Pues en París, y a la luz de los faroles.

Fea y revolucionaria Bastilla

Jornada digna de mención en Francia la del 22 de abril del año 1390. Ese día se puso la primera piedra de la Bastilla. Y es importante porque si la Bastilla no se hubiera construido, los franceses no la hubieran podido tomar, y si no la hubieran tomado, vaya birria de Revolución Francesa. La Bastilla se construyó como bastión para defender París, y en ese plan defensivo estuvo un par de siglos, hasta que pasó a ser una prisión política. A la Bastilla iban los respondones, los escritores lenguaraces y todo el que le cayera mal al rey. Por eso se convirtió en un símbolo del despotismo monárquico.

La Bastilla era una fortaleza de dimensiones impresionantes, rodeada por un foso de ocho metros de profundidad y con torres de veinticuatro metros de altura. Y muy fea, feísima; tan fea que si no la hubieran asaltado y destruido los revolucionarios estaba previsto derribarla para dejar París más mona.

En la Bastilla acabaron encarcelados desde nobles de alto copete hasta conspiradores de baja estofa, y unos y otros disfrutaban de distintos privilegios. Los nobles podían tener criados durante su encierro, recibían visitas y mataban el tiempo jugando al billar, pero la plebe encarcelada penaba su condena en mazmorras infectas y oscuras.

Ahora bien, aunque la toma de la Bastilla se convirtió en el indiscutible símbolo de la Revolución Francesa, conviene desmitificar un poco el evento. Es cierto que fue asaltada, y es cierto que los revolucionarios se cargaron al gobernador de la fortaleza y pasearon su cabeza en una pica, pero también es verdad que allí había más espectadores curiosos que amotinados, y que la única intención de los revoltosos era coger la munición y largarse.

Ni liberar a los presos, porque solo había siete detenidos en la Bastilla, ni convertir el bastión en un edificio símbolo de la Revolución. Si el gobernador hubiera entregado la munición cuando se la pidieron, la Bastilla hubiera pasado por la historia sin pena ni gloria. Y encima la hubieran derribado. Por fea.

La primera piedra del hotel Palace

Parece mentira, pero hubo un tiempo en que el lujosísimo hotel Palace de Madrid solo lo pisaban obreros con boina y alpargatas, y ese tiempo fue hace poco más de un siglo. El 15 de junio de 1911 se colocó la primera piedra del Palace. Aunque en octubre de 2012 se registra oficialmente el centenario de su inauguración, mejor recordar sus reales inicios con aquellos obreretes que lo hicieron posible. Cuando lo terminaron, ya solo pudieron admirarlo desde la acera de enfrente.

El hotel Palace está frente a la plaza de Neptuno, esa donde el Atlético de Madrid celebra sus triunfos… cuando triunfa. Pero… ¿qué había antes? Pues el palacio que se hizo el duque de Lerma, el personaje más caradura de la corte de Felipe III. Cuando se derribó el palacio, allí quedó un solar de seis mil metros cuadrados.

El rey Alfonso XIII andaba francamente preocupado por la escasez de plazas hoteleras lujosas en Madrid, porque años antes, cuando se celebró su coronación y después su boda con Victoria Eugenia, se encontró con un grave problema: no había hoteles para alojar a los invitados de alto copete y, como no los podía enviar a la pensión de la Bernarda, tuvo que hospedarlos como pudo.

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