La muerte del compositor catalán Enrique Granados fue inoportuna, fue a destiempo y no tocaba. Pero está visto que cuando las circunstancias se conjuran en contra, no hay quien se escape.
El 24 de marzo de 1916, en plena Primera Guerra Mundial, un submarino alemán torpedeó el barco en el que viajaban el maestro y su esposa de regreso a España. Si los planes previstos se hubieran cumplido, si el presidente de Estados Unidos no hubiera invitado a Granados a la Casa Blanca, si el matrimonio hubiera estado en su camarote… en lugar de doce danzas españolas para piano, tendríamos otras doce más.
Enrique Granados regresaba de Nueva York, del estreno de su ópera Goyescas en el Metropolitan Opera House. No era allí donde se debería haber estrenado, sino en París, pero estalló la Primera Guerra Mundial y Francia no estaba para cuestiones lúdicas. Se cambiaron los planes y se estrenó Goyescas en Estados Unidos.
La ópera no tuvo gran éxito, pero, dada la fama del compositor, el presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson lo invitó a la Casa Blanca. Mala idea, porque, obligado a aceptar la invitación, tuvo que cambiar los pasajes de regreso.
El plan inicial era tomar un barco directamente a España, pero como las prisas son malas consejeras, al cambiar la fecha de vuelta, lo más rápido era ir a Inglaterra, de allí a Francia y luego a España. Ya le advirtieron a Granados que no era buena idea, porque ingleses y franceses estaban implicados en la guerra y eran objetivo alemán.
Desde Nueva York a Inglaterra la travesía se desarrolló sin problemas, pero cuando tomaron el barco hacia Francia ocurrió lo peor. Un submarino alemán lo torpedeó y lo partió por la mitad, aunque solo se hundió la proa.
La popa quedó a flote, y precisamente en la popa estaba el camarote del matrimonio Granados. Todo su equipaje, todas sus pertenencias, y hasta los cuatro mil y pico dólares que le habían pagado en Nueva York estaban intactos.
Enrique Granados y su mujer quedaron para siempre en el Canal de la Mancha junto con setenta y ocho pasajeros más. Y todo por culpa de la inoportuna invitación del presidente Wilson. Pero, sobre todo, por culpa de los alemanes.
Nunca pudo aclararse qué diablos pasó durante aquel aterrizaje del mastodóntico zeppelín Hindenburg para que acabara ardiendo por los cuatro costados y se llevara por delante la vida de treinta y seis personas. Ocurrió el 6 de mayo de 1937, cuando el dirigible intentaba tomar tierra en Nueva Jersey (Estados Unidos).
El zeppelín se convirtió en una bola de fuego en apenas un minuto y jamás se ha sabido si fue un sabotaje, una chispa fatal o un rayo inoportuno. Fuera lo que fuese, aquel 6 de mayo terminó la era de los dirigibles para pasajeros. Lo mismito le pasó al supersónico Concorde sesenta y seis años después.
El dirigible Hindenburg, de fabricación alemana y llamado así en honor del presidente Paul von Hindenburg, era el transporte más pijo que surcaba el aire. El Orient Express de los cielos transatlánticos. Porque llegar a América desde Europa se hacía muy pesado en barco, y los zeppelines acortaban el tiempo a la mitad. Eran cómodos y veloces… y carísimos, porque costaba el billete casi cinco mil euros.
El Hindenburg volaba gracias a unos inmensos sacos de gas hidrógeno que llevaba en sus tripas y se desplazaba a ciento treinta y cinco kilómetros por hora empujado por cuatro motores. Ahora bien, era un cacharro demasiado corpulento, tan grande como dos estadios de fútbol puestos en fila.
El Hindenburg hizo diez viajes trasatlánticos sin incidentes, pero estaba claro que cuando ocurriera algo iba a ser muy gordo. Y la clave estaba en el gas. En un principio, los dirigibles alemanes usaban helio, un gas muy seguro porque no era inflamable, pero en aquel 1937 Estados Unidos había impuesto un bloqueo militar a Alemania y los fabricantes tuvieron que sustituir el helio por el hidrógeno, un gas que prende en cuanto huele el oxígeno.
Y este mortal cóctel, ayudado por un rayo, quizás pudo haber provocado el incendio. O eso, o una chispa que prendió la cubierta del zeppelín y que alcanzó al gas. O puede que fuera un atentado, porque la Segunda Guerra Mundial estaba al caer. O a lo peor fue mal fario, porque Hindenburg fue quien puso a Hitler en el poder y los cielos se tomaron venganza.
Cuando un país le declara la guerra a otro es porque ha habido una gota, un hecho aislado, que ha colmado el vaso de la paciencia. Y el vaso de Estados Unidos se colmó el 7 de mayo de 1915, el día en que un submarino alemán hundió el trasatlántico inglés Lusitania. ¿Por qué enfadó a Estados Unidos que los alemanes hundieran un crucero inglés? Al fin y al cabo, alemanes e ingleses estaban en guerra y era lógico que se atacaran. Pues porque ciento veinte de los mil doscientos pasajeros que murieron en el naufragio eran ciudadanos estadounidenses. Así fue como la guerra europea pasó a ser la Primera Guerra Mundial.
