Se armó la de San Quintín (19 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Cualquiera podría preguntarse en el siglo que nos ocupa cómo un padre, aunque sea rey, puede entregar en matrimonio a una hija con cuatro años. Pues porque para las monarquías los hijos eran solo moneda de cambio; una inversión. Se trataba de casarlos con los vástagos de otros reyes europeos para asegurarse alianzas entre países o con la esperanza de que el niño en cuestión alcanzara un trono.

Ahora nos escandaliza leer en la prensa que países como India o Pakistán arreglan matrimonios entre niños. ¡Pero si las monarquías europeas lo han estado haciendo durante siglos!

El compromiso entre los críos fue solo por interés político, y todo lo organizó el duque de Orleáns, que era quien en realidad mandaba en Francia porque el rey Luis XV era un chaval que no tenía ni dos dedos de frente. Felipe V estuvo, no solo de acuerdo, sino encantado. Dijo él: «Mira qué bien, ya hemos colocado a la niña y encima la crían los franceses». Porque, claro, la enviaron de inmediato a París.

El compromiso parecía asegurar una sólida unión entre las dos naciones, aunque las cosas se torcieron tres años después, cuando el rey tenía quince, y la infanta, siete, y no precisamente por incompatibilidad de caracteres. Resulta que Luis XV era bastante enclenque, siempre enfermo, y se corría el riesgo de que en una de estas el rey se quedara en el sitio sin haber dejado descendencia. A ver cómo iba a tener un heredero con una esposa de siete años.

Había que buscar otra mujer en edad de procrear, así que los franceses rompieron el compromiso y facturaron a la infanta española a España. El mosqueo de Felipe V cuando vio a la niña otra vez en casa fue de órdago.

El emperador mocoso

¿Cómo se le explica a un mocoso de poco más de dos años que acaba de ser elegido futuro emperador de China? Pues se puede intentar, pero sin resultados satisfactorios. Eso ocurrió el 13 de noviembre de 1908; que el crío Pu Yi llegó a la Ciudad Prohibida de Pekín para comenzar su preparación como el siguiente Hijo del Cielo, título de los emperadores chinos. Lo que nadie sospechaba es que en apenas dos días acabaría siendo aclamado como el emperador Xuagtong, con dos añitos y nula comprensión del asunto.

La aclamación de Pu Yi como emperador fue pura carambola. El asunto estaba de la siguiente manera en China: reinaba el emperador Guangxú, un títere en manos de la emperatriz viuda Tzu-Hsi, que era la que en realidad mandaba. Los dos pertenecían a la dinastía Qing, que había apartado del imperio hacía años a la otra dinastía, la dinastía Ming, la de los jarrones.

Cuando la emperatriz quedó viuda, como las mujeres no podían gobernar, colocó en el trono a un sobrino suyo para seguir manejando el cotarro. Y así discurrió el imperio. Ella mandando y el emperador títere Guangxú obedeciendo. Pero en aquel 1908, el emperador andaba muy malito, y la emperatriz se planteó a quién preparar como próximo emperador para seguir manejando ella. Eligió a su sobrino nieto Pu Yi, porque a un niño de dos años se le mangonea fácilmente. Basta con darle una piruleta.

Pero los cálculos le salieron mal a la emperatriz, porque la muerte, como los amores, no tiene horarios ni fecha en el calendario. Y justo al día siguiente de que Pu Yi llegara a la Ciudad Prohibida, transportado por eunucos, escoltado por la guardia imperial y acompañado por su nodriza, porque el chaval aún mamaba, el emperador títere se murió. Para rematar la faena, un día más tarde falleció la emperatriz.

Y así fue como con dos años, babeando y balbuceando chino, Pu Yi fue aclamado como el emperador Xuantong. El último emperador de China. Fue nombrado con dos años y tuvo que abdicar cuando cumplió seis. No se enteró de una cosa ni de la otra.

Un Hijo del Cielo que acabó conociendo el infierno rojo de Mao Tse Tung.

La abdicación frustrada de Felipe V

Felipe V nos suena a todos porque fue nuestro primer borbón moderno, el primero de la dinastía que se instaló en el latifundio español tras la guerra de Sucesión. El que no nos suena tanto es Luis I, su hijo, porque duró en el trono menos que un bollicao en la puerta de un colegio.

Su reinado y su existencia se acabaron en un santiamén por culpa de la viruela. Fue el 14 de enero de 1724 cuando Felipe V abdicó en su hijo Luis I para así poder retirarse a La Granja de San Ildefonso. Siete meses le duraron las vacaciones.

Ahora bien, ¿por qué Felipe V, con solo cuarenta y un años y después de la tabarra que dio para reinar en España, abdicó en su hijo Luis? Pues, por un lado, porque el hombre no estaba muy allá, y, por otro, porque tenía la esperanza de abandonar este país, que no le gustaba nada, para volver a reinar a Francia. El rey Luis XV no tenía pinta de durar mucho y sería una perfecta ocasión para Felipe V de regresar y sentarse en su lugar. Pero centrémonos solo en sus cuestiones de salud.

