Cuando en la madrugada del 6 de junio los chicos de Hitler vieron aparecer los primeros aviones aliados para bombardear la zona y dejar terreno libre al desembarco, los nazis pensaron que era una vulgar maniobra de distracción, pero cuando vieron la flota de cinco mil barcos acercándose a la costa, ahí debieron de decir: «La hemos pifiao».
Siguiente paso: a ver quién era el guapo que despertaba a Hitler para decírselo. Prefirieron dejarlo dormir hasta las diez. Ya le informarían cuando hubiera desayunado. Ahí fue cuando le dijeron, más o menos: «Estooo… verá, Mein Furher… que tenemos visita en Normandía». Tampoco crean que Adolfo se alteró mucho.
Lo que no sabían aún es que se trataba del mayor desembarco en dos mil años desde que Julio César invadió Britannia.
Muchas de las más famosas fotografías de prensa tienen algo en común: se hicieron sin querer. Eso ocurrió en la mañana del 23 de febrero de 1945: que el reportero de guerra Joe Rosenthal disparó su cámara ajeno a que estaba haciendo la foto más patriótica, simbólica y conmovedora de la Segunda Guerra Mundial.
Es la imagen más reproducida de la historia estadounidense. Seis marines alzando la bandera en la isla de Iwo Jima, en la cumbre del monte Suribachi. Pero todo, absolutamente todo, fue casualidad.
Aquel día, en Iwo Jima, el fotógrafo Rosenthal tendría que haber cubierto un acto oficial: la visita a la isla del secretario de Marina estadounidense. Pero camino del encuentro, debido a un traspié al bajar del barco, se cayó al agua. Tuvo que renunciar a la foto del político y regresar a ponerse ropa seca. Mientras hacía esto, cambiarse, en la cima del monte Suribachi se izó una bandera estadounidense. Los soldados, desde tierra y desde el mar, empezaron a jalear que se hubiera conquistado la cima más alta de la isla, y las sirenas de los barcos comenzaron a sonar.
El fotógrafo también lo vio desde cubierta, así que decidió subir al monte a fotografiar a unos cuantos marines posando sonrientes al pie del mástil. Esas fotos las vendería muy bien su agencia en los periódicos locales porque los lectores siempre esperaban reconocer la cara de algún familiar.
Mientras el fotógrafo estaba a lo suyo, el secretario de Marina, al ver ondeando la bandera, dejó caer que le gustaría mucho llevársela de recuerdo. Dicho y hecho: un oficial buscó unos voluntarios que subieran al monte Suribachi, arriaran la bandera, pusieran otra en su lugar y volvieran a izarla. Arriba coincidieron todos: los marines que fueron a recoger la enseña para el caprichoso militar, y el fotógrafo que intentaba atrapar unos buenos planos.
Y mientras el reportero preparaba su cámara para hacer la foto que él quería, con soldados posando con la bandera de fondo, disparó sin mirar antes de preparar el escenario. Aquel disparo, de pura chiripa, captó el momento en el que los seis marines alzaban, por segunda vez, la bandera en Iwo Jima. La foto tenía fuerza, buen encuadre, movimiento, tensión y dramatismo. Lo tenía todo, menos rostros. No había caras que los estadounidenses pudieran reconocer.
Mejor, porque tres de aquellos soldados no salieron vivos de Iwo Jima.
Cuando el 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas avanzaban hacia un campo de prisioneros cercano a Cracovia, en Polonia, ya iban notando algo raro. Olía muy mal, y además los tejados y la nieve estaban cubiertos por una especie de polvillo grisáceo… como ceniza. Cuando vieron salir a su encuentro a miles de personas escuálidas, prácticamente arrastrándose, y miles más muertas y amontonadas, ya supieron de dónde venía el olor. El origen de la ceniza lo descubrieron poco después.
Aquel día los soviéticos liberaron el campo de concentración de Auschwitz. No hace tanto como para haber recuperado la confianza en la raza humana.
Para qué contar lo que fue Auschwitz, si lo conocemos todos. Además, es difícil de describir, porque arduo es intentar transmitir la sensación de falta de aire, de respiración acelerada pero silenciosa que se le pone a uno cuando camina entre los barracones o entra a los crematorios.
Y si esa es la sensación del visitante del siglo XXI, es fácil imaginar lo que sintieron aquellos soldados del Ejército Rojo que se encontraron el panorama. Y eso que solo vieron a unos siete mil prisioneros que los nazis no se pudieron llevar con ellos cuando, diez días antes de aquel 27 de enero, evacuaron el campo de Auschwitz ante el avance soviético. Se llevaron a los sesenta mil que aún podían andar, y dejaron allí a los diez mil que no podían con su alma.
Aunque los nazis aún tuvieron cuerpo de volver y asesinar a dos o tres mil de los que quedaron. Esos muertos eran los que desprendían el olor que dio la bienvenida a los rusos a kilómetros de distancia. El segundo recibimiento lo dieron los aproximadamente siete mil prisioneros que aún tenían fuerza para respirar y a los que los nazis no tuvieron tiempo de matar.
