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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (4 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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La guerra se alargó durante dos años y el final está claro. Los moriscos fueron vencidos, expulsados de las Alpujarras, diseminados por Castilla y luego vueltos a reunir para echarlos definitivamente de su país, el único que conocían desde hacía ocho siglos.

Oxford: el motín del día de Santa Escolástica

El décimo día de febrero es Santa Escolástica, una patrona que al parecer tiene mano para conseguir lluvia y evitar que te parta un rayo. Pero el 10 de febrero de 1355 la santa debía de estar mirando las musarañas, porque en Oxford, en Inglaterra, hubo rayos, truenos y hasta muertos. Aquel día se produjo el famoso motín del día de Santa Escolástica, cuando estudiantes y paisanos se enzarzaron en una refriega que acabó con sesenta y tres estudiantes muertos y un castigo que duró cinco siglos.

Oxford ahora es lo que es, la más antigua institución de enseñanza superior de habla inglesa, una gran y prestigiosa universidad con treinta y cinco colegios universitarios dentro. Pero sus inicios, allá por el siglo XIII, fueron conflictivos, porque los paisanos de Oxford, los oxfordianos, por llamarlos de alguna manera, estaban hartos de la invasión de tanto extranjero empeñado en estudiar allí.

Los estudiantes tenían que alojarse sin más remedio, y los vecinos, para fastidiar, les alquilaban las habitaciones a precio de oro, a ver si cobrando mucho dejaban de ir al pueblo. El asunto se solucionó cuando el primer colegio universitario comenzó a dar alojamiento a sus estudiantes en sus propias instalaciones, pero lo que no se solucionó fue la tensión que seguía habiendo entre paisanos, alumnos y profesores cada vez que se cruzaban las miradas.

Hasta que la cosa reventó. El día de Santa Escolástica comenzó una bronca en una taberna y la bulla saltó a la calle. Empezó entonces a sonar la campana de Saint Martin, la iglesia del pueblo, para que acudieran lugareños de la zona. Y sonó también la campana de Saint Mary, la iglesia de la universidad, para que todos los estudiantes y profesores plantaran cara a los vecinos.

Al final, sesenta y tres estudiantes muertos, el colegio universitario arrasado y una sentencia ejemplar: la corona inglesa condenó al alcalde y a sesenta y tres ciudadanos a que el 10 de febrero de cada año asistieran a una humillante ceremonia en la iglesia de la universidad, inclinándose ante el vicerrector y pagando un penique cada uno. Y así año tras año, cada 10 de febrero, durante cuatrocientos ochenta años. Con puntualidad británica.

Toma de la Bastilla

¿Cómo resumir en apenas treinta líneas la Revolución Francesa? De ninguna manera, porque no se puede, así que limitémonos al estricto hecho de lo ocurrido el 14 de julio de 1789. Se produjo la cacareada toma de la Bastilla. Fue la jornada que oficialmente puso en marcha la Revolución, pero el detonante, lo que disparó definitivamente los ánimos de los parisinos, fue la destitución, tres días antes, del ministro de finanzas francés. Nunca antes ni después un pueblo se ha cabreado tanto porque echaran del cargo a un ministro de Economía.

La Revolución se mascaba desde meses antes. El despiporre de los reyes, los burgueses reclamando su sitio, el clero y los nobles atrincherados en sus privilegios, una pertinaz sequía, malas cosechas, hambre… y en medio, un ministro de finanzas llamado Jacques Necker empeñado en una profunda reforma económica que sacara al país de la crisis.

Como a Luis XVI le importaba un pito la crisis porque ni siquiera sabía lo que era, acabó destituyendo al ministro. Fue el 11 de julio, y poco tardó en llegar la noticia a los súbditos. Ellos habían puesto sus esperanzas en el ministro porque parecía el único dispuesto a quitar prebendas a los poderosos para mejorar la situación social. Ahí reventó todo.

Marchas callejeras, arengas de oradores improvisados, motines… Los súbditos pasaron a ser ciudadanos y de las gargantas comenzaron a salir palabras tan nuevas como nación, libertad y Constitución. Todo ello había que ganarlo por las armas, y estas estaban en dos sitios: en los Inválidos y en la Bastilla.

La turba se fue primero a los Inválidos, y como no hubo oposición se apropiaron de treinta mil fusiles y varios cañones. De allí, se fueron a la Bastilla, y si el gobernador de la fortaleza no se hubiera puesto farruco, tampoco allí hubiera ocurrido nada, como nada sucedió en los Inválidos. Por eso quedó como mito revolucionario la toma de la Bastilla.

Aunque el que se tendría que haber tomado la pastilla era Luis XVI para encajar la que se le venía encima.

Napoleón en Moscú: «Pero… ¿dónde están todos?»

Hubiera estado bien ver la cara que se le quedó a Napoleón aquel 14 de septiembre de 1812. Porque, claro, uno llega a invadir una gran ciudad y se la encuentra vacía, sin nadie que se rinda, y te mosquea.