El diagnóstico actual para Felipe V bien podría ser trastorno bipolar, pero en el siglo XVIII esto se resumía en que estaba como una regadera. Sufría crisis depresivas que alternaba con ataques de euforia, no se cambiaba de ropa porque decía que lo querían envenenar con una camisa, no podía andar porque se negaba a cortarse las uñas de los pies, y vivía al revés que todo el mundo; es decir, desayunaba a la hora de la comida, almorzaba por la noche, cenaba al amanecer y se acostaba a las siete de la mañana. Como si hubiera salido de botellón.

Estas extravagancias le parecían raras hasta al propio Felipe V, así que se construyó un palacio en La Granja que le recordara a Versalles y decidió retirarse a preparar la salvación de su alma convencido de que estaba a punto de morirse. Fue entonces cuando abdicó en su hijo y lo coronó como Luis I, el rey español con el currículum más escaso, y eso que apenas alguno de nuestros reyes puede presumir de formación.

Por eso, cuando se suelta de carrerilla la retahíla de los borbones, casi todo el mundo se lo salta. Luis I ni pinchó ni cortó. Sencillamente se hizo cargo del trono y siete meses después se murió.

Si a ello añadimos que solo tenía dieciséis años, nula experiencia y pocas luces, el resultado es que su reinado aparece en las enciclopedias por puro trámite, porque si lo tacharan nadie lo echaría en falta. Felipe V, muy a su pesar y sin ninguna gana, tuvo que volver a reinar. Malamente, por cierto.

Isabel de Farnesio y la princesa de los Ursinos, pelea de gatas

La historieta que nos ocupa es una pelea de gatas. Una pelotera entre dos mujeres que, de haberla pillado las revistas del corazón del siglo XVIII, habrían arrasado en ventas.

El 23 de diciembre de 1714 se produjo un encuentro entre la esposa de Felipe V, la reina consorte Isabel de Farnesio, y la princesa de los Ursinos, que ha pasado a los anales del chismorreo. Lo que no ha recogido la historia es exactamente qué ocurrió, pero fue algo muy gordo, porque aquel mismo día la princesa acabó con lo puesto en la frontera de Francia y la reina tomó camino de Madrid para reunirse con su recién estrenado marido, el rey Felipe V.

Primero hay que presentar a estas dos fieras. Cuando Felipe V asentó sus borbones en España tras la guerra de Sucesión, se trajo de Francia a una dama conocida como la princesa de los Ursinos. Al principio llegó como la camarera mayor de la primera esposa del rey, pero poco a poco fue comiendo terreno y prácticamente acabó dirigiendo España. Lo mangoneaba todo.

Como el rey enviudó, tuvo que volver a casarse, y la elegida fue Isabel de Farnesio, de veintidós años, modosita, dócil y ocupada solo en bordar y en rezar. La boda se realizó por poderes y la nueva reina emprendió camino de España. En Jadraque, Guadalajara, la estaba esperando la princesa de los Ursinos para darle, más que la bienvenida, unas directrices que dejaran muy clarito quién manejaba el cortijo de la corte.

La entrevista fue en privado, pero solo un rato después aquella jovencita aparentemente modosa y dulce salió como una leona, ordenó que se preparara una carroza y que cincuenta hombres pusieran a la insolente princesa de los Ursinos en la frontera con Francia. Con lo puesto, sin equipaje.

Nunca trascendió exactamente qué ocurrió, pero está claro que la princesa pensó que manejaría fácilmente a aquella joven inexperta, y resultó que la mozuela se tiró al cuello y demostró que la que mandaba era ella. La princesa de los Ursinos llegó a la frontera sin reaccionar, y cuando al día siguiente la reina se encontró con su marido en Guadalajara, el rey debió de preguntar extrañado:

—¡Anda! ¿Y la princesa?

—La he mandado a Francia, ¿algo que decir?

—Nada, nada… lo que tú digas, cariño.

La justa de Enrique II de Francia

El 30 de junio de 1559 se produjo una de esas peripecias que han pasado a la historia peliculera por culpa de aquel profeta estafador llamado Nostradamus. Fue cuando el rey Enrique II de Francia cayó herido de muerte durante uno de esos torneos con lanza que se montaban en la corte para pasar el rato.

Se batía en la justa amistosa contra el conde de Montgomery, un escocés joven y diestro al que se le rompió la pica en la cabalgada. Ya es casualidad, pero una astilla de la lanza se coló por la rejilla del casco del rey, le entró por el ojo y le atravesó el cerebro. Y Nostradamus lo supo cuatro años antes. Qué listo.

La justa en la que participó Enrique II se celebraba en París con ocasión del matrimonio de su hija, Isabel de Valois, con nuestro Felipe II (la tercera de sus esposas). La herida de la astilla produjo en el rey una agonía de diez días en los que los médicos echaron el resto para salvarlo. Intentaron incluso reproducir la misma herida de Enrique II en reos ejecutados para estudiar cómo y de qué manera poder curarlo. No pudo ser, y al final Felipe II se quedó sin suegro.

