Pétain tenía ochenta y cuatro años y era embajador en España cuando el presidente francés le llamó para que volviera a Francia. Los nazis estaban invadiendo el país y se pensó que el mariscal sería una inmejorable baza para poner freno a Hitler. Buena la hicieron, porque a Pétain, una de dos, o se le habían ido los estudios con la edad, o era primo de Hitler y no lo había dicho.
El mariscal acabó como jefe de Estado francés e inició un régimen personalista y colaboracionista con los nazis. Instaló su gobierno en Vichy, de donde sale el agua con gas, y allí continuó metiendo la pata. Lo que en realidad pretendió Pétain era quedarse entre dos aguas: ni ponerse del lado aliado para frenar a los nazis, ni tampoco apoyar descaradamente a los nazis en contra de los aliados. O sea, ni chicha ni limoná.
Pero esto no funcionaba así. Había que pringarse. Con Hitler o contra Hitler.
Los franceses, en su mayoría al lado de Pétain al principio, pensaban: «No puede ser que nos haya vendido. Seguro que tiene una carta en la manga. Seguro que es una estrategia para luego dar un golpe maestro». Pero ni llegaba el golpe ni llegaba la estrategia. Mientras los franceses esperaban infructuosamente a que su querido Pétain reaccionara ante la invasión hitleriana, los nazis acabaron apropiándose hasta de la torre Eiffel.
Pétain acabó renunciando a la jefatura del Estado aquel 18 de noviembre, pero como es muy difícil que un militar suelte el poder cuando lo ha saboreado, continuó como presidente del gobierno colaboracionista, el archiconocido gobierno de Vichy, hasta que ya se le echaron encima los propios nazis, los aliados, los franceses y su propia vergüenza.
Acabó condenado a muerte, pero… ¿quién ajusticia a un anciano de ochenta y nueve años? Al final, la perpetua. Y oigan, duró hasta los noventa y cinco.
Pocos han dejado de ver la película Salvar al soldado Ryan. La de Steven Spielberg. Como «peli-patria», vale, estuvo bien, pero la realidad durante la guerra fue mucho más cruda. El 12 de enero de 1943 un funcionario del gobierno estadounidense entregó una carta al señor Sullivan en su casa de Iowa. El hombre, antes de abrirla, solo preguntó: «¿Cuál de ellos?». «Todos», respondió el funcionario. Los cinco hermanos Sullivan habían muerto en el mismo barco y en la misma batalla, la de Guadalcanal, librada en el suroeste del Pacífico.
El fallo estuvo en poner todos los huevos en la misma cesta. Bien es cierto que porque los hermanos Sullivan se empeñaron. Debieron de creer que los japoneses no podrían con cinco chicarrones granjeros de Iowa. Joseph, Francis, Albert, Madison y George fueron a alistarse a la vez y muy cabreados cuando se enteraron de que el novio de su hermana había muerto en el ataque japonés a Pearl Harbor.
Se apuntaron a la Marina y pidieron estar juntos; por eso acabaron los cinco destinados en el mismo crucero ligero que debía plantar cara a los japoneses en las escaramuzas del Pacífico. No fueron los únicos. En aquel barco estaban destinados treinta pares de hermanos.
En noviembre del 42, un torpedo japonés impactó en el crucero durante la batalla de Guadalcanal. Tres de los hermanos Sullivan murieron a la vez durante el ataque; un cuarto se ahogó al día siguiente, y el quinto murió de inanición en el agua cuatro días después, porque la zona estaba dominada por los japoneses y el rescate no llegó a tiempo.
Pero hasta dos meses después, aquel 12 de enero, cuando el teniente comandante Jones entregó la carta a los padres, los Sullivan no supieron que habían perdido a los cinco hijos. El drama sirvió para que Estados Unidos evitara a partir de entonces que dos hermanos fueran destinados a la misma unidad de combate, y se ordenó que, en caso de muerte de uno de ellos, el otro fuera retirado y devuelto a casa.
Ahora bien, los Sullivan eran tercos. La única hermana superviviente también acabó alistada en la Marina; y el nieto, también. A ninguno le gustaba la granja de Iowa.
La película Valquiria, protagonizada por Tom Cruise, puso de actualidad en 2008 el más famoso de los atentados a Hitler; famoso porque fue el último conocido y el único que al menos logró chamuscarle el bigote. Pero hubo decenas de conspiraciones para matar a Hitler; una de ellas, la que se intentó llevar a término el 13 de marzo de 1943.
El atentado lo organizó el general Henning von Tresckow, convencido de que había que acabar con Hitler antes de que Hitler acabara con Alemania. Estaba claro, sin embargo, que Adolfo solo iba a morir el día que él lo decidiera.
Hitler era un tipo con suerte, porque no se puede estar tan loco y llegar tan lejos. Pero sobre todo fue un maestro escapando de los atentados. Cuando no cambiaba el lugar de reunión, adelantaba la cita; si no, la retrasaba, y otras veces no iba. Pero es que, encima, tenía tal potra, que cuando acudía al lugar previsto, en el día señalado y la hora en punto, no estallaba la bomba.
