Read Se armó la de San Quintín Online

Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (48 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
7.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Desde que empezó a trabajar como aprendiz de camarero en París no dejó de tomar nota. Como era un chico listo, acabó montando su primera gran obra, el Ritz de París, con unas características que no tenía ningún otro hotel del mundo: atención personalizada, cocina exquisita, servicio de habitaciones, cuarto de baño privado, decoración fina filipina… Cuando el cliente entraba al Ritz de París tenía que encontrarse mejor que en su propio hogar.

Esa frase que dice que Ritz era «el rey de los hoteleros y el hotelero de los reyes» lo clavó. Y bien lo sabía quien la pronunció, el rey de Inglaterra Eduardo VII, amigo del empresario y el culpable de que el hotel Ritz tuviera las bañeras más grandes que nunca había tenido hotel alguno. Es que el rey un día se quedó atascado con una de sus amantes en la bañera y Cesar Ritz ordenó cambiarlas todas para que nunca más ninguno de sus clientes pasara por igual trance.

Los más grandes, los más ricos y los más célebres han pasado por el Ritz de París, y allí disfrutaron de su última cena Lady Di y Dodi Al Fayed, pero en España tenemos uno más cerca, en Madrid. Dicen que al menos una vez en la vida hay que ir al Ritz. Cierto. Solo hay que ahorrar unos cuatrocientos euros para poder pisar la habitación más sencillita y no caer en la tentación de abrir el mini bar.

Si alguien quiere agua, la que sale del grifo dorado del cuarto de baño de mármol está buena.

El duelo de Blasco Ibáñez

A Vicente Blasco Ibáñez lo guardamos todos en la memoria como un estupendísimo escritor. Cañas y barro, La barraca y tropecientas más. Pero también fue político, uno de esos que lleva la República, no en el corazón, sino en el tuétano, y además, muy broncas.

Don Vicente se pasó toda su carrera política haciendo amigos, y sus peloteras acabaron varias veces en el campo del honor. El 29 de febrero de 1904 se batió, otra vez, en duelo. Su último duelo.

La cosa se lio por una minucia. Vicente Blasco Ibáñez tuvo una intervención en el Congreso de los Diputados en la que acusó a un policía de haberle zarandeado a las puertas de la Cámara. Lo llamó «tenientillo desvergonzado», lo cual ofendió sobremanera a un par de coroneles, que, en cuanto confirmaron que sus insultos habían quedado recogidos en el Diario de Sesiones, retaron en duelo a don Vicente.

Se seleccionó a un oficial por sorteo, porque media policía quería matar a Blasco Ibáñez, y el agraciado fue el teniente Alestuey. El escritor jamás esquivaba un duelo, cosa que no se entiende porque no sabía disparar y se hacía un lío con el sable. De hecho, nunca apuntaba a su contrincante. Siempre disparaba al aire, porque era muy chulo y porque quería demostrar que no tenía miedo.

Se citaron los contendientes en un paraje muy cercano a la estación de Atocha, y las condiciones fueron duelo a pistola, dos balas en la recámara, veinticinco pasos de distancia y con un tiempo de treinta segundos para apuntar. La cita se fijó a las cinco de la tarde, para que la puesta de sol impidiera ver bien a los contendientes, a ver si así se salvaban los dos.

Se plantaron uno enfrente del otro. Dispara Blasco, según su costumbre, al aire. Dispara el teniente y la bala muerde el polvo. Dispara otra vez Blasco. Y otra vez al aire. Nuevo tiro del teniente y el escritor que se cae de culo. La bala impactó en la hebilla de acero de la correa y solo provocó una contusión. Duelo en tablas.

Pero lo que más enfadó a Blasco Ibáñez es que unos albañiles que por allí trabajaban y que se entretuvieron con el espectáculo acabaron abucheándole, decepcionados porque no había corrido la sangre. El escritor no se calló: «¿Y por esos que me silban me juego yo el pellejo? A la porra…». Fue dejando la política y se dedicó a escribir Sangre y arena y Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Desventurados
Atentado torpe a Alfonso XII

Alfonso XII tuvo la corona gafada. Cuando no se le moría la esposa, se le cruzaba un anarquista catalán que intentaba matarle, y cuando no le nacían niños de sus líos extramatrimoniales, se le volvía a cruzar un panadero gallego que intentaba quitarle de en medio. Esto último se dio el día 30 de diciembre de 1879, cuando un pastelero nacido en la provincia de Lugo le dedicó dos tiros y no dio ni uno. Se llamaba Francisco Otero, tenía diecinueve años y muy pocas luces. El rey intentó salvarle del garrote, pero no hubo suerte.

Volvía Alfonso XII con su recién estrenada segunda esposa María Cristina de dar un paseíto por el Retiro, cuando al entrar en Palacio por la puerta del Príncipe se oyeron dos tiros. Una de las balas quemó el pelo del cochero, que iba sentado detrás con un lacayo porque al rey le gustaba conducir.

Fue un chaval imberbe, «de baja estatura y aspecto poco simpático», según dijo la prensa de la época, el que salió de detrás de una de las garitas y realizó los disparos. Dijo el infeliz que no pretendía matar al rey; que solo quería que los guardias lo mataran a él porque ya no aguantaba más su desgracia y no tenía valor para suicidarse. Nunca se demostró una afiliación política, y, en cambio, sí quedó muy clara su corta inteligencia.

Era la segunda vez en poco más de un año que alguien intentaba cargarse a Alfonso XII, y aunque en la primera ocasión el rey logró evitar la ejecución del anarquista catalán Juan Oliva, en la segunda no lo consiguió. Antonio Cánovas del Castillo, presidente del gobierno, se negó a perdonar la nueva intentona, porque con el trabajo que le había costado la restauración monárquica en España y la tinta que sudó para preparar a Alfonso XII, no estaba dispuesto a perdonar a otro terrorista, porque a este paso se lo iban a matar.

La defensa de Francisco Otero intentó demostrar su imbecilidad basada en el peritaje psiquiátrico que se hizo, pero eso no evitó que cuatro meses después muriera a garrote vil. Sus últimas palabras fueron para su verdugo: «Tenga usted buen pulso para no hacerme padecer». Ese día cumplía veinte años y un mes, y quizás el único que supo ver que estaban ejecutando a un perturbado fue el propio rey.

Orgulloso Rodrigo Calderón

En el Madrid del siglo XVII no era frecuente que el populacho se pudiera dar el gusto de ver ajusticiar a un ministro. Lo normal era acudir a las ejecuciones de bandoleros o asesinos, así que cuando se programó la de un político de altura, no se la podían perder.

El 21 de octubre de 1621 se produjo el primer ajusticiamiento que acogió la plaza Mayor de Madrid. Se cargaron a Rodrigo Calderón, mano derecha del duque de Lerma, que a su vez era mano derecha de Felipe III. ¿Y saben por qué ejecutaron a la mano derecha de Lerma? Pues porque no se pudieron cargar a Lerma.

El reinado de Felipe III fue, amén de los más desastrosos, también de los más corruptos. Era un rey lelo que, por no trabajar, dejó que sus hombres de confianza manejaran a su antojo. La Operación Malaya y el Caso Gürtel juntos no alcanzan ni de lejos a lo que fue aquella época. Los sobornos se recibían a espuertas, se acumulaban títulos como quien colecciona dedales, se especulaba con propiedades sin pudor… Así se hicieron de oro los ministros de Felipe III. Los principales, el duque de Lerma y Rodrigo Calderón, marqués de Sieteiglesias.

El duque estuvo listo, porque antes de que lo pillaran consiguió que el papa lo nombrara cardenal para librarse de la condena. Ya es archisabida aquella coplilla que corría por Madrid:

Para no morir ahorcado,

el mayor ladrón de España

se viste de colorado.

Pero Rodrigo Calderón se confió, aunque se olió la que se le venía encima. Cuentan que cuando oyó las campanas que anunciaron la muerte del rey Felipe III dijo: «El rey ha muerto; yo soy muerto». Y efectivamente, porque cuando el cuarto de los felipes asentó sus posaderas en el trono, decidió con su nueva corte lavar la imagen del gobierno del país. Y se fueron a por Rodrigo Calderón.

Lo acusaron de todo. Hasta de intentar envenenar a la reina. Eso sí, dicen que el político murió con tanta gallardía y tanto brío que las mejores plumas de la época, entre ellas Góngora y Quevedo, le dedicaron sonetos. Corre por ahí un dicho popular que dice: «Tienes más orgullo que don Rodrigo en la horca». Pues mal dicho, porque murió «degollado y hasta desangrarse». Así lo especificaba la condena.

La plaza Mayor la dejó perdida.

No preguntes, no cuentes

Seguramente tienen noticias de la ley del silencio que imperaba en el ejército de los Estados Unidos y que se resume en: «No preguntes, no cuentes». Una ley que afectaba a los militares gays y que les permitía ingresar en el ejército siempre y cuando no revelaran que eran homosexuales. Era el cinismo elevado a categoría legal. Y esa ley se impuso tras lo sucedido el 27 de octubre de 1992, el día en el que el radiotelegrafista estadounidense Allen Schindler fue asesinado a palos y luego castrado por sus compañeros militares al enterarse de que le gustaban los chicos. Los asesinos eran, por supuesto, muy machos.

Allen Schindler fue apaleado hasta la muerte en Japón, en la ciudad de Sasebo, y abandonado en unos lavabos públicos. Servía en la Armada y andaba por allí de maniobras. El caso es que confesó su homosexualidad y sus compañeros machotes le dieron tal paliza que el cuerpo tuvo que ser reconocido por el tatuaje del brazo.

El ejército intentó ocultar el asesinato, pero acabó conociéndose, y fue entonces cuando Bill Clinton, recién llegado a la Presidencia estadounidense, creó, de acuerdo con el Congreso, el «pacto de caballeros», una política de discreción con la que se permitía a los homosexuales pertenecer al ejército siempre y cuando no salieran del armario, y que a la vez obligaba a los machos oficiales a mirar hacia otro lado. De