Se armó la de San Quintín (45 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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La única licencia que consiguió Fleming, Ian Fleming, fue para morir.

Ricardo Zamora, ese pedazo de portero…

«Uno cero y Zamora de portero». Hasta los que no entendemos ni papa de fútbol sabemos quién fue Ricardo Zamora, y quien no lo conozca, aquí le será presentado. El 21 de enero del año 1901 vino al mundo en Barcelona un mocoso que iba para médico pero prefirió operar en una portería. Ricardo Zamora, el Divino, el mejor guardameta de la historia, hubiera cumplido ya más de un siglo largo, y, por ponerle algún pero, nunca metió un gol.

Zamora era muy chulo jugando, siempre con su gorra de visera puesta, que no perdía ni en el peor de los revolcones. Y también muy supersticioso, porque en aquellos años en que los porteros no gastaban camisetas de poliéster súper-ligeras y mega-transpirables, solo un vulgar jersey, Zamora se negaba a lavar el suyo de cuello alto cada vez que le daba suerte en un encuentro. Llegó a tirarse más de veinte partidos con el jersey hecho una porquería porque no le colaban un gol.

Jugó con los grandes de su tierra, el Espanyol y el Barça, pero acabó birlándolo el Madrid porque pagó más. Y es que Zamora batió récords con sus fichajes. Era una locura lo que ganaba este hombre: cinco mil pesetas al mes. Es que esto entonces era una millonada.

Fue 46 veces internacional y con solo 42 goles encajados. No hace falta ser una lumbrera para entender que esto es muy poco gol para tanto partido. Un estadista echaría cuentas y diría que a Zamora le metieron 0,9 goles por partido internacional.

Precisamente en su debut extranjero, en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920, fue cuando surgió aquello de «uno cero y Zamora de portero», porque España le clavó uno a Dinamarca y la portería de Zamora se mantuvo virgen. Su actuación en aquellos juegos fue tan genial que supuso su consagración y la medalla de plata para España.

Sin olvidar que inventó una parada que ha pasado a la terminología futbolera como «la zamorana», porque el tío despejaba con el codo; así… como a la remanguillé, pero había que saber hacerlo.

Zamora hubiera sido hoy balón de oro, seguro, pero individualmente lo máximo que consiguió fue la medalla de oro al mérito deportivo, pero a título póstumo. Y ya muerto, pa’qué…

Las inconmensurables neuronas de Ramón y Cajal

Santiago Ramón y Cajal, que solo era un señor aunque parezcan tres, dormitaba como un tronco el día 6 de octubre de 1906 cuando llamaron a su puerta para entregarle un telegrama. Se le hacía saber que la Fundación Alfred Nobel le había concedido el Premio de Fisiología y Medicina.

Leyó el mensaje, pensó que aquello era otra gamberrada de sus estudiantes y se volvió a la cama. Al día siguiente, cuando lo leyó en los periódicos, dijo: «¡Anda! Si era verdad».

Ramón y Cajal tuvo que compartir el Nobel de Medicina con un colega italiano que se llamaba Camillo Golgi, porque los dos fueron unos cerebritos en los estudios del sistema nervioso. Lo malo es que no coincidían en sus conclusiones; es decir, que ni al español ni al italiano les debió de hacer mucha gracia tener que compartir el Nobel.

Su enfrentamiento lo llevaron hasta el mismo momento de recibir el premio, porque en los discursos que pronunciaron en Estocolmo uno dijo que no estaba de acuerdo con lo que decía el otro, y el otro soltó que no comulgaba con lo que decía el uno. Para entendernos y rebajado a lenguaje callejero: Ramón y Cajal defendía que nuestro cerebro está repleto de neuronas y que cada una va a su bola; están conectadas, pero no unidas. El italiano decía que no, que las neuronas van en pandilla y están todas acopladas en una especie de red.

Los asistentes a la entrega de los Nobel, o no entendieron ni papa sobre la red nerviosa difusa en contraposición a la neurona como unidad fisiológica independiente, o bien debieron de pensar: «¿A qué viene darles el mismo premio a estos dos si cada uno dice una cosa?».

De todas las células que tenemos, las neuronas son las más listas. Ellas mandan, porque son muchas, cien mil millones, y mandan a través de impulsos eléctricos. Son como la Unión Fenosa del cuerpo humano. Si serían especialmente listas las neuronas de Ramón y Cajal, que cuando recibió del presidente del gobierno español Segismundo Moret la oferta para ser ministro de Instrucción Pública, contestó: «Mire usted, tengo mucho trabajo en el laboratorio, apenas veo a mi mujer y hace años que no piso un café. Como usted comprenderá, no me queda tiempo para tonterías».

Un brindis por Arthur Guinness

La Guinness, la cerveza Guinness, antes de ser cerveza fue un señor que se llamaba igual. Un señor que comenzó su aventura cervecera hace más de doscientos cincuenta años.

El 31 de diciembre de 1759 Arthur Guinnes firmó el contrato de arrendamiento de una vieja y destartalada cervecería en Dublín (Irlanda) por cuarenta y cinco libras al año. Aquel contrato le daba derecho a usar el agua de unas montañas cercanas durante los siguientes nueve mil años. No es una errata: nueve mil años.