Todos salían por aquella puerta de hierro todavía conservada y en la que aún dice: «El trabajo os hace libres». Ese portón al que se refirió Himmler cuando comentó: «En Auschwitz se entra por la puerta y se sale por la chimenea».
No tardaron mucho los soviéticos en descubrir a qué se debía ese polvillo ceniciento que cubría la nieve que les acompañó en su avance hacia Auschwitz.
Cada 27 de enero se conmemora el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. Seis millones de muertos. O siete… u ocho. Ni se sabe.
Aquel 16 de julio de 1945 estaban reunidos a las afueras de Berlín un inglés, un ruso y un americano, o sea, Churchill, Stalin y Truman. Al día siguiente arrancaría el famoso encuentro de Potsdam, en las afueras de Berlín, en el que los tres líderes vencedores se repartirían la parcelita de la Alemania humillada. El presidente estadounidense Harry S. Truman estaba nervioso, pendiente de recibir un mensaje cifrado. Y el mensaje llegó. Decía: «Bebé nacido satisfactoriamente». A Truman se le dibujó una sonrisa de medio lado y soltó aire. El ensayo de la bomba atómica había sido un éxito. ¡Qué ilu! Ya estaba lista para matar a doscientas veinte mil personas.
Para Truman era fundamental conocer el éxito del ensayo nuclear justo antes de que arrancara la Conferencia de Potsdam, porque apenas llevaba cuatro meses como presidente, estaba muy verde en política internacional y tenía que negociar con dos pesos pesados: el hábil británico Churchill y el maléfico soviético Stalin. Saber que Estados Unidos tenía en el bolsillo el arma más destructiva le daba poder y fuerza moral.
Por eso el ensayo de la primera bomba nuclear tenía que realizarse durante la cumbre de los tres líderes y debía estar preparada para lanzarse en cuanto terminara el encuentro. Y, efectivamente, el 2 de agosto terminó la conferencia de Potsdam y una semana después ya se habían volatilizado o volado por los aires decenas de miles de japoneses.
El ensayo se hizo en Alamogordo, en el desierto de Nuevo México, con cerca de trescientas personas situadas a nueve kilómetros de distancia. Cuando aquello explotó y levantó un descomunal hongo de terrible belleza, con una onda de choque que se dejó sentir a ciento sesenta kilómetros de distancia… todos como locos. ¡Olé, van a caer como moscas!
Ya no habría quien tosiera a Estados Unidos, y ya que no se la podían lanzar a los alemanes porque se habían rendido, se la tirarían a los nipones. La guerra con Japón se iba a acabar de un plumazo.
El bombardero B-29 Enola Gay lanzó el 5 de agosto sobre Hiroshima a Little Boy, una bomba de uranio de quince kilotones que mató a todo bicho viviente. Pero como este gran logro humano y científico supo a poco, se lanzó la segunda sobre Nagasaki. Triunfo total.
Casi siete décadas después, veintiocho países del mundo tienen capacidad tecnológica para destruir el mundo con bombas nucleares. Y nosotros preocupados por la crisis.
Imagine lo siguiente: se le planta en su casa un funcionario del Estado, le dice que usted es un mal español y que se tiene que ir de España; que haga una maleta solo con lo que pueda llevar en ella, que cierre su casa y su negocio y que tiene dos semanas para abandonar el país con lo puesto.
Si usted hubiera sido uno de esos ciudadanos que pasaron por el trance a principios del siglo XVII, el día 3 de octubre de 1609, sería uno de los 15.615 españoles que embarcaron en Valencia sin saber a dónde iban ni lo que les esperaba. Nadie se extrañe de la exactitud de la cifra, porque estuvieron muy bien contados. Por algo fueron los primeros moriscos expulsados y a los que siguieron trescientos mil más.
Encima se les obligó a pagar el trayecto.
A primera hora de la mañana de hace poco más de cuatro siglos Valencia era un hervidero. Barcas y más barcas llevaban a los moriscos desde la orilla hasta las decenas de naves que esperaban su carga humana. Las familias embarcaban con sus bultos y dejaban atrás hijos, padres, hermanos, amigos y amos. Porque se supone que se expulsaba al morisco que, pese a estar bautizado, ni comulgaba con la ley del dios impuesto ni seguía los preceptos católicos. Por eso los parientes que estaban libre de sospecha pudieron quedarse y por eso muchas familias permanecieron separadas y los lazos de amistad y vecindad, rotos.
Aquella masiva expulsión de españoles fue un desastre, porque al final fueron en el mismo saco los supuestos infieles y los convertidos convencidos.
