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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (23 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Lo malo es que la borrasca duró más de seis décadas y, durante ese tiempo, todos los papas elegidos fueron franceses. Llegó el día en que Gregorio XI, también francés, decidió regresar a Roma, pero cuando vio que las cosas estaban iguales o peor que antes, preparó otra vez las maletas y se dispuso a volver a Aviñón. No tuvo tiempo de cerrar el último hatillo cuando fue… y se murió.

A los romanos no les hacía pizca de gracia que los últimos papas hubieran sido extranjeros y que encima se instalaran en Francia. Cavilaron cómo recuperar la sede papal y, aprovechando que Gregorio XI había muerto en Roma, que la elección del siguiente se estaba celebrando allí y que faltaban muchos cardenales, los romanos tiraron abajo la puerta del cónclave y amenazaron a los purpurados con cortarles el pescuezo si no elegían a un italiano como siguiente papa. Ni mil palabras más.

Eligieron a Urbano VI, un papa que no gustó a los cardenales franceses, que decidieron dar respuesta nombrando a su vez a otro papa que se asentó en Aviñón. Aquí comenzó el lío del Cisma de Occidente y así fue como la cristiandad llegó a tener hasta tres papas a la greña.

Todo porque Gregorio XI se murió de forma inoportuna. Y que, por cierto, fue el último francés de la historia del papado.

El revolucionario Concilio Vaticano II

El Vaticano era un hervidero de sotanas el 11 de octubre de 1963. Dos mil y pico obispos de todos los continentes, incluida la Antártida —que también allí tienen sus obispos, aunque oficien las misas con bufanda—, asistieron a la sesión inaugural del Concilio Vaticano II, aquel que convocó el papa Juan XXIII ante el pasmo general del mundo católico.

El papa, que merece su propio espacio unas líneas más adelante, les pilló a todos con el paso cambiado, y encima su intención con aquel concilio era hacer examen de conciencia, dialogar con otras religiones. A más de un cardenal le dio un vahído.

Cuando Juan XXIII fue elegido, muchos altos jerarcas católicos no se lo tomaron muy en serio. Por eso, cuando a los tres meses de ocupar el papado, soltó, así como quien no quiere la cosa, que iba a convocar un concilio, el aire vaticano se podía cortar. Cómo era posible que el papa Juan XXIII se atreviera a hacer semejante cosa con lo anciano que era; él, que solo fue elegido para que hiciera un papel de transición, que se supone iba a pasar por el papado sin pena ni gloria… ¡Ay!, no lo conocían bien. Llegó para trabajar y no paró hasta que se murió. Parecía que era el único que se había percatado de que el mundo había cambiado: dos guerras mundiales, un holocausto judío, el islam cada vez más presente y los católicos cada vez más despistados.

Otros muchos se habían dado cuenta de lo mismo, pero lo más cómodo era no meneallo. A Juan XXIII no le dio miedo tomar la decisión; al fin y al cabo era el que más mandaba y podía hacerlo. Quería acercar la Iglesia, abrir sus puertas para que entrara aire fresco y para dejar que los fieles miraran dentro.

Y otra novedad, por primera vez en toda la historia de los veinte concilios celebrados, no se convocaba otro para luchar contra nadie. Era un concilio para pensar. El de Letrán se reunió contra los papas enemigos; el de Trento, contra los protestantes; el Vaticano I contra los que defendían la razón por encima de la fe… Siempre contra algo o contra alguien.

El concilio Vaticano II solo pretendía entender qué se estaba haciendo mal para hacer las cosas mejor. A lo mejor les va haciendo falta otro concilio. Ellos sabrán…

Juan XXIII, el papa que puso los pies en la tierra

El día 3 de junio de 1962 moría en Roma Juan XXIII, un papa que quizás debió haber sido elegido mucho antes o haber durado en el Pontificado mucho más, aunque gran parte de la anquilosada curia romana pensó exactamente lo contrario: que nunca debería haber sido elegido o que se debería haber muerto mucho antes.

Solo Juan XXIII supo coger el toro por los cuernos para decir que ya estaba bien de mirarse el ombligo. Que el mundo real estaba más allá de los muros del Vaticano.

Nunca antes de su muerte, aquel 3 de junio, el mundo católico comprendió el empeño que puso en su labor y las bases que sentó para que la Iglesia entrara por fin en el siglo XX.

Juan XXIII tenía una especie de lema que dirigió todo su trabajo como cardenal, como diplomático y como papa: tiempos nuevos, nuevas necesidades, formas nuevas. Así que agarró los cimientos del Vaticano y los sacudió. Muchos obispos se cayeron de culo, y otros muchos guardaron el equilibrio porque entendieron que la Iglesia católica continuaba a por uvas mientras el mundo discurría por otros derroteros.

Ya ha quedado dicho que a muchos obispos les salió un sarpullido cuando el papa se atrevió a convocar el Concilio Vaticano II, y no pararon de rascarse durante todas las sesiones plenarias. Fue el más revolucionario desde que la Iglesia se reunió en Trento para combatir al protestón de Lutero, porque en cuatro siglos la Iglesia apenas había avanzado.