Eso le pasó al Bonaparte cuando entró en Moscú. Ni Dios. Los doscientos cincuenta mil moscovitas habían salido por pies, el zar no dejó a nadie para negociar y los únicos que daban voces por las calles celebrando la invasión de las tropas napoleónicas eran unos cuantos miles de franceses que vivían en Moscú. Sería tonto que se hubieran ido.

Napoleón estaba acostumbrado a invadir, a que la población achantara y a que el líder invadido le entregara las llaves de la ciudad. Pero en Moscú le fallaron las previsiones. En realidad le falló toda la campaña en Rusia, porque la parcela era demasiado grande, los rusos eran muchos y hacía un frío que pelaba.

A duras penas y con muchas más dificultades de las calculadas, Napoleón llegó a Moscú y, puesto que era la capital de Rusia, esperaba que alguien presentara la rendición. Alguien… si no el propio zar, un noble ruso, o un ministro… o un negociador… cualquiera. Pero allí no había nadie, y los únicos que le vitoreaban hablaban francés, con lo cual ¿dónde estaba el mérito?

Visto lo visto y que no había nada que hacer en Moscú, las tropas se dedicaron al saqueo para matar el rato. Y mientras, Napoleón, más cabreado que el casero del fugitivo, esperaba a que se personara un enviado con el que negociar la rendición. Lo que no esperaba el Bonaparte es que aquella misma noche Moscú comenzara a arder por los cuatro costados. No se sabe a día de hoy si por las propias tropelías de la tropa o porque algunos moscovitas emboscados incendiaron la ciudad para que el emperador francés se quedara con una plaza devastada.

Un mes se quedó esperando Napoleón a que apareciera alguien. Pero el zar Alejandro I estaba a lo suyo, aprovechando el tiempo para rearmar su ejército y esperando a que llegaran las tropas borrascosas con el general invierno a la cabeza.

Cuando el 19 de octubre Napoleón inició la retirada, no tenía ni idea de la que le esperaba por los helados campos rusos. Si lo llega a saber, se empadrona en Moscú.

Corpus de Sangre

Todos conocemos el himno catalán, el canto de los segadores, «Els segadors», y alguien ajeno a la zona quizás se pregunte a qué viene que este himno, inspirado en un romance del siglo XVII, se eligiera para ensalzar la identidad catalana. Pues hay que irse al día 7 de junio de 1640 para entenderlo, al famoso Corpus de Sangre… al día en que empezó la guerra de los segadores, al día en que Cataluña dijo «hasta aquí hemos llegado» y le paró los pies al conde duque de Olivares.

Se montó una gorda. A veces, para entender lo que pasa hoy, conviene echar una ojeada a lo que ocurrió ayer.

Al amanecer de aquel 7 de junio, unos quinientos segadores entraron en Barcelona para concentrarse en Las Ramblas y ser contratados en la siega. Era lo habitual, solo que esta vez venían calentitos. Los ánimos se encendieron más de la cuenta, se organizó un motín y se fueron a por el virrey y a por todo funcionario que oliera a corona española.

¿Qué pasó para que aquel día del Corpus hasta el Cristo acabara por los suelos? Pues pasó que España atravesaba una crisis de órdago que provocó que hasta Quevedo hiciera chistes. Dijo: «Toda España está en un tris y a pique de dar un tras».

Este país tenía un monigote de rey que atendía por Felipe IV, pero aquí reinaba el conde duque de Olivares, empeñado en unificar el complejo grupo humano que eran los españoles de las distintas tierras. Pretendía que todos nos quisiéramos mucho y quisiéramos mucho al rey.

Una de las decisiones que tomó Olivares fue lo que llamó la Unión de Armas; o sea, la creación de un gran ejército nacional compuesto por todos y financiado por todos. Asunto este con el que no estaban de acuerdo los catalanes, porque eso significaba entrar en batallas en el extranjero. Para colmo, España se metió en Europa en la guerra de los Treinta Años, que como su propio nombre indica fue para largo.

Como los catalanes se negaron a defender la frontera francesa, Olivares envió a un ejército de nueve mil hombres y los instaló en Cataluña para que los mantuvieran los catalanes. Más concretamente los campesinos catalanes.

Segadores y soldados empezaron con unos roces, siguieron con enfrentamientos y la cosa se lio hasta que explotó aquel Corpus de Sangre. Pero lo malo es que se lio mucho más. Con decirles que Cataluña acabó siendo francesa…

Líjar contra Francia, con un par

No se salten el siguiente episodio, tan gallardo como insensato. En el interior de Almería, en la sierra de los Filabres, hay un pueblo llamado Líjar. Ahora tiene quinientos y pico habitantes, pero el 14 de octubre de 1883 contaba en su vecindario con seiscientos hombres útiles. Cifra que le pareció suficiente al ayuntamiento para declararle la guerra a Francia. A toda Francia. Y con todos los franceses dentro.

Resulta que en París habían insultado a Alfonso XII y los lijareños… bueno, los lijareños no… los señores del ayuntamiento se dieron por ofendidos y declararon la guerra. Con un par.