Arthur Guinness, además de tener ojo para los negocios desde pequeñito, ese ojo lo ponía a largo plazo. Montó su primera fábrica de cerveza en Leixlip con una herencia de cien libras que le dejó un tío suyo que además era arzobispo. Aquella primera empresa se le quedó pequeña, así que se la regaló a su hermano y se fue a Dublín a montar otra.

En la capital irlandesa había infinidad de pequeñas fábricas cerveceras, y una de ellas estaba en venta. Era una ruina. Desvencijada, fea, pequeña… pero tenía una condición inmejorable en el arrendamiento: acceso gratuito al agua. Cuando el Ayuntamiento de Dublín se percató, quince años después, de que Guinness no tenía límite en el uso del agua y encima sin pagar por el suministro, intentó amedrentarlo y cobrar.

Pero Arthur Guinness, que ya había puesto en producción su fábrica con gran éxito de crítica y público, y que, sobre todo, había hecho triunfar su cerveza negra, agarró un pico y se fue a por el alguacil y sus hombres. Les dijo, más o menos, que si intentaban cobrarle el agua, les partía la cabeza. Como después se demostró legalmente que tenía razón, la gratuidad del agua continuó vigente.

Ocho millones de litros de agua al día fluyen hoy por la factoría Guinness de Dublín.

Dicen que la cerveza es buenísima para todo. Y dicen que no engorda. No sé yo, porque Arthur Guinness tuvo veintiún hijos con una única esposa. Lo que pasa es que bebía él y engordaba ella.

Gorduras al margen, un brindis en honor a Arthur por las buenas pintas que nos legó.

La ojeriza de Unamuno a Alfonso XIII

Miguel de Unamuno, aquel que no callaba ni debajo del agua, fue condenado en una ocasión a dieciséis años de prisión por injurias a Alfonso XIII. De haber existido entonces el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, hubiera dado un buen tirón de orejas a España, porque si este órgano judicial consideró excesivo en 2011 el año de prisión que se impuso a Arnaldo Otegi por ese mismo delito, ni qué decir tiene lo que hubieran opinado sobre una condena de dieciséis.

Pero el caso es que, pese a las malas relaciones de Unamuno y el rey, el 6 de abril de 1922 escritor y monarca se vieron las caras en palacio. Una cita que hizo correr ríos de tinta y que en absoluto mejoró las relaciones. Unamuno siguió sin tragar a Alfonso XIII.

El rey no era santo de la devoción del escritor. Salvo de su camarilla, no era santo de la devoción de nadie. Le parecía mal monarca y peor político, y el tiempo le dio la razón.

Por recoger una de las perlas unamunianas, aquí va esta: «¿Cómo deben ser los reyes? De no ser inteligentes, que sean mentecatos. Lo peor que puede ocurrir a un pueblo es tener un rey “bastante listo”». Está claro que no se cortaba ni un pelo.

Unamuno escribió varios artículos en el diario El Mercantil Valenciano y le cayó la condena por injurias, aunque nunca la cumplió porque el indulto estaba dado de antemano. El propio Unamuno escribió que había el propósito de indultarle para que el rey pareciera magnánimo. Y cuanto más exagerada fuera la condena, dieciséis años de cárcel, más noble parecería el rey. No por ello calló la boca Unamuno, pero como era un intelectual de primer orden, era necesario acercarle a Alfonso XIII para suavizar el terreno de cara a otros intelectuales.

La audiencia en palacio duró hora y media, fue correcta y sirvió, efectivamente, para acercar la monarquía a la aristocracia intelectual, pero el escritor se saltó el protocolo a la torera. Le dijeron que fuera con chaqué, chistera y guantes blancos; que no hablara mientras no le hablara el rey, que no le diera la espalda… pero él fue con un traje azul, chaleco normalito y su sombrero cochambroso. Habló cuando tuvo que hablar, y cuando Alfonso XIII le quiso contar sus iniciativas, Unamuno le dijo que mejor no tuviera ninguna.

El rey ya debería saber con quién iba a encontrarse, porque se habían visto en otra ocasión muchos años antes, cuando Unamuno acudió a darle las gracias por haberle otorgado la Gran Cruz de Alfonso XII. El escritor le dijo al rey en aquella ocasión:

—Gracias por esta condecoración que sin duda merezco.

—Los otros condecorados siempre dicen que no la merecen —replicó el rey.

—Y tienen razón —remató Unamuno.

El día en que Oscar Wilde comenzó a morir

Oscar Wilde falleció en 1900, pero comenzó a morir cinco años antes, el día 25 de mayo de 1895, cuando un tribunal inglés le condenó a dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading por, y así lo señaló la sentencia, «cometer actos de grosera indecencia con otros varones».

A Oscar Wilde le sentaron en el banquillo por su bisexualidad, pero sobre todo le juzgaron y le encerraron por su ingenio, su agudeza, su estética y su lengua viperina. La hipócrita sociedad victoriana se salió con la suya. Acabaron con él.

Aquel año de 1895 empezó bien para Oscar Wilde. Estrenó con enorme éxito las obras Un marido ideal y La importancia de llamarse Ernesto. Pero dice el refrán que quien con niños se acuesta, mojado se levanta, y su gran error fue enredarse con un niñato aristócrata, consentido y aspirante a mal poeta. Se llamaba Alfred Douglas, Bosie.

Cuando el padre, el marqués de Queensberry, se enteró de que su hijo andaba en tratos sexuales con Oscar Wilde, no se le ocurrió otra que ir al club que frecuentaba el escritor y dejar una nota que decía: «A Oscar Wilde, ostentoso somdomita (somdomite)». Porque sería marqués, pero no sabía escribir sodomita. Cuando el escritor vio la nota, su intención podría no haber pasado de soltar una frase ingeniosa que humillara al marqués por su mala ortografía. Tenía correa para eso y para mucho más. Pero le picaron.

Bosie, que odiaba a su padre, azuzó a Wilde para que respondiera a la afrenta y denunciara las calumnias. Ahí llegó el segundo error de Oscar, porque el marqués se revolvió y acabó denunciándole. El tercero fue cuando, durante el juicio, no supo encontrar el momento para cerrar el grifo de su ironía. Cayó en la trampa de su propio aforismo: «Quien dice la verdad, tarde o temprano será descubierto».

Le cayeron dos años de condena y ya no levantó cabeza. La cárcel y la humillación fueron su ruina física, económica y moral, mientras su petulante amante hizo mutis por el foro. Tan homosexual como Oscar, pero con el título de Lord por delante por ser hijo de un marqués de impecable educación victoriana.

La ley que llevó a Oscar Wilde a la cárcel por homosexual no fue derogada hasta 1967. Quizás porque no tenían cárceles para tanta gente.

Duque de Enghien, inocente pero ejecutado

Napoleón tuvo muchos enemigos, ya se sabe. Todo el mundo más allá de las fronteras de Francia era su enemigo. Pero también los tenía dentro, en su país, porque también los franceses estaban hasta el gorro de Napoleón.

Cada dos por tres se desmantelaba algún complot para intentar asesinar al Bonaparte, y cuando no se encontraba al culpable, había que inventárselo. Eso sucedió el 16 de marzo de 1804, que un escuadrón de gendarmes arrestó a Enrique de Borbón-Condé, duque de Enghien, acusado de conspiración para asesinar a Napoleón. Cuando se lo llevaron detenido, el pobre no sabía por dónde le venían los tiros. Cinco días después ya lo supo: del pelotón de fusilamiento que tenía enfrente.

¿Qué tiene de especial la detención y la ejecución de este duque, si Napoleón se cargó a tropecientos? Pues que el duque de Enghien fue el único al que Napoleón reconoció haber acusado y asesinado sin ser culpable.

Un año antes se había detectado una conjura (entiéndase una más) para apear a Bonaparte del poder. Se agarró a los culpables y se les decapitó, pero uno de los conspiradores dijo que ese complot había tenido el apoyo de un príncipe borbónico. No dijo quién.

Napoleón se empeñó en encontrar ese cabo suelto, y el principal y más seguro sospechoso era el conde de Artois, un tipo muy difícil de localizar y de pillar, así que decidió buscar a un culpable más accesible. Eso es como perder la cartera de noche en una acera, pero buscarla en la de enfrente porque hay farola.

El duque de Enghien había sido en su momento un contrarrevolucionario, cierto, pero hacía años que se había ido a Alemania, se había casado y estaba a sus cosas, viviendo tranquilamente. Cuando lo detuvieron acusado de conspiración, el hombre no entendía nada, y de hecho en la pantomima de juicio que se le hizo no se encontró ni una prueba.

Como los cargos de conspiración no colaron, Napoleón cambió la acusación por la de alta traición por haber luchado al lado de los ejércitos extranjeros contra Francia. El caso era acusarle de algo. Cinco días después de la detención, lo fusilaron.

Solo hay una cosa peor a que te maten. No saber por qué te matan.

El happy birthday de Marilyn

Todos guardamos en el recuerdo la imagen. Marilyn Monroe, embutida en un vestido color carne salpicado de pedrería, corriendo por el escenario a saltitos cortos y rápidos porque iba tan ceñida que no podía dar un paso como los humanos… con su pelo rubio platino más cardado que nunca.

De esta guisa, el día 19 de mayo de 1962, tras un atril del Madison Square Garden de Nueva York, frente a miles de invitados y poniéndole ojitos al presidente Kennedy, Marilyn le cantó entre jadeos aquel famoso happy birthday, mister president, happy birthday to youuuuuu…

El 19 de mayo no era el cumpleaños de John F. Kennedy. Aún faltaban diez días para que cumpliera cuarenta y cinco, pero la fiesta se organizó con antelación y Marilyn era la estrella invitada. Le costó muy caro asistir a la gala, porque estaba en pleno rodaje en Los Ángeles y la productora la amenazó con despedirla si dejaba empantanado el trabajo. Y lo dejó. Y la despidieron.

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