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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (44 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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El 22 de diciembre de 1972 fueron rescatados los supervivientes de aquel maldito vuelo uruguayo que dos meses y pico antes se había estrellado en la cordillera de los Andes. Dieciséis hombres que tuvieron que comerse a más de un congénere para soportar setenta y dos días de fatigas.

Era el vuelo 571 de las Fuerzas Aéreas Uruguayas y llevaba a cuarenta y cinco personas a bordo en ruta hacia Santiago de Chile. Un error en la navegación, quizás una inoportuna niebla… el caso es que el avión fue estrellándose de pico en pico hasta que quedó en un banco de nieve a tres mil quinientos metros de altitud en plena cordillera de los Andes.

El milagro fue que sobrevivieran veintinueve personas, muchas de ellas totalmente ilesas, y la mala suerte que, debido a ese probable fallo de navegación, la última posición que facilitó el piloto a los controladores aéreos tenía un error de cien kilómetros. Por eso las sesenta y seis misiones de rescate que se emplearon en localizar el vuelo accidentado no conseguían dar con ellos.

A treinta grados bajo cero no hay quien sobreviva si no es con muchos arrestos, con mucho ingenio y con muchas ganas de vivir. Solucionar la sed era fácil con tanta nieve alrededor. Al frío también lo vencieron porque había equipajes y materiales plásticos en los asientos con los que fabricar guantes y botas. Pero el hambre… ¡Ay!, el hambre… allí no había vegetación, ni una maldita rata de montaña despistada que llevarse al estómago. Hubo que tomar una decisión: vivir gracias a otros pasajeros fallecidos o morir de inanición. Decidieron vivir, y por eso dos de ellos recuperaron fuerzas para salir de aquel agujero y pedir ayuda.

El 22 de diciembre encontraron a un arriero y el operativo para el rescate de los últimos dieciséis supervivientes del vuelo 571 se puso en marcha de inmediato.

Ocurrió hace cuatro décadas y hoy todos siguen vivos.

Celebridades
El jolgorio carnavalesco de Fernán Núñez

La más fastuosa fiesta privada de Carnaval que ha vivido Madrid se verificó el 25 de febrero de 1884. Nunca antes hubo otra igual y nunca más ha vuelto a verse semejante dispendio.

La organizó el duque de Fernán Núñez en su admirable palacete de la calle Santa Isabel, cerca de Atocha. Casi mil invitados, una competencia feroz entre ellos por lucir el mejor traje y una lucha encarnizada entre políticos, artistas, intelectuales y aristócratas por conseguir una invitación. Aquel lunes de Carnaval pasó a la historia del derroche.

Cuentan las crónicas periodísticas que en los días previos a aquella fiesta solo había dos preguntas que se cruzaban entre las clases pijas madrileñas. Una era, puesto que había elecciones generales a la vista: «¿Por qué ciudad se presenta usted a diputado?». Y la otra: «¿Qué se va a poner en la fiesta de Fernán Núñez?». No había interés por nada más.

El objetivo de todos los invitados era deslumbrar al de al lado, y muchos acudieron al museo del Prado para copiar trajes de las obras maestras, o a la Biblioteca Nacional para documentarse sobre vestidos de época. La mayoría encargó sus disfraces al mejor modisto de París y el dispendio en joyas fue la locura.

Alguna señorona con el suficiente enchufe llegó y se fue escoltada por una pareja de la Guardia Civil para proteger el dineral que llevaba encima. El más sobrio con el disfraz fue el anfitrión, que se vistió como Felipe II. De lo más soso.

Y el único que no se disfrazó fue Alfonso XII. Era absurdo. Si todo el mundo iba disfrazado de algún rey, ¿de qué se iba a vestir él? Si hubiera sido listo se habría apañado un disfraz de pirata, para destacar. Al final fue de él mismo. Otro soso.

La fiesta se alargó hasta las ocho de la mañana, después de una cena indescriptible y de una chocolatada castiza. Durante toda aquella madrugada, todas las calles de la zona estuvieron colapsadas por los cientos de carruajes que esperaban a los invitados para llevarlos de vuelta a casa.

Pero a las puertas de aquel palacete se hacinaban también cientos de madrileños que esperaban las limosnas y las sobras de aquel jolgorio desmesurado.

Harvey Milk sale del armario

Cada uno sale del armario cuando puede y como le da la gana. Unos desde la portada de una revista y otros sin ruido. Pero una de las más famosas salidas del armario se produjo en San Francisco el 3 de marzo de 1973.

Una pareja de gays colgó en la puerta de su tienda de fotografía un cartel de doble intención: «Yes, we are very open», decía. «Sí, estamos muy abiertos». Ese mismo año, y ya libre del olor a naftalina, Harvey Milk, miembro de aquella pareja, se presentó como concejal en San Francisco. Perdió. Lo intentó en el 75. Y volvió a perder.

Pero en el 77 ganó. Lo malo es que América aún olía a rancia naftalina.

