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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (43 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Fundamentalmente eran dos alas unidas por palos, un timón, un motorcillo de doce caballos y dos hélices. El piloto se tumbaba en el centro, sobre el ala de abajo y al lado del motor, se agarraba a un palo para no caerse y con la otra mano manejaba la palanca del timón. Dos correas de distribución unían el motor a las hélices y santas pascuas.

Ahora parece muy tonto, pero a ver cómo levantas esto, lo mantienes en el aire y aterrizas luego sin romperte la crisma. Los hermanos Wright lo hicieron. Primero voló Orville durante doce segundos, pero es fácil imaginarlos como dos críos. «¡Bájate!, que me toca a mí». Y entonces se subió el otro, Wilbur, que consiguió volar casi un minuto, esta vez a tres metros del suelo.

Ahora nos vamos a Mallorca a novecientos kilómetros por hora y a tres kilómetros del suelo y nos parece normal. Qué poca memoria tenemos.

La valiente Amelia Earhart

Si se habla de pioneros de la aviación, viene a la boca Charles Lindbergh, el primer hombre que cruzó el Atlántico sin escalas. Pero si se trata de pioneras, la que merece la mención es Amelia Earhart. También ella sobrevoló el mismo océano; también sin escalas. Y después de este récord vino otro, y otro, y otro. Y su país la sentó en el pedestal de los héroes para desde allí acometer su último reto: ser la primera mujer en dar la vuelta al mundo.

A las 8.44 del 2 de julio de 1937 dio su última situación desde el aire: «Estamos en posición 157-337, repito el mensaje…». Pero se hizo el silencio.

Amelia ya había recorrido el ochenta por ciento de su vuelta al mundo, aunque sin acometer el tramo más difícil: atravesar el Pacífico. El inconveniente de este océano es que es más largo que un día sin pan y había que hacer dos escalas antes de tocar el continente americano y rematar la proeza.

La primera parada sería en la isla de Howland, allá por la Polinesia, y la segunda en Hawai. Pero la elección de Howland como primera escala del Pacífico fue errónea, porque es una isla tan minúscula, de solo dos kilómetros y medio de largo, que encontrarla desde el aire era como buscar una aguja en un pajar. Y eso que Estados Unidos volcó todos los medios para que su ciudadana pasara a la historia como la primera mujer en dar la vuelta al mundo. Situó varios buques de la Armada en el Pacífico que ayudaran a la aviadora y a su copiloto a posicionar la ruta.

Pero Amelia Earhart volaba y volaba y la isla no aparecía. Con los depósitos de combustible casi vacíos, comunicó su última posición. Ni siquiera tuvo tiempo de repetirla. Se acabó. Nunca más se supo de la heroína Amelia.

Se emplearon cuatro millones de dólares en la búsqueda, se peinaron doscientas cincuenta mil millas de océano… ni rastro. Fue la que más lejos llegó, pero no llegó al final.

Lo que nunca imaginó Amelia es que algo suyo iba a llegar hasta el infinito y más allá. Su reloj, el que llevaba puesto cuando logró la proeza de atravesar el Atlántico, estuvo atado a la muñeca de una astronauta de la Estación Espacial Internacional. A cuatrocientos kilómetros por encima de nuestras cabezas.

Amelia voló lejos, pero nunca pudo sospechar llegar tan alto.

Eran unos kamikazes

Que los pilotos japoneses eran unos kamikazes no es un secreto. Y fue el 25 de octubre de 1944 cuando el gobierno de Japón, desesperadito porque la guerra se le iba de las manos, autorizó oficialmente una operación sin precedentes en la historia: las bombas humanas. O sea, estrellar aviones pilotados contra la flota enemiga estadounidense.

Como los japoneses son como son… tan poéticos, tan rituales, bautizaron a sus chicos suicidas con el nombre de «viento divino». Eso era un kamikaze, un viento divino.

La idea no se le ocurrió al alto mando japonés. Vino provocada porque diez días antes de aquel 25 de octubre un comandante japonés llamado Amira sufrió daños en su avión y ya no pudo volver a la base. Puesto que ya estaba perdido, comunicó por radio que se iba a lanzar contra un portaaviones enemigo. Total, ya que iba a morir, mejor hacerlo fastidiando al contrario.

Como el avión del comandante Amira causó más daños y más muertos que una bomba, Japón dijo: «¡Qué genialidad! Vamos a reclutar pilotos que se estrellen contra el enemigo. Les aseguramos un ascenso póstumo y un tratamiento de héroes y seguro que se mueren tan contentos». Como el patriotismo nubla el entendimiento, se apuntaron miles de voluntarios a los que se les daba un cursillo y se les convencía de que con muchos de ellos y gracias a ellos, a los kamikazes, a los vientos divinos, provocarían un vendaval nipón que les haría ganar la guerra.

Ninguno superaba los veintidós años y antes de subir al avión se les ataba el hachimaki alrededor de la frente, un pañuelo con escritos relativos a la reencarnación, y se les daba un chute de metanfetamina que los ponía eufóricos. Más que nada para que no se arrepintieran en mitad del vuelo. Antes del despegue se llevaba a cabo un último ritual: se cortaban las uñas y las ofrecían a su comandante para que las entregara a la familia. Era el único resto que quedaría de ellos. Después, al tajo. A subirse a un avión con mil doscientos kilos de explosivos alojados en el morro y a lanzarse a novecientos kilómetros por hora contra el enemigo.

Casi cuatro mil vientos divinos quedaron esparcidos como flores de cerezo para mayor gloria del país del sol naciente. Dio igual. Al final se demostró que una bomba atómica es mucho más efectiva que tropecientos mil kamikazes.

El secuestro del Achille Lauro

Cómo olvidar aquel gran buque italiano llamado Achille Lauro. De la misma manera que ya ha quedado fijado en la memoria la increíble peripecia de otro crucero de la misma nacionalidad: el Costa Concordia.

Pedazo de conflicto internacional el que se montó por el secuestro del Achille Lauro mientras navegaba por el Mediterráneo. El 7 de octubre de 1985 un tripulante se dio de bruces con cuatro supuestos turistas que andaban… limpiando sus armas. Eran miembros del Frente para la Liberación de Palestina que, justo en ese momento se hicieron con los mandos del crucero. El secuestro duró solo dos días, pero la política internacional acabó patas arriba.

Los secuestradores del Achille Lauro pedían la liberación de cincuenta palestinos encarcelados en Israel y amenazaban con volar el barco si se intentaba el rescate. Si, además, había mucho retraso en atender la exigencia, se entretendrían matando a los pasajeros uno a uno, empezando por los doce estadounidenses que iban a bordo.

Ronald Reagan se puso de los nervios y se mostró dispuesto a asaltar el buque por las bravas, pero los gobiernos italiano y egipcio querían negociar para que el crucero no volara por los aires; y, mientras, el resto de países intentando averiguar cuántos ciudadanos tenían a bordo. Porque resulta que muchos pasajeros habían desembarcado en Alejandría para una visita y no se sabía quiénes estaban a bordo ni cuántos en tierra.

Egipto e Italia se salieron con la suya, y como encima la única víctima del secuestro fue un ciudadano estadounidense, cruel víctima porque era un hombre inválido que fue arrojado por la borda con su silla de ruedas, el cabreo de Ronald Reagan al sentirse ninguneado llevó al mayor conflicto diplomático que sufrieron Estados Unidos e Italia desde la Segunda Guerra Mundial.

Reagan estuvo a punto de cerrar la Embajada en Roma y Estados Unidos no paró hasta que consiguió pillar al líder del secuestro, Abu Abbas, al mismo que habían dejado escapar los italianos. Lo trincaron en Irak, después de aquella famosa invasión de 2003 para buscar las inexistentes armas de destrucción masiva.

Y es que el Achille Lauro estaba gafado: se incendió en el 65, volvió a arder en el 72, chocó con un petrolero turco en el 75, en el 81 volvió a incendiarse, en el 85 lo secuestraron y en el 94, cuarto y último incendio: tocado y hundido.

¿Dónde se metió Glenn Miller?

Decir Glenn Miller y asociarlo al swing jazz es todo uno. Aunque quizás sea un ritmillo demasiado jaranero y poco apropiado para recordar que el 15 de diciembre de 1944 el trombón de Glenn Miller calló para siempre. O no.

Porque puede que Glenn Miller muriera… o puede que simplemente desapareciera. La historia oficial cuenta que ese día el músico subió a una avioneta en Londres con rumbo a París y que nunca llegó. Se supone que cayó al mar, que fue derribado. ¿Pero dónde cayó? ¿Quién lo derribó? ¿Y si no lo derribó nadie?

La desaparición o muerte de Glenn Miller, aún hoy, no hay quien la entienda. Teorías hay varias. Primera: que la avioneta fue derribada por fuego amigo británico en el mar del Norte porque lo confundieron con un aparato hostil. Segunda: que la avioneta iba tan tranquila, volando bajo, cuando un avión inglés que venía de una misión abortada en Alemania soltó una bomba en el mar para liberar lastre; la onda expansiva de esa bomba en el mar desequilibró la avioneta y la hizo caer al agua. Tercera: Glenn Miller aterrizó sano y salvo en París, pero no era el gran patriota ni el gran tipo que muchos pensaban y acabó muriendo en un prostíbulo francés. Cuarta y última, y ojo porque esta versión se atribuye al hermano de Glenn Miller y fue desvelada en 1983: el músico no murió en ningún accidente aéreo; falleció meses después en un hospital por un cáncer de pulmón.

Dijo su hermano que la verdad no se dijo en su momento para no desmitificar la heroica muerte del músico. Vale, que su familiar diga lo que quiera, pero la conclusión es que nadie sabe, oficialmente, cuándo, dónde, ni como consecuencia de qué murió Glenn Miller, aquel que puso a bailar a medio mundo con su In the mood, con su Chatanooga Choo Choo y con su Pennsylvania 6-5.000.

Y por cierto, estos números, todavía hoy, son las cinco últimas cifras del teléfono del hotel Pennsylvania. El número más antiguo de la ciudad de Nueva York.

Zarpa el Exodus

Un viejo barco de pasajeros, desvencijado, roñoso y que flotaba de milagro, zarpó el 11 de julio de 1947 del puerto francés de Sète. A bordo iban hacinados 4.554 judíos supervivientes de los campos de concentración nazi. Su destino, Palestina.

Iban dispuestos a tomar posesión de una tierra que creían suya pese a que no lo era desde hacía miles de años. El mundo ya era otro, las fronteras eran otras, pero los judíos partieron convencidos de que Palestina era la tierra de sus antepasados y, por tanto, suya. Nada ni nadie les iba a impedir plantar sus reales y quedársela.

Después de la Segunda Guerra Mundial, los judíos estaban convencidos de que en Europa no había sitio para ellos. Los nazis habían exterminado a millones de los suyos y las potencias mundiales no habían intentado pararlo hasta que fue demasiado tarde. El mundo, por tanto, se sentía en deuda y culpable en gran medida del Holocausto.

Ese sentido de la culpabilidad fue el resquicio que encontraron los judíos para entender que moralmente no se les podía negar nada después de todo lo que habían sufrido. Desde 1945, poquito a poco, de forma clandestina y con la ayuda económica de los judíos estadounidenses, barcos y más barcos fueron desembarcando en Palestina a cuarenta mil hebreos. Asunto este que empezó a mosquear a los ingleses, porque Palestina era colonia británica, estaban en pleno proceso descolonizador y la masiva llegada de judíos a su supuesta Tierra Prometida complicaba bastante las cosas. Ahí fue cuando la Royal Navy empezó a vigilar y cortó en seco la llegada de nuevos barcos.

Hasta que llegó el verano de 1947, cuando 4.554 judíos rebautizaron un viejo barco como Exodus para recordar el libro segundo del Deuteronomio, el que narra la salida del pueblo hebreo de Egipto guiado por Moisés. Los británicos lo interceptaron e intentaron devolverlo a Francia, pero entre que en este país se negaron a desembarcar, que el barco estaba a punto de hundirse y que las condiciones a bordo eran infrahumanas, finalmente les permitieron llegar hasta Palestina.

Tampoco hay que caer en la ingenuidad de que la maniobra publicitaria del Exodus no estuvo perfectamente calculada por las altas esferas judías. Fue todo un éxito propagandístico. Eso dicen los historiadores.

El primer reloj de pulsera, en la muñeca de un aviador

La historieta que sigue no es que sea trascendental para la humanidad, pero su consecuencia no deja de ser curiosa e indispensable para nuestra historia cotidiana. Gracias a lo sucedido el 19 de octubre de 1901 nació el primer reloj de pulsera tal y como lo conocemos hoy, y lo creó, por supuesto, el señor Cartier.

El detonante de aquel primer reloj fue una hazaña aérea que culminó el aviador brasileño Santos Dumont; por eso aquel modelo de pulsera todavía hoy se llama así, reloj Cartier Santos. Enseguida se verá de qué forma más tonta nacen algunas cosas.

Aquel 19 de octubre se celebró en París una competición aérea. Se trataba de que varios pilotos al mando de sus dirigibles despegaran de un parque, volaran hasta la torre Eiffel, la rodearan y volvieran al mismo parque en menos de treinta minutos. El premio eran ciento y pico mil francos.

Ganó la competición el piloto brasileño Santos Dumont, pero él no lo supo porque desconocía el tiempo que empleó. Dijo que no pudo despegar las manos de los mandos para mirar su reloj de bolsillo. Entre los testigos de aquel desafío aéreo estuvo el joyero y relojero Cartier, que decidió elaborar para Santos Dumont un reloj cuadradito, plano, muy mono, con una correa de cuero bonita a la par que elegante y que se pudiera atar a la muñeca.

El invento tuvo tal éxito que Cartier decidió fabricarlo para todo el mundo. Para todo el mundo que lo pudiera pagar, claro, porque vale una pasta. Y así ha llegado hasta hoy el modelo Cartier Santos.

No es del todo exacto que el relojero parisino inventara el reloj de pulsera, porque otros lo intentaron antes, aunque, o bien no tuvieron éxito o solo fueron apaños domésticos. Las enfermeras, por ejemplo, que ya en el siglo XIX se ataban como podían los relojes a la muñeca para contar mejor las pulsaciones. Y otros relojeros también pretendieron diseñar relojes de pulsera, pero eran tales armatostes que quienes se los ponían casi no podían levantar el brazo para ver la hora.

Sean Cartier, Omega o marca La Bernarda, la buena noticia es que ahora todo el mundo tiene uno para saber en qué hora vivimos.

El rescate del vuelo 571

Otro episodio del que nadie se ha olvidado. El que no ha leído un libro sobre el asunto, ha visto una película, y el que no, se ha quedado enganchado a alguno de las decenas de reportajes en televisión. Continúa siendo un episodio que fascina, porque demuestra que cuando un humano se propone sobrevivir está dispuesto a pasar cualquier límite.

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