El hundimiento del Lusitania fue un ataque, a primera vista, innecesario; una agresión dirigida a víctimas civiles. Pero los alemanes no lo veían así, porque aseguraron que las bodegas del transatlántico transportaban munición para el enemigo camuflada entre el avituallamiento y el equipaje. Inglaterra lo negó por activa y por pasiva, y Estados Unidos consideró el ataque y la muerte de sus ciento veinte inocentes ciudadanos como una invitación formal para entrar en la guerra. Ahora sí, el conflicto saltaba el Atlántico.
El Lusitania había partido del muelle 54 del puerto de Nueva York el primero de mayo. Embarcaron casi dos mil personas, entre ellas ciento veintinueve niños y treinta y nueve bebés. Alemania se empeñó en que aquel barco transportaba contrabando de guerra, y de hecho advirtió a los pasajeros en los días anteriores de los riesgos de viajar por aguas hostiles. Todos, sin embargo, se sintieron a salvo por ser civiles en un barco civil.
El 7 de mayo, a las dos de la tarde y doce minutos, un submarino alemán U-20 disparó un único torpedo al costado del Lusitania cuando el barco estaba a solo diez kilómetros de la costa irlandesa. En apenas dieciocho minutos se fue a pique. Qué raro… demasiado rápido. Pero ahora se sabe por qué.
En el año 2009, noventa y cuatro años después del hundimiento, un equipo de submarinistas llegó hasta el barco y descubrió que sus bodegas transportaban millones de balas y armamento de lo más variado, cuyo peso aceleró el naufragio.
Los alemanes tenían razón.
A primeras horas de la mañana del 21 de mayo de 1927 nadie daba un duro por la vida de Charles Lindbergh, aquel aviador loco empeñado en ser el primer humano en cruzar el Atlántico en solitario y sin escalas. Había partido de Nueva York el día antes y pretendía aterrizar en París. Nadie confiaba en que lo consiguiera, pero lo logró.
Treinta y tres horas y media después de su despegue y comiéndose uno a uno los casi seis mil kilómetros que separan las dos ciudades, Lindbergh tomó tierra en París entre el griterío de ciento cincuenta mil personas. El mundo estaba cada vez más cerca y las compañías aéreas vieron el cielo abierto.
Lindbergh había despegado de Nueva York a las ocho de la mañana del día anterior en un aeroplano fabricado a su medida y al que se le bautizó como Spirit of Saint Louis (Espíritu de San Luis), un aparato que ahora nos parece de juguete: armadura de madera, revestido con tela y en el que ningún humano en su sano juicio atravesaría ni el pantano de Entrepeñas.
Tenía un solo motor, porque Lindbergh pensó que si llevaba dos, además de aumentar el peso, se la pegaría igualmente. Sus cálculos funcionaron y el único motor se portó como un jabato. Lo llevó hasta un aeródromo al noreste de París, no sin antes darse un garbeo por encima de la torre Eiffel para regodearse en la gesta. Aquella tarde del 21 de mayo, miles de parisinos se echaron a la calle para mirar al cielo.
Fueron los mismos que luego corrieron al aeródromo para recibir al primer gran héroe del siglo XX. Pero sería injusto recordar a Lindbergh solo por aquella hazaña que al final le trajo más disgustos que satisfacciones. Entre ellos, el secuestro y asesinato de su hijo de dos años. Lindbergh mantuvo su espíritu inquieto y lo empleó en mejores fines que conseguir récords.
Lo que de verdad hizo grande a Lindbergh fue su contribución a la medicina con el desarrollo de un mecanismo crucial en el trasplante de órganos, su implicación en el rescate de especies en peligro de extinción y su defensa tenaz del medio ambiente. Lindbergh, como aventurero, voló lejos, pero sobre todo, como hombre, voló alto, muy alto.
Cuatro Vientos, además de un aeropuerto con un uso medio civil, medio militar, plantado en el oeste de Madrid, en su día fue el avión que el 10 de junio de 1933 despegó de Sevilla al mando del capitán Barberán y el teniente Collar para lograr una de esas hazañas que tanto gustaban a la aviación: atravesar el Atlántico por su ruta más difícil, por el centro, y en tiempo récord.
Se trataba de aterrizar en Cuba y continuar luego a México. Y lo hicieron. Llegaron a Cuba en poco más de treinta y nueve horas tras dejar a su espalda 7.320 kilómetros. Pero a México no llegaron. Bueno, mentira. Llegar, llegaron pero no volvieron.
La tragedia del Cuatro Vientos todavía está rodeada de interrogantes, porque no se ha podido recuperar ni un solo resto. El avión era un biplano, monomotor y biplaza; o sea, dos alas superpuestas, un motor y dos asientos. El capitán Barberán y el teniente Collar se dieron un baño de multitudes cuando aterrizaron en Cuba y ni un solo periódico dejó de recoger la proeza del Cuatro Vientos. Lo difícil ya estaba hecho y el récord ya estaba batido. Solo quedaba darse un paseo hasta México.