El primer cargamento de expulsados fue desembarcado en Orán, en Argelia, y allí les dijeron que se buscaran la vida. No es difícil imaginar a quince mil y pico criaturas caminando sin saber a dónde, dejados de la mano de Dios… de todos los dioses. Y nadie piense que fueron bien recibidos en tierras árabes, porque allí los consideraban infieles cristianos que encima iban a quedarse en sus tierras sin que nadie les hubiera invitado.
Sufrieron robos de tribus nómadas y solo algunos con mucha suerte quedaron alojados en campamentos de refugiados donde les echaban de comer y les dieron algo de ganado. Luego, cada uno de aquellos primeros quince mil moriscos tiró para donde pudo: Marruecos, Túnez… y fueron haciendo sitio a los trescientos mil que aún estaban por llegar. La España piadosa se cubrió de gloria.
Quién no ha oído hablar del mítico Barón Rojo… aquel piloto alemán que batió marcas de derribos durante la Primera Guerra Mundial con su famoso Fokker triplano pintado de eso… de rojo.
Ha quedado para la historia como el mejor piloto de caza de todos los tiempos, y la última vez que levantó el vuelo fue el 21 de abril de 1918, el día en que perseguía a su objetivo número ochenta y uno. Menos mal que su cuerpo cayó en buenas manos. En las de sus enemigos.
Se llamaba Manfred von Richthofen y solo le faltaban doce días para cumplir veintiséis años cuando le abatió el fuego enemigo. La culpa fue suya, porque infringió una de las fundamentales reglas que él mismo se había impuesto: nunca perseguir a un objetivo que se te ha escapado.
Pero se obstinó en dar caza a un biplano inglés al que no pudo abatir a la primera, entró en territorio hostil, se quedó solo y lo derribaron desde tierra. Ahí se paró en seco su récord de ochenta derribos. Los alemanes se quedaron aquel 21 de abril esperando que el Barón Rojo regresara a la base, pero Richthofen no volvió. Se enteraron al día siguiente, cuando un avión inglés voló y lanzó mensajes escritos sobre las bases alemanas comunicando la muerte de su mejor piloto.
El mayor inglés David Blake le organizó al Barón Rojo un funeral con toda la parafernalia digna de un gran militar. Seis pilotos de las fuerzas aéreas con rango de capitán, el mismo que tenía el Barón Rojo en el momento de su muerte, portaron el féretro cubierto de flores hasta el cementerio del pueblo francés de Bertangles. Y hubo otro bonito detalle: se tomó una hélice de su Fokker, se cortó, se pulió y se colocó en su tumba a modo de cruz.
Pero el remate fue el epitafio que le dedicaron sus enemigos: «Aquí yace un valiente, un noble adversario y un verdadero hombre de honor. Descanse en paz». Un poquito de cortesía en guerra nunca viene mal. Y conste que este solo fue su primer entierro, porque luego vinieron cuatro más.
A veces es mejor no ser un héroe y que te dejen tranquilo a la primera.
Conseguir una hazaña de esas que se llaman épicas y que no se entere nadie debe de ser muy frustrante, pero, claro, cómo evitarlo si te pilla la proeza en pleno Polo Sur.
El 14 de diciembre de 1912 Roald Amundsen plantó la bandera noruega en los míticos noventa grados de latitud sur, en el centro geográfico mismo de la Antártida, en el lugar donde se juntan todos los meridianos. Fue el primer humano que pisó aquel erial blanco… y no se lo pudo contar a nadie hasta tres meses después. Porque, tras plantar la bandera, Amundsen tuvo que regresar al campamento base, subirse a su barco, llegar a Australia y poner un telegrama para que el mundo se enterara de que el punto más austral del planeta, allá donde no se aventuran ni los pingüinos, ya se había conquistado.
Paradójicamente, el único que se enteró antes que nadie de que los noruegos habían llegado al Polo Sur fue el inglés Robert Falcon Scott. Él también alcanzó los noventa grados de latitud sur, pero treinta y cinco días después. A Scott y a sus cuatro hombres se les congelaron las lágrimas cuando vieron la bandera noruega. Y encima tuvieron que soportar cierta guasa, porque Amundsen había levantado una tienda en la que dejó algunos alimentos para los ingleses y una nota que decía: «Mi querido capitán Scott, probablemente será usted el primero que alcance el Polo después de nosotros. Le ruego acepte mis sinceros deseos de un feliz retorno». Encima recochineo.
Pero los cinco ingleses murieron en su deprimente camino de retorno y, como los perdedores siempre despiertan más simpatías, han pasado a la historia como los auténticos héroes de la Antártida.
Al margen de enternecedoras heroicidades, los hechos están ahí: Scott fue mal equipado, se organizó peor, no conocía el terreno y calculó mal la carga. Amundsen conocía el medio polar como nadie, organizó meticulosamente la aventura y no dejó nada a la improvisación. Y llevó perros, mientras que Scott prefirió caballos groenlandeses que se le congelaron por el camino.
Amundsen ganó la carrera del Polo porque lo hizo mejor, aunque los segundones caigan más simpáticos.