Hasta que llegó Juan XXIII, el papa Roncalli, y dijo: «Debemos dedicarnos a servir al hombre, no a los católicos; debemos defender sobre todo y en todas partes los derechos de la persona, no solo los de la Iglesia».

Está asumido como dogma que el papa es infalible, y si hubiera que elegir una sola ocasión en la que esto ha sido cierto, fue con el pontificado de Juan XXIII. No se equivocó en nada. Quizás por eso, hoy, más de medio siglo después de su muerte, no ha pasado de la categoría de beato.

Su mayor milagro, ese que no le reconocen para ser santo, fue poner los pies en la tierra.

Primer Congreso Católico del Cinema

El cine, ese invento diabólico de principios del siglo XX y al alcance de todos los públicos, dio muchos quebraderos de cabeza a la Iglesia católica. Ver a Buster Keaton o a Charlot dándose trompadas tenía un pase, pero en cuanto llegó el sonoro, la Iglesia se espeluznó primero y se organizó después. El 5 de noviembre de 1929 el obispo de París inauguró el Primer Congreso Católico del Cinema con un mensaje de Pío XI invitando a ejercer una labor activa contra la inmoralidad y a usar el cine para difundir valores cristianos. Los objetivos de aquel congreso, vaya por Dios, no cuajaron.

Los primeros en percatarse de que el cine era un magnífico medio de adoctrinamiento de masas fueron los soviéticos y la Iglesia, porque una película era el libro perfecto para los que no sabían leer. Lo que no podía entrar a través de la lectura, se podía inculcar utilizando la imagen y el audio.

La Iglesia española estuvo muy pendiente de las conclusiones de aquel congreso francés y tomó nota para atacar la que se venía encima. El cine podría ser un increíble difusor de la moral cristiana, siempre y cuando se adoctrinara a los espectadores sobre lo que no había que ver. Y, curiosamente, entre las primeras publicaciones que se lanzaron a hacer crítica de cine estuvieron las revistas católicas, que utilizaban etiquetas de colores para indicar si había o no que ver las pelis: blanca para todos los públicos; verde para las pornográficas (entendiendo por pornografía un beso a tornillo). Quizás eso de las películas verdes viene de entonces.

La publicación de las congregaciones marianas La Estrella de Mar incluía una crítica sobre los estrenos, y tuvo que justificar la nueva sección diciendo: «El lector se preguntará qué pinta en esta revista una crítica de cine cuando es sabido que lo mejor es no ir al cine. Pues porque hay que hacer lo que San Gregorio Magno aconsejó hacer con los templos paganos: rociarlos con agua bendita y poner en ellos altares y reliquias. El templo de los ídolos modernos es el cine, que bien purificado y saneado será fuente de educación y cultura». Sin comentarios.

Si sería grande la preocupación que el cine provocaba en la Iglesia, que Pío XI dedicó once encíclicas al asunto, y también se sabe que a Pío X le gustaba ver una peli de vez en cuando. Vio dos: una sobre la inauguración del nuevo campanario de Venecia y otra sobre el Congreso Eucarístico de Malta. Le gustaron mucho.

Santa Elena, compulsiva acaparadora de reliquias

Los andaluces saben mucho de cruces, porque por allí celebran puntualmente a principios del quinto mes del calendario las famosas Cruces de Mayo. Es una exaltación de la primavera… es flores… es fiesta… es una forma de decir que empieza lo bueno.

Pero por si algunos no saben dónde está el origen del sarao, no viene mal recordar que, según la tradición católica, el 3 de mayo del año 326 Santa Elena, la primera arqueóloga de la historia y madre de Constantino, el primer emperador cristiano, encontró la cruz de Cristo. Bueno, encontró la cruz, y los clavos, y la corona de espinas, y los huesos de los Reyes Magos… Lo encontró todo. Hasta lo que no existía.

Cuentan que andaba Elena por Jerusalén cuando encontró el Santo Sepulcro y, dentro, la Veracruz. Que luego ordenó dividirla en tres partes, que dejó una en Jerusalén, otra la envió a Constantinopla, y a Roma el tercero de los trozos.

Queda para la fe de cada uno creerse o no lo de las miles de divisiones que se hicieron luego. Ya saben lo que dijo el reformador Calvino: que con todos los trozos de la cruz podría llenarse un barco. Pero es que los supuestos hallazgos y el reparto de reliquias en aquella convulsa antigüedad, cuando el cristianismo estaba extendiendo su imperio, tenían su sentido. Las reliquias servían para afianzar la fe. Otro asunto es que se les fuera un poco la mano, porque en Roma se venera hasta el primer pañal del Niño Jesús manchadito de caca.

El propio Vaticano es consciente de ello y pone sus límites a las reliquias al considerarlas una expresión simbólica y recomendando que no se fraccionen demasiado. Con la cruz no es que hicieran mucho caso, porque hay miles de astillas del Lignum Crucis repartidas por el mundo, decenas de clavos de la crucifixión y centenares de espinas de la corona.