Para entender ocurrencia tan bizarra hay que remontarse a algunos días antes de aquel 14 de octubre, cuando el rey Alfonso XII llegó en tren a París en una visita medio oficial. No es que fuera bien recibido, porque si algo no gusta a los franceses son los reyes, así que no esperaría Alfonso XII que le pusieran la alfombra roja. El caso es que recibió unos cuantos insultos y alguna que otra pedrada de algunos republicanos exaltados.

La cosa no pasó a mayores, pero el asunto ofendió sobremanera al Consistorio de Líjar, que arrugó el ceño, convocó un Pleno y decidió declarar la guerra a Francia por la ofensa al rey. La declaración es para leerla y para partirse. «Que sepan los habitantes del territorio francés que el pueblo de Líjar, que se compone únicamente de trescientos vecinos y seiscientos hombres útiles, está dispuesto a declararle la guerra a toda la Francia, computando por cada diez mil franceses un habitante de esta villa».

Francia, por supuesto, hizo caso omiso de la provocación, porque, si no, Almería tendría ahora un pueblo menos, pero lo cierto es que Líjar no olvidó la ofensa. Por estas cosas que tiene la historia, la declaración de guerra se mantuvo vigente durante cien años.

En 1983 el alcalde decidió firmar la paz, y para ello convocó al cónsul y vicecónsul franceses de Málaga y Almería para dejarlo por escrito. Y allí, aguantándose todos la risa, se rubricó un acta en el que se acordó firmar la paz tras cien años de guerra incruenta. O sea, una guerra en la que no se derramó ni una gota de sangre.

Que todas las guerras sean como las de Líjar contra Francia.

Motín de los taberneros

Nadie crea que eso de las denominaciones de origen para, por ejemplo, el queso manchego, el chorizo de Cantimpalos o el Rioja son una modernez. Lo de proteger legalmente un producto de la tierra viene de siglos atrás.

El 23 de febrero de 1757 se produjo en la ciudad portuguesa de Oporto el motín de los taberneros. Menuda pelotera se montó y cuánto trabajo tuvo el patíbulo para castigar a los revoltosos que defendían su denominación de origen. Y todo porque los productores y los vendedores de Oporto dijeron lo mismo que aquella catedrática: «Yo, por mi vino, mato».

La madeja comenzó a liarse años antes, cuando Inglaterra dejó de comprar vino a Francia porque estaban en guerra y se fueron a buscarlo a otra parte. Descubrieron el vino de Oporto, que les pareció tan bueno o mejor que el de Burdeos. Ahí comienza el éxito del vinillo portugués, con todos los productores vitivinícolas como locos porque vendían a cuatro manos. Cierto que ocurrió lo que también pasa ahora, que se vendía como vino de Oporto hasta el que no era de Oporto.

El primer ministro portugués, el marqués de Pombal, un déspota redomado cuando le salía la vena, creó la Compañía General de Agricultura de Vinos del Alto Duero para delimitar la zona exclusiva donde se podía producir el vino. Creó la denominación de origen.

La intención era buena, pero hizo trampa, porque dentro de esa zona entraban solo los viñedos de los nobles terratenientes. Los pequeños agricultores se quedaron fuera. Pero es que, encima, el marqués de Pombal tenía viñedos mucho más al sur de la zona de Oporto, y fue y los incluyó dentro de la denominación de origen. Los cosecheros y los taberneros perjudicados no se quedaron quietos y montaron una tremenda revolución aquel 23 de febrero en Oporto.

Tampoco se quedaba quieto el marqués cuando le llevaban la contraria: calificó aquel motín como crimen de lesa majestad, puso el estado de sitio, envió al ejército, cuatrocientos hombres fueron condenados y muchos acabaron en el patíbulo. Que quedara claro que si el primer ministro creaba una denominación de origen, eso iba a misa. Y si alguna de sus fincas pillaba lejos y a él le salía de sus mismísimos incluirla… pues también.

Batalla de Austerlitz

De sobra es conocida la batalla de Trafalgar, aquella en la que nos vimos aliados con los franceses sin comerlo ni beberlo y en la que los ingleses nos dieron hasta en el paladar. Napoleón, sin embargo, no se arrugaba. Es más, era capaz de urdir varias batallas paralelas por si fallaba alguna. Así que, a la vez que se lio la de Trafalgar, él ya estaba organizando un ataque en Centroeuropa.

El 2 de diciembre de 1805 se montó un pollo monumental en lo que entonces era Austria. Fue la famosa batalla de Austerlitz, su gran obra maestra y con la que consiguió borrar la mala prensa de la derrota de Trafalgar solo cuarenta y dos días después. Este hombre siempre tenía un plan B.

En aquel 1805 Napoleón tenía muy cabreada a media Europa, por no decir a toda entera, y sabía que de un momento a otro el enemigo se iba a unir contra él. Pero ya se sabe que el que da primero, da dos veces. Organizó un montaje teatral de la siguiente manera: Napoleón tenía el grueso de sus tropas en el norte de Francia por su constante empeño de invadir Inglaterra. Como vio que no había forma de atacar la isla, cambió de planes y decidió atacar a los austriacos. Dejó en la costa francesa una retaguardia ruidosa, como si fueran más de los que eran, y trasladó con disimulo parte de sus tropas hacia Centroeuropa para arrear un ataque sorpresa.

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