Se armó la de San Quintín (26 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Aquel tremendo caos que alentó Mao Tse Tung es difícil fijarlo en un día concreto del calendario porque se fue gestando paso a paso, pero aquel 3 de junio se produjo por décimo día consecutivo una manifestación de jovenzuelos alucinados pidiendo a su líder, a su gran timonel Mao, que pusiera en marcha el gran decreto que llevaría a China al gran cambio, a la extinción del burgués. Y lo hizo. Y comenzó la locura. Si hasta quisieron cambiar el color de los semáforos….

Todavía hoy da miedo ver esas imágenes antiguas con miles de adolescentes, miles de niños, de estudiantes, desfilando con perfectas coreografías y cara de mala leche. Eran la Guardia Roja, jóvenes que se creyeron los forjadores de la nueva China. Asesinaban, acusaban al tuntún y señalaban a cualquiera como enemigo del régimen.

Si un chino escuchaba a Beethoven, era un burgués. Al paredón. Si llevaba un billetero de piel, un capitalista. Al paredón también. Cualquier alumno universitario podía humillar, detener y hasta matar a un profesor si lo consideraba sospechoso. Todos los jóvenes estaban abducidos, histéricos, y a Mao Tse Tung le vino de perlas porque era como tener un policía en cada esquina en su lucha contra el capitalismo.

Le vino tan bien que ordenó el cierre de universidades y escuelas de secundaria para que los jovencitos se dedicaran en cuerpo y alma a la Revolución Cultural.

Se les fue hasta tal extremo la cabeza que quisieron alterar el color de los semáforos. Es decir, el rojo, símbolo del comunismo, no debía ordenar pararse. Debería indicar adelante. Y con el verde, considerado un color capitalista, habría que detenerse. La propuesta se detuvo en el último momento, pero de haberse llevado a cabo, la paranoia china habría alcanzado su cumbre.

Cómo sería el desbarajuste, que hasta el propio Mao se arrugó y ordenó parar. Los guardias rojos estaban adquiriendo más poder que el propio Partido Comunista chino y el ejército juntos. Cualquier día podrían acusar de burgués al propio Mao por afeitarse con espuma capitalista.

A la caza de un rey para España

La historieta presente lleva por título «A la caza de un rey para España» porque lo que pasó en este país durante aquel momento conocido como el Sexenio Revolucionario roza el absurdo.

El 13 de mayo de 1870 el general Espartero recibió una carta del Gobierno en la que le preguntaban si aceptaba ser candidato a rey de España. Espartero se quedó a cuadros y dijo que no, que muchas gracias, que ya estaba mayor para meterse en esos berenjenales.

Pero a la vez que declinaba la oferta, hacía un ruego: que no se le ocurriera al Gobierno contratar a un rey en el extranjero. Ni puñetero caso. Se trajeron a Amadeo de Saboya.

El desastre político en aquella segunda mitad del siglo XIX no tiene nombre. Y verán por qué en muy pocas palabras: se produce la Revolución de la Gloriosa, que expulsó del trono a Isabel II; llegaron después varios gobiernos provisionales, todos a la greña; en mitad de ello, el Ejecutivo buscando un rey a la desesperada, hasta que picó el anzuelo un italiano de saldo que atendía por Amadeo I de Saboya; después vino la primera República, liquidada por un golpe de Estado; luego más gobiernos provisionales, y mientras, los carlistas dando la tabarra por el norte, los cantonalistas por el sur y los cubanos levantándose contra la madre patria.

Todo este galimatías político es lo que la historia llama el Sexenio Revolucionario, por no llamarlo el Sexenio Frenopático, porque los políticos de entonces acabaron con camisa de fuerza.

Las intenciones iniciales parecían buenas, pero también eran un chiste. Se trataba, una vez expulsada la frescachona Isabel II, digna hija de su padre, de redactar una Constitución, buscar un rey progresista y crear un sistema de partidos que se alternaran pacíficamente en el poder. Pero la cosa se atascó en el asunto real.

Unos no querían rey ni en pintura; otros querían un rey solo para un rato, hasta que se instalara definitivamente la República. Por eso querían a Espartero, porque era mayor, no tenía hijos y así no habría descendencia. Otros cuantos proponían para rey a príncipes extranjeros, y los de más allá se proponían a sí mismos para ser rey.

España era una tómbola, de feria en feria.

Teléfono rojo: ni teléfono ni rojo

¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Seguro que muchos han visto esta disparatada película de Stanley Kubrick en la que Peter Sellers interpreta tres papeles. Pues fue el 5 de abril de 1963 cuando se conectó el famoso teléfono rojo que unía directamente a John Kennedy, en Washington, con Nikita Kruschev en Moscú.

No hay que tener muy en cuenta la fecha, porque hay muchas disputas en torno a ella, y ese 5 de abril es solo una de las adjudicadas. Se le llamó «teléfono» porque eso daba idea de su inmediatez, y se le añadió el calificativo de «rojo» porque sugería una línea con la que tratar asuntos calentitos. Pero ni era un teléfono ni era rojo.