Pero tiempo después alguien echó mano de las Centurias de Nostradamus, y en una de ellas se decía… atentos, porque este profeta escribía deliberadamente mal para que no se le entendiera: «El león joven superará al viejo, en campo bélico por singular duelo, en jaula de oro le reventará los ojos, dos choques uno, luego morir, muerte cruel». Ya está.

Como los contrincantes llevaban leones dibujados en sus escudos, estaba claro que Nostradamus se refería a ellos dos con eso del «león joven superará al viejo». Lo del campo bélico en singular duelo podría pasar, aunque más que en guerra estaban jugando. Y eso de que «le reventará los ojos», a medias, porque la astilla le entró al rey solo por el izquierdo.

Pero es igual, esta profecía quedó como una de las más afamadas de Nostradamus, porque del resto, la verdad, no se entiende ni papa y quedan al gusto del intérprete. Por cierto, Nostradamus se murió sin avisar.

La oportuna regencia de Leopoldo de Baviera

Luis II de Baviera fue aquel rey al que se le fue la cabeza construyendo castillos de cuento. De hecho lo apodaron el rey loco, aunque también fue un gran mecenas de las artes y el gran protector de Richard Wagner. O sea, que estaría loco, pero tenía oído.

Al final le declararon incapaz y le diagnosticaron una esquizofrenia paranoide; por eso el 12 de junio de 1886 su tío Leopoldo asumió la regencia de Baviera. Qué pasaría en esta familia para que, al día siguiente, el recién depuesto Luis II apareciera muerto…

Al sur de Alemania hay un lago que se llama Starnberg, y dentro del agua, pero muy cerca de la orilla, aún hoy se ve una cruz de madera que señala el lugar donde fue encontrado flotando boca abajo el cadáver de Luis II de Baviera. Unos metros más allá estaba uno de sus psiquiatras en igual postura. ¿Qué pasó entre estos dos en el lago?

Ni idea, no se sabe, pero Leopoldo, que había tomado posesión solo veinticuatro horas antes, aquel 12 de junio, dijo eso de: «Pío, pío, que yo no he sido». Y seguramente no fue, pero ha pasado a la historia como uno de los sospechosos, porque si el rey se recuperaba de su enfermedad tendría que haber devuelto el trono. Y así, con el rey borrado definitivamente del mapa, no habría marcha atrás.

Nunca se supo qué pasó en aquel lago entre el rey cesado y su psiquiatra. Unos dicen que el rey mató a su médico porque el psiquiatra quiso evitar que se suicidara; otros, que fue el médico el que mató al rey porque lo tenía de los nervios; y otros que a los dos los mataron terceras personas. En resumen, que no se sabe si fue el asesino además del asesinado; si se suicidó o si lo suicidaron.

Y no hay explicación a por qué se dijo que ambos murieron ahogados si la camisa que llevaba puesta el rey presentaba dos agujeros de bala. Pero el caso es que Leopoldo continuó su regencia y Luis II de Baviera quedó como el rey que construyó castillos de fantasía, que patrocinó a Wagner y que se murió vaya usted a saber de qué.

Luis XVIII de Francia sale por pies

El orondo y bien comido Luis XVIII se las prometía muy felices. Napoleón desterrado en la isla de Elba, Francia otra vez monárquica, los borbones de regreso… Por fin el país volvía a manos de un rey como Dios manda, absolutista de corazón pero constitucionalista resignado, porque solo así le dejaban reinar.

A Luis XVIII la tranquilidad le duró menos de un año, justo hasta el día 19 de marzo de 1815, cuando tuvo que embalar sus pertenencias y huir a Bélgica. Le faltó Francia para correr en cuanto supo que Napoleón estaba a las puertas de París dispuesto a recuperar su imperio.

Luis XVIII ya vio cómo los revolucionarios decapitaron a su hermano Luis XVI por no largarse a tiempo, y él no se iba a quedar esperando a ver qué intenciones traía Napoleón. Y traía malas pulgas, porque había estado aburrido como una ostra en una isla y sin poder pegarse con nadie. El rey aguantó hasta el último momento y tuvo la esperanza de que Napoleón no llegara a París. ¿Cómo los franceses podían apoyar a ese loco emperador que había enemistado al país con tres cuartas partes del mundo? ¿Cómo era posible que los soldados se le unieran si cuando no salían de una guerra ya los estaba metiendo en otra? Pues sería el carisma, que tiene estas cosas.

Luis XVIII no hacía más que enviar columnas de soldados y regimientos enteros para que impidieran a Napoleón llegar a París, pero los muy chaqueteros, en vez de arrestarlo, se unían a él. Hasta el mariscal Michel Ney, que prometió a Luis XVIII llevarle al Bonaparte en una jaula, cuando se encontró a su antiguo jefe, se cambió de bando. Y sus seis mil hombres, también.

Napoleón le iba comiendo todas las fichas a Luis XVIII. Empezaron a correr chistes por París que le decían al rey que no enviara más tropas a Napoleón, que ya tenía bastantes. Y se echó encima aquel 19 de marzo, con el Bonaparte a las puertas de París y Luis XVIII pensando que así no había quien reinara. Y se fue.

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