Harvey Milk fue el primer homosexual en alcanzar un cargo… Bueno, no, porque antes de él lo alcanzaron muchos… Rectifico. Fue el primer homosexual en alcanzar un cargo diciendo que era homosexual. Y ahí estaba el mérito, un mérito acrecentado porque el concejal Milk no contó inicialmente con el apoyo de sus colegas, que podían ser muy gays pero no tenían entre sus planes saltar abiertamente a la política.

Las organizaciones homosexuales de San Francisco preferían moverse más discretamente en los partidos políticos liberales, y no les hizo mucha gracia que Harvey Milk anduviera por su cuenta. Y encima era un político impecable, con labia, con el chascarrillo siempre a punto… y utilizaba las mismas energías en la lucha contra la discriminación sexual como en defender que en tal calle de la ciudad había que poner una señal de stop.

Cuanta más popularidad ganaba, más riesgos corría. A mayores triunfos, peores ataques. Luchó hábilmente contra campañas de grupos cristianos que hicieron oír en toda América el lema: «Salvad a los niños». Creían ellos que los gays los reclutaban para depravarlos. Y también logró frenar una ley californiana que pretendía impedir a los homosexuales dedicarse a la enseñanza.

Harvey Milk consiguió mucho, pero era carne de cañón. Aunque parecía no hacer caso de las amenazas, sabía que podía ocurrir. Le acribillaron a balazos en 1978, y solo entonces se comprobó que, además de buen político, era un profeta: «Si una bala entra en mi cerebro, dejad que esa bala rompa las puertas de todos los armarios».

Está claro que se lo olía.

Henry Ford y la jornada de ocho horas

¿Es usted uno de esos elegidos que trabaja ocho horas al día y cinco días a la semana? Pues qué bien, pero sepa que tiene los mismos privilegios que los trabajadores de Henry Ford hace ochenta y tres años.

El 25 de septiembre de 1926 este empresario del automóvil redujo la jornada de los operarios a ocho horas diarias y cuarenta semanales. Henry Ford fue un revolucionario en los métodos productivos y en las condiciones laborales, aunque tampoco hay que emocionarse de más, porque, de hecho, Ford acabó en los tribunales por no reconocer a los sindicatos y negarse a la negociación colectiva.

El interés de Henry Ford en realidad residía en que el montaje de su famoso Ford T fuera a toda pastilla. Y para ello decidió suprimir a los obreros especializados que montaban con cariño y lentitud los coches, para cambiarlos por mucha mano de obra poco o nada experta. No necesitaba operarios cualificados porque aquí se trataba de una cadena de montaje en la que los trabajadores hacían una tarea repetitiva: uno ponía puertas, otro solo ruedas, otro apretaba tornillos…

Un Ford T que con mano de obra especializada tardaba doce horas en ser montado, con obreros baratos y sin especializar se redujo a hora y media. Los empleados trabajaban menos tiempo, cobraban más o menos bien para lo que se pagaba en la época, y la Ford Motor Company empezó a escupir coches sin descanso. El precio de los Ford T se redujo y los estadounidenses pudieron tener su utilitario Todos contentos.

Pero como el mundo laboral no ha sido ni será un cuento de hadas, la mala noticia viene ahora. Henry Ford se creyó, más que un empresario, un padre, y llegó a crear un Departamento de Sociología que escrutaba a los trabajadores para saber si eran dignos de recibir su salario. Se llegó a sentir tan por encima del bien y del mal que se negó a admitir que los sindicatos representaran a los trabajadores, y por ello acabó en un tribunal federal que le condenó y le obligó a cumplir con la ley nacional sobre relaciones laborales.

Así era Henry Ford: tan pronto gritaba a los cuatro vientos que era pacifista, como se dedicaba a vender munición al ejército durante la Primera Guerra Mundial.

David Livingstone, gran tipo

Por rememorar el famoso diálogo, viene a cuento preguntar: «¿Qué celebridad toca ahora?». Para que alguien responda: «El doctor Livingstone, supongo». Y supone bien, porque en la madrugada del 1 de mayo de 1873 David Livingstone murió en tierra africana luchando hasta el último minuto contra la esclavitud. Más allá de sus descubrimientos y sus exploraciones, lo que hizo de Livingstone un gran hombre fue la defensa de la libertad. Los africanos le amaron tanto que se quedaron con su corazón. Con el gran corazón de David Livingstone.

Livingstone murió de disentería. Su más fiel ayudante, su mejor amigo africano, Jacob, fue quien extrajo el corazón de Livingstone, quien lo guardó en una caja de hierro y quien lo enterró al pie de un gran árbol en pleno corazón de Zambia. Organizó después una meticulosa preparación del cadáver para que aguantara el largo viaje que le esperaba de regreso a Inglaterra. Livingstone recorrió mil seiscientos kilómetros por tierras africanas a hombros de sus amigos.

Durante los once meses que duró el traslado, los porteadores no se arredraron ante nada. Sufrieron amenazas, ataques, robos… pero defendieron el cadáver de su amigo escocés hasta llegar a la costa del Índico, a una aldea donde casi mil esclavos liberados se volcaron en el recibimiento del explorador.