El teléfono rojo era en realidad una línea de teletipo encriptada para tratar asuntos de máxima urgencia de presidente estadounidense a presidente soviético. Algo así como un último cartucho antes de liarse a tiros.

Meses antes se había producido entre los dos países la famosa crisis de los misiles, y como el mundo estuvo en un tris de la debacle atómica, Kennedy y Kruschev, asustados por la que se podía montar, se instalaron una línea directa para intentar entenderse y evitar apretar el botón.

Todo se lio cuando la Unión Soviética comenzó a instalar misiles en Cuba. Estados Unidos se percató, bloqueó la isla y amenazó con invadirla. Los soviéticos dijeron que como un yanqui pusiera el pie en Cuba, disparaban. Y los militares estadounidenses respondieron que los que dispararían serían ellos si no se retiraban los misiles de inmediato. Menos mal que Kennedy le dio un valium a cada uno de sus generales y optó por la vía diplomática.

Al final se sentaron a negociar, y a raíz de aquello se decidió instalar el metafórico teléfono rojo para no renunciar al diálogo directo. A partir de ese momento, el teléfono rojo ha quedado para definir un canal de comunicación in extremis para evitar que estalle la guerra entre dos países que no se pueden ver.

Afortunadamente, rusos y americanos se llevan ahora estupendamente, y una de las últimas veces que se vio juntos a los dos presidentes, se estaban zampando dos hamburguesas con patatas fritas en Washington. El ruso, con una Coca-Cola. El estadounidense, con un Nestea. Pagó Obama.

El tramposo referéndum de Franco

Una de las cosas que más le gustaban a Franco es que le dieran la razón. Por eso, cuando se le antojaba convocar un referéndum, previamente dejaba claro lo que él quería que saliera.

El 6 de julio de 1947 Franco organizó una consulta para saber si los españoles apoyaban su famosa Ley de Sucesión para constituir España en un reino católico. Los españoles acudieron a votar en masa y dieron un «¡¡SÍ!!» como un castillo a su propuesta. «Así me gusta —dijo Franco—, pero ya decidiré yo cuándo, cómo y quién». Y mientras se lo pensaba, se empadronó en la Jefatura del Estado durante veintidós años más.

La Ley de Sucesión del 47 era un chiste de Chiquito de la Calzada, porque se declaraba que España era un reino pero sin rey. Imposible que lo hubiera, porque a la vez Franco se declaró Jefe del Estado y actuó como regente. Además, como se guardó en la manga la decisión para nombrar al futuro rey de España, en los siguientes años tuvo a varios aspirantes bailándole el agua con tal de ser los elegidos. Hoy, ya se sabe quién se llevó el gato al agua.

Pero el caso es que el apoyo que la ciudadanía dio a la Ley fue abrumador, porque nadie convocaba referéndums con tanto arte como Franco. Hubo tortas por ir a votar, y nunca más una consulta popular en España ha vuelto a tener tal éxito de participación. El 90 por ciento de los electores acudió a las urnas. Y de los quince millones de españoles que fueron a votar, catorce millones dijeron sí a la Ley de Sucesión.

Nunca han estado los votantes tan de acuerdo en algo, porque tampoco nunca han recibido tantas amenazas si no depositaban un voto afirmativo. El que no fuera a votar se quedaba sin un sellito que permitía que la cartilla de racionamiento continuara vigente. Y de la misma manera, a los abstencionistas se les negaría a partir de ese momento el certificado de buena conducta. Y lo más gracioso: quien votara no a la propuesta de convertir España en reino católico se tendría que dar por excomulgado.

Pese a todo, dos millones de españoles se abstuvieron y setecientos mil votaron que no. Con un par. Habría que localizarlos y ponerles la medalla al valor.

La conjura de Venecia

Menudo lío se montó en Venecia el 19 de mayo de 1618. Se descubrió una supuesta conjura española para desestabilizar la tranquila República veneciana, y en la sombra de este complot estaban varios diplomáticos y —agárrense— Francisco de Quevedo. Y a ver qué pintaba Quevedo metido a político conspirador en vez de estar haciendo sonetos a la nariz de Góngora.

La conjura de Venecia, sin embargo, fue un episodio que aún no está claro. ¿Intrigaron los españoles para apropiarse de Venecia? ¿O fueron los venecianos los que se inventaron la conjura para deshacerse de los españoles?

España tenía en aquel siglo XVII muchos dominios en Italia, pero entre ellos no estaba Venecia, una República independiente acostumbrada a ir a su bola. Varios diplomáticos españoles destinados en Italia organizaron un complot que desestabilizaría la República, de tal forma que, cuando reinara el caos en la ciudad, los españoles pudieran intervenir con la excusa de pacificarla y, de paso, quedarse con ella.