Es providencial cómo se han conservado en tan buen estado y catalogado con indudable precisión todas las reliquias de hace dos mil años. Y Roma, por supuesto, tiene el mayor stock. Allí se guarda, por ejemplo, la columna de la flagelación, la santa esponja, la tabla de la mesa y el mantel de la Última Cena, la punta de lanza que le clavaron a Jesucristo, un suspiro de San José, un estornudo del Espíritu Santo, el cuchillo de la circuncisión, el látigo, la toalla con la que lavó los pies de los apóstoles…

El famoso grito del cura Hidalgo

Han pasado más de doscientos años desde que aquel 16 de septiembre de 1810 un cura muy cabreado se remangó la sotana, trepó a su púlpito y soltó una arenga que dio inicio al proceso de independencia de México. El cura se llamaba Miguel Hidalgo y su encendido discurso pasó a la historia como el Grito de Dolores, porque ocurrió en la ciudad mexicana de Dolores. Aquel grito acabó convertido en un rugido por la independencia y con los españoles saliendo por pies.

Aquel 16 de septiembre era domingo, y el cura Hidalgo estaba harto de que en el Virreinato de Nueva España, que así se llamaba México antes de ser México, existieran ciudadanos de segunda, indios maltratados y campesinos explotados. Porque ojo cómo las gastábamos los españoles en las colonias. La verdad es que el cura Hidalgo no tenía intención de montar la que montó ni de que desembocara todo en una lucha independentista. Tanto es así, que su sermón lo terminó gritando: «¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Abajo el mal gobierno! ¡Viva Fernando VII!». Y, claro, que se pusiera a dar vivas al rey de España era un poco raro si pretendía la independencia.

Lo que quería Miguel Hidalgo era levantar a la población para que el rey quitara de en medio al virrey de Nueva España y pusiera en su lugar a otro que respetara los derechos de los americanos, de los nacidos en aquellas tierras, pero que por ser mestizos o indios no recibían el mismo trato ciudadano que los gachupines. Así nos llamaban a los españoles, gachupines.

Pero la cuestión es que la cosa se lio, y lo que empezó siendo una revolución para cambiar a un político terminó extendiéndose por todo el virreinato. Y se dijeron ellos: «Ya puestos, para qué vamos a andar con tonterías: fuera el rey, el virrey y los españoles».

Por supuesto, los gachupines no se quedaron quietos. Se armó la guerra, fusilaron a Miguel Hidalgo y lo único que se consiguió fue convertir al cura en un héroe y a su famoso Grito de Dolores en el emblema de la nueva nación.

No hay nada que echarles en cara a los mexicanos… Al fin y al cabo, a los curas los llevamos nosotros.

Al papa no le gustan los toros…

Alguno se llevará un disgusto cuando lea lo que viene a continuación. Pero hay solución: hacerse apóstata o hacerse el sueco.

El 13 de enero de 1596, después de mucho bregar, Felipe II consiguió que el papa Gregorio XIII rebajara las gravísimas penas que recaían sobre quienes asistían a los espectáculos taurinos. Ojo, logró que se suavizara un pelín el castigo, pero no se retiró la prohibición de ir a cualquier festejo con toros bajo pena de excomunión. Si usted es católico y va a los toros, se siente, está excomulgado.

Vamos al principio, porque esto de los toros trajo de cabeza al Vaticano. El primer papa que se metió en el berenjenal fue Pío V, que agarró pluma y papel y redactó la bula De Salutis Gregis Dominici, prohibiendo en todo el mundo católico los espectáculos con toros e imponiendo la pena de excomunión a quienes asistieran. Y a quienes murieran lidiando o corriendo un encierro se les negaba el derecho a sepultura eclesiástica.

Esta bula, por orden papal, no podía ser derogada y tenía vigencia perpetua. Reinaba por estos lares Felipe II, rey católico por excelencia, que apretó las tuercas a Pío V para que retirara la prohibición. Pero el papa no se dejó, así que tiró por la calle de en medio: paralizó la promulgación y evitó que entrara en vigor, porque por algo mandaba él en el cortijo del imperio español. Ahora bien, la bula estaba ahí. Existir, existía.

Siguió el rey presionando al Vaticano con los siguientes papas, Gregorio XIII, Sixto V, Gregorio XIV… hasta que logró que Clemente VIII anulara la bula que prohibía los toros.

Pero este papa más manejable pasó por alto un asunto: Pío V había prohibido que su bula fuera derogada. Los siguientes papas a lo largo de los siglos siguieron recordando a varios reyes de España que los toros estaban prohibidos y la excomunión asegurada. Y así hemos llegado hasta hoy.

La última vez que el Vaticano se pronunció fue en 1989, y recordó a todos los católicos que la bula de Pío V sigue vigente. Pero ahí tienen a los toreros antes de cada corrida entrando en capilla y encomendándose a todos los santos y vírgenes. Y al propio rey Juan Carlos I asistiendo a los toros. Pues que sepan que están todos excomulgados, porque se supone que los teóricos católicos están obligados a creer en la infalibilidad del papa.

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