El plan de aquel 13 de marzo consistía en subir una bomba al avión que trasladaría a Hitler desde una ciudad rusa hasta otra de Alemania. El general Tresckow, destinado en Rusia, le pidió a un coronel que viajaba con el Führer el favor de que llevara a Alemania un paquete con dos botellas de Cointreau y se las entregara a otro oficial con el que había perdido una apuesta.
El coronel aceptó llevar el regalo, y aquel regalo en realidad era una bomba disfrazada. Horas después, el avión de Hitler aterrizaba en Alemania sin incidentes. La bomba no había explotado.
La papeleta que se le presentó al fallido magnicida era cómo recuperar el explosivo antes de que el coronel cumpliera con el encargo. Tresckow le llamó precipitadamente y le pidió que no entregara el regalo porque se había equivocado de paquete. Voló a Alemania lo más rápido que pudo, recuperó la bomba, comprobó que el mecanismo había fallado y se deshizo de ella.
Fue otra oportunidad perdida, pero el general Tresckow no se rindió y fue uno de los muchos oficiales involucrados en la Operación Valquiria, el atentado que hizo volar por los aires la Guarida del Lobo y del que, otra vez, el Führer salió ileso.
Atentar contra Hitler era muy descorazonador.
A las 7.35 de la mañana del 1 de junio de 1943 despegaba de Lisboa un avión de pasajeros con destino a Bristol, Inglaterra. Un par de horas después, ocho cazas Junkers alemanes se ensañaban con el aparato hasta derribarlo y ver cómo se hundía en aguas del Atlántico, justo frente a unos acantilados de A Coruña. ¿Por qué atacaron los nazis un vulgar vuelo comercial? ¿Quién iba a bordo?
Aquel ataque fue, quizás, una metedura de pata de los servicios secretos alemanes. Creyeron que se iban a cargar a Winston Churchill y acabaron matando al actor Leslie Howard.
El primer ministro británico Winston Churchill no lo sabía, pero tenía un doble, y ese doble era, vaya casualidad, el contable del actor Leslie Howard. Recuerden a este hombre. Era el rubito por el que bebía los vientos Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó, capricho que nunca entendimos nadie estando ahí el buenorro de Clark Gable.
De vez en cuando, Churchill tenía la costumbre de viajar de incógnito para despistar a los alemanes enlazando vuelo en Lisboa. Es decir, pasaba por allí sin necesidad de hacerlo, pero era una forma de desconcertar al enemigo. Portugal era neutral, pero también era un hervidero de espías nazis, y uno de ellos creyó ver cómo en aquel vuelo embarcaba Churchill, cosa que comunicó de inmediato a sus superiores.
Pero equivocó la víctima. A quien en realidad vio el espía fue a Alfred Chenhalls, clavadito al primer ministro británico: bajo, regordete y que fumaba puros. Alfred era el contable de Leslie Howard, y de hecho los amigos lo llamaban el segundo Churchill.
Esta es la única explicación que han encontrado los estudiosos a aquel ataque a un común vuelo comercial, porque los nazis jamás explicaron su acción.
Solo quedó en el aire una segunda hipótesis: Leslie Howard era en realidad el objetivo de los alemanes, porque el actor era un activo militante contra los nazis y tan interesante era quitarle a él de en medio como quitar a Churchill.
Nunca se ha confirmado si los alemanes se confundieron de objetivo o si acertaron y los confundidos somos nosotros. Lo único seguro es que el gran amor de Escarlata O’Hara vino a morir frente a unos acantilados gallegos, que allí quedó y que allí sigue.
El desembarco de las tropas aliadas en Sicilia el 10 de julio de 1943 dejó a Hitler con cara de pasmo. Estaba preparado para rechazar el ataque, pero no en Sicilia, sino en Grecia y Cerdeña. Precisamente había dejado desguarnecida Sicilia porque sabía que el desembarco aliado iba a ser en las costas griegas. ¿Qué había pasado? Pues pasó que Hitler cayó aquel 10 de julio en una trampa que se había puesto en marcha dos meses antes en Punta Umbría, Huelva.
En abril de aquel 1943 había aparecido el cadáver de un militar británico flotando en las costas de Huelva. Llevaba gabardina y un maletín esposado a la muñeca. Era el coronel William Martin y había sido la supuesta víctima de un accidente aéreo. Cuando Gran Bretaña supo que España había recuperado el cadáver de su militar en las costas onubenses, reclamó el maletín a las autoridades franquistas por la importancia de su contenido. Alegaron que eran documentos de alto secreto. ¿Qué hicieron las autoridades españolas? Pues, por supuesto, no devolver el maletín a los ingleses sin antes filtrar el contenido secreto a los nazis, porque Franco hacía mejores migas con Hitler que con Churchill.