Al servicio de uno de esos diplomáticos, en concreto del duque de Osuna, estaba Quevedo. Lo que se supone que hicieron los españoles fue pagar a unos mercenarios para que volaran el arsenal y secuestraran el Bucentauro, un impresionante navío que era el símbolo del poderío marítimo veneciano. Era como el Air Force One del presidente de Estados Unidos, pero por el agua y en plan finolis.

El día de la Ascensión de cada año se realizaba en Venecia, con todas las autoridades a bordo del Bucentauro, la ceremonia de los Esponsales del Mar, que consistía en arrojar un anillo al agua para declarar la unión indisoluble de Venecia con el mar Adriático. Bien, pues el plan era que los mercenarios secuestraran el Bucentauro, llevarlo a Nápoles y dejar Venecia sumida en el desgobierno. Entonces entrarían en escena los españoles, pondrían las cosas en orden y se apropiarían de la República.

Pero la conjura se descubrió… o al menos los venecianos aseguran que la descubrieron, porque los españoles cantaban el «pío, pío, que yo no he sido»… que tal conjura nunca existió y que todo era un invento de Venecia para deshacerse del poderío español.

Pues si así fue, lo lograron. Los diplomáticos acabaron defenestrados, y Quevedo, ya que fue desterrado, volvió a sus sonetos.

La niña que disolvió las Cortes

Vamos con uno de esos episodios que te hacen exclamar eso de ¡qué país! El día 28 de noviembre de 1843 la reina Isabel II de España firmó la disolución de las Cortes. Aparentemente, no parece ir más allá de un trámite político más… si no fuera porque la reina en cuestión era una pipiola de trece años.

Cuando su pandilla de palacio se enteró de lo que había hecho, le dijeron: «Niña… tú estás tonta o qué… Has disuelto las Cortes y ahora los progresistas llegarán al poder. A ver cómo arreglamos esto». Y dijo la reina niña: «Pues nada, ya digo yo que, como soy pequeña, me han engañado». Y fue y lo dijo.

Para entender cómo se llegó a esta absurda situación hay que conocer, aunque sea a vuelapluma, el circo político que había montado. La reina Isabel había sido declarada mayor de edad para reinar con solo trece años. Y esto fue así porque hubo que echar del país a su madre, la reina regente María Cristina, que lo único que hacía bien era llenarse los bolsillos sin disimulo. María Cristina se largó al exilio y llegó entonces un periodo convulso de revoluciones, broncas entre moderados y progresistas y tiras y aflojas por ver quién tomaba las riendas del poder.

El progresista Salustiano Olózaga acabó siendo nombrado presidente del Consejo de Ministros, pero para tener un gobierno a su medida necesitaba disolver las Cortes, convocar elecciones y obtener mayoría absoluta.

Y resulta que el presidente Olózaga había sido instructor, dentro de lo que se podía, de la reina niña Isabel, una muchacha dura de mollera a la que desde pequeñita solo le interesaba comer buenos y abundantes cocidos. Así que Olózaga tuvo muy fácil decirle a su pupila aquel 28 de noviembre: «Anda… firma aquí, que son unos papeles muy aburridos de los mayores». Y la niña firmó el decreto de disolución de las Cortes.

En cuanto la camarilla real se enteró, tiró por la calle de en medio: convenció a la niña para que dijera que el presidente la había agarrado del vestido, encerrado en su alcoba y forzado a firmar. Todo mentira, pero fue suficiente para retrasar la disolución de las Cortes un mes y arruinar políticamente a Olózaga.

Isabel II siguió con sus cocidos hasta en la merienda y reinó durante tres décadas haciéndolo tan mal como cuando tenía trece años.

Y en estas llegó Jomeini

Cuando el sah de Persia salió por pies del país con todos sus millones, llegó el ayatolá Jomeini con toda su mala leche. Se fue un tirano y vino un fanático. Murió un país y nació una república islámica, que supone lo mismo que salir de Málaga para meterse en Malagón.

El 1 de febrero de 1979 el elegido de Alá Ruhollah Jomeini aterrizaba en el aeropuerto de Teherán en medio del jolgorio popular para agarrar las riendas del país. No se aburrió mucho durante sus catorce años de exilio en Francia, porque no dejó de organizar al milímetro el nuevo Irán. A partir de su llegada al poder mandaría Dios. O sea, él.

Las leyes de Dios las escriben los hombres, por eso los distintos dioses funcionan a la medida de cada dirigente. El sah de Persia fue un déspota con corona imperial, dedicado a gastar a cuatro manos, a buscarse esposas guapas y a imponer un régimen brutal que tenía acogotada a la población. Los iraníes acabaron sacando los pies del tiesto y se revolucionaron. Algo similar a lo ocurrido en Túnez o Libia con eso que se ha dado en llamar «la primavera árabe», si se permite la comparación y salvando las distancias.

Pero ocurre lo de siempre, que si el pueblo no anda listo, aprovechando estos alborotos se suele colar por alguna rendija el salva-patrias de turno, y en el caso de la revolución iraní era un enviado de Dios el que estaba manejando los hilos de la revolución desde su exilio francés.

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