Pero aquel tramo, evidentemente el más fácil, también fue el peor. La intención era entrar en el continente americano y seguir en vuelo bajo el trazado del ferrocarril hasta llegar a Ciudad de México, pero nadie les advirtió que había dos vías de tren con recorridos distintos. Tomaron la equivocada y se adentraron en un valle de nieblas.
Se sabe que hicieron un aterrizaje de emergencia y que salieron vivos, pero poco más. Salvo que los indios les robaron, los mataron y los arrojaron junto con el avión por un acantilado. En posesión de las gentes del lugar aparecieron cazadoras, anillos, una pistola, relojes… pertenencias todas del capitán Barberán y el teniente Collar. Pero los dos oficiales se volatilizaron y las distintas búsquedas, la última en 2003, no dieron resultado.
Como dijo un ministro de la guerra de entonces: «Las cosas que se pierden, si no se encuentran, se vuelven importantes». Eso sucedió con el vuelo del Cuatro Vientos, que se convirtió en mito por su proeza y por el misterio de su desaparición.
Han pasado dos siglos y pico desde que el 28 de abril de 1789 Fletcher Christian, aquel primer oficial de la Bounty clavadito a Marlon Brando, organizó el famoso motín a bordo que acabó con el capitán y dieciocho marineros abandonados en una barquichuela y en mitad de la Polinesia. Fue el famoso motín de la Bounty, pero, de entrada, conviene quitarse de la cabeza la película Rebelión a bordo, porque ni el capitán era tan malo ni el chulito de Fletcher Christian, tan bueno. Y además a las nativas no se las ligaron por las buenas.
El motín de la Bounty tiene un fondo tan aventurero y tan romántico que a algunos cronistas y guionistas se les fue la mano con la historia. La Bounty era una nave de la armada de su graciosa majestad que llegó a la Polinesia con una misión botánica: conseguir ejemplares del árbol del pan para adaptarlos en el Caribe y, con su fruto, dar de comer a los esclavos que tenían los ingleses en América. Cinco meses estuvieron en Tahití criando árboles, hasta que llegó el momento de partir hacia el Caribe. Pero resultó que a parte de la marinería le apeteció más seguir corriendo en taparrabos tras las nativas que volver al trabajo. Y entre los que quisieron empadronarse en Tahití estaba Marlon Brando.
Cuando ya estaban en camino, hubo varios intentos de deserción que el capitán de la Bounty castigó con unos cuantos latigazos, pese a que las leyes del mar ordenaban la ejecución. La rebelión no se montó porque el capitán fuera un déspota, sino porque los marineros querían volver con sus novias. Llegó el momento en que los amotinados eran más que los leales, y aquel 28 de abril los revoltosos se hicieron con el mando, desembarcaron al capitán y a un grupo de marineros, dieron media vuelta y se instalaron unos en Tahití (que posteriormente acabaron detenidos porque fueron fácil de localizar) y otros en Pitcairn, una isla que no estaba en los mapas.
Los que se ubicaron en Pitcairn se dieron a la buena vida y a procrear, no siempre con el beneplácito de las nativas, todo hay que decirlo. La Bounty fue hundida para que no diera pistas del paradero de los amotinados, y de Marlon Brando y del resto, nunca más se supo.
Pero en la pequeña isla de Pitcairn viven decenas de descendientes apellidados Christian, Russell o McCoy que hablan un curioso idioma, mezcla del inglés y el lenguaje nativo. Es como el spanglish, pero en polinesio.
La primera vez, pero la primera de verdad, la fetén, que un humano se subió a un artilugio con motor, despegó del suelo, voló y aterrizó, quedó señalada en el calendario el 17 de diciembre de 1903. Fue el famoso vuelo de los hermanos Wright, que, aunque así se conoce el acontecimiento, en realidad nunca volaron los dos juntos.
Primero se subía uno, y cuando bajaba, se subía el otro. Pero el invento fue de los dos, porque se aburrían en su fábrica de bicicletas y se pusieron a hacer aviones. A las diez y media de la mañana de aquel día, Orville Wrigth voló durante doce segundos a un metro de altura. Pa’haberse matao.
Parece que un vuelo tan corto y tan pegado al suelo no tiene mérito. Pues ya, pero es que no lo había hecho nadie. Vale, sí, muchos otros llevaban siglos intentando volar, pero se hacían unas alitas, se tiraban y lograban, más que volar, planear. Los hermanos Wrigth ingeniaron no solo una estructura con dos alas superpuestas, sino que volvieron locos a los fabricantes para que les hicieran un motor de gasolina que tenía que tener suficiente potencia y muy poco peso.
El invento que se montaron los dos hermanos era para verlo; rudimentario a más no poder, pero por algo había que empezar. El Airbus 380 ha sido posible gracias a aquel aeroplano tan cutre.