El cadáver del doctor Livingstone, casi un año después de su fallecimiento, fue enterrado en la abadía de Westminster, en Londres. En su tumba se puede leer: «Traído por manos fieles, por tierra y por mar, aquí descansa David Livingstone».

Pero no hay que perder de vista en toda esta historia al fiel africano Jacob. En todo un año no se separó del cuerpo de Livingstone; no permitió que alguien lo dañara y no consintió despedirse de él hasta el mismo momento del entierro en Londres. Su último gesto fue dejar caer dentro de la fosa la rama de una palmera de África.

Livingstone fue un buen y gran hombre durante toda su vida, y por ello mereció los grandes amigos que tuvo en la hora de su muerte.

Ramón Franco, el hermano respondón

No hay familia que se libre de su correspondiente oveja negra, que no por ser la que desentona es la rara. Muchas veces la rara es la familia y la oveja negra la única sensata. Por ejemplo, en la familia Franco hubo una oveja negra, Ramón, aunque para Ramón Franco los raritos eran sus hermanos.

El 28 de octubre de 1938, el avión de Ramón Franco se estrelló en el Mediterráneo, y el rebaño volvió a ser de un solo color.

Ramón Franco fue pionero de la aviación, uno de los héroes del famoso vuelo del Plus Ultra que atravesó el Atlántico sin escalas; y también fue masón, republicano, antimonárquico, diputado por Esquerra Republicana de Catalunya y más listo y con más éxitos personales que todos sus hermanos juntos.

Sus convicciones políticas republicanas le llevaron a sobrevolar el palacio real con Alfonso XIII dentro simulando un bombardeo. Por supuesto, ya no aterrizó y enfiló directamente a Lisboa para exiliarse.

Su hermano Paco, el bajito, intentó por todos los medios que volviera al redil monárquico y abandonara los diabólicos preceptos republicanos, pero Ramón no se cortó un pelo en contestarle que él solo servía a la nación, no al trono. Leer las cartas de Ramón Franco a su hermano contra la monarquía le deja a uno con la boca abierta.

Con semejante currículum, ¿cómo consiguió Paco, el del bigote, que su hermano Ramón Franco acabara enrolado en el bando golpista en la guerra civil? ¿Pudo al final más la lealtad familiar que la coherencia política? ¿Murió Ramón Franco en un accidente aéreo o se lo quitaron de en medio?

Parte de la familia Franco dijo que lo mataron los masones. Los republicanos, por su lado, aseguraron que lo habían asesinado los nacionales, y él no dice nada desde su descanso en el cementerio de Palma de Mallorca.

Una discreta tumba en la que la familia Franco enterró a su oveja descarriada y de paso sepultó todas las incomodidades que les provocó: desde su militancia política hasta su hija extramatrimonial, una paternidad que el propio Paco, el dictador, intentó anular en el Registro Civil de Barcelona aprovechando que Ramón, el héroe del vuelo del Plus Ultra, ya no podía decir nada.

Soy Fleming… Ian Fleming

En Londres, en Trafalgar Square, está el monumento al almirante Horatio Nelson. Para muchos ingleses el mayor héroe que ha dado el país. Pero para otros el mayor héroe del Reino Unido no está sobre un pedestal, sino en las librerías: es Bond… James Bond, nacido de la pluma de Fleming… Ian Fleming, gracias a que el autor nació el 28 de mayo de 1908.

Llegó al mundo con maneras de niño rico y quiso ser el mejor espía británico. Pero como no pudo, se inventó uno. James Bond fue todo lo que Ian Fleming no pudo ser. Lo que más acercaba al personaje y al escritor fue el número de amantes, aunque las de Bond estaban más buenas.

Cuando Ian Fleming llegó al mundo, traía, no un pan debajo del brazo, sino una panadería. Nació en una familia de banqueros forrados, pero cuando creció y logró trabajar para los servicios secretos británicos, no le dejaron salir de un despacho. Nada de irse por ahí a espiar a los soviéticos ni a ligarse en los casinos a rubias despampanantes. Le encargaron el papeleo, y gracias.

La culpa de su estancamiento la tuvo una inoportuna gonorrea que se pilló en una de sus juergas, hecho este que provocó su expulsión de la Academia Militar y que el Foreign Office lo rechazara como agente secreto. Dónde se ha visto un espía con gonorrea… hombre.

Pero ahí estaba James Bond, que hiciera lo que hiciera no se pillaba nada. Vayamos ahora con las diferencias y semejanzas entre 007 y el fabulador Fleming. Bond solo bebía Martini agitado, no mezclado, pero el escritor se bebía hasta el agua de los barreños. 007 se fumaba tres paquetes de tabaco diarios, y Fleming, también. James Bond ligaba a cuatro manos, y su padre literario a ocho.

Pero el castigador 007 trataba bien a las chicas, y Fleming, no tanto. Y la gran, la enorme diferencia entre ellos, es que uno es inmortal y el otro no. Por eso Bond, James Bond, con licencia para matar, para beber, para fumar y para tirarse en paracaídas desde el Everest, sobrevivió a todos los vicios.

BOOK: Se armó la de San Quintín
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