La documentación recogía los planes del futuro desembarco de las tropas aliadas en Grecia y Cerdeña, así que los nazis se apresuraron a proteger estas plazas y a esperar que llegara el enemigo.
España hizo exactamente lo que esperaban los británicos, porque todo había sido una trampa, y el cebo, un cadáver. El coronel William Martin nunca existió. Fue inventado por los servicios secretos británicos en una operación de inteligencia magistral. Aquel cadáver disfrazado de militar era en realidad el de un mendigo londinense que había muerto de neumonía en la calle. Y fue a él al que soltaron desde un submarino frente a las costas españolas con el maletín que guardaba los falsos documentos.
Por eso Hitler se llevó las tropas a Grecia y por eso los aliados desembarcaron en Sicilia aquel 10 de julio. Picó Franco, picaron los alemanes y los británicos aún están partidos de la risa.
No sé si sabrán, pero Hitler se pirraba por la arquitectura, sobre todo la del estilo mazacote. Quiso crear un nuevo Berlín, muy cuadriculado, como él. Quien haya visitado esa ciudad alemana enseguida habrá identificado los edificios que llevan su firma. Pero el Führer se quedó con las ganas de hacer uno: su tumba, su gran tumba.
El 9 de febrero de 1945 Hitler se reunió con su arquitecto favorito para ver la maqueta de su mausoleo. Hay que prestar atención al año: 1945. O sea, que le quedaban dos telediarios a la guerra y Hitler todavía esperaba tener tiempo para construirse una tumba en su pueblo de Austria. Va a ser que este hombre no estaba bien…
Hubo varios arquitectos al servicio de los antojos arquitectónicos de Hitler, porque todo en Alemania tenía que ser grande, colosal. Y con respecto a estos aires de grandeza constructora hay una anécdota buena.
Cuando todavía no se había liado la guerra mundial, París celebró su Exposición Universal de 1937, una de esas en las que se dan premios a los mejores pabellones de tal o cual país. La Unión Soviética plantó el pabellón que previamente había aprobado otro loco, Stalin; un edificio de casi treinta metros de altura rematado con dos gigantescas estatuas de un obrero y una campesina.
Los arquitectos nazis se enteraron del plan soviético, y Hitler les dio instrucciones para que hicieran otro más grande aún. Y Alemania, por supuesto, montó en París una torre de ciento cincuenta metros de altura con un águila arriba, con su cruz gamada y con varias estatuas de arios a los que les reventaban los músculos. El jurado de la Exposición Universal se quedó tan cuajado que dieron la medalla de oro a los dos. Al pabellón alemán y al soviético. Eso debió de dar la primera pista de la que se iba a liar en el mundo.
Pero, volviendo a aquel día de 1945, a Hitler le faltaba un detalle arquitectónico antes de morirse: construir su tumba en Austria, en su pueblo, a donde pensaba retirarse cuando hubiera terminado de cargarse el mundo. El arquitecto le llevó la maqueta aquel 9 de febrero, y el proyecto era clavadito al Panteón de Roma, porque así lo quería Hitler. Grande.
Está claro que no hubo tiempo de construirlo. Es más, y allá va la paradoja: Hitler y el arquitecto mantuvieron la reunión en la que al final fue la verdadera tumba de Hitler, el búnker de Berlín en el que acabó muriendo. Qué casualidad más tonta.
Toca recordar uno de los episodios más fascinantes de la Segunda Guerra Mundial, porque el día 6 de junio de 1944 fue el día D, y las 6.30 de la mañana, la hora H. Comenzó el desembarco de las tropas aliadas en las playas francesas de Normandía.
Fue una locura de desembarco, una de las operaciones militares más espectaculares de la historia. Mil aviones preparando el terreno para que llegaran cinco mil barcos con el objetivo de recuperar Francia. Y mientras todo esto ocurría, ¿qué hacían Hitler y su alto mando? Pues dormir. Porque esas no eran horas de invadir nada.
Los alemanes no esperaban que se pudiera producir el desembarco en esa fecha porque hacía un tiempo de perros en el canal de la Mancha. Pero para comprobar lo importantes que son los hombres del tiempo no solo en Semana Santa, sino también en una guerra, los meteorólogos aliados supieron predecir gracias a las estaciones que tenían salpicadas por el Atlántico que el temporal iba a amainar.
Cierto es que los alemanes no eran tontos y que esperaban un ataque de los gordos, pero no tenían claro si en Normandía, que descartaron por el mal tiempo, o doscientos cincuenta kilómetros más allá, en el paso de Calais, una zona en la que los alemanes detectaron mucho movimiento, mucho cruce de mensajitos y la presencia del famoso general Patton.
Y cavilaron los nazis: «Si se han llevado a Patton al paso de Calais, es que allí va a pasar algo memorable». Por eso los alemanes dejaron desprotegido Normandía y concentraron sus divisiones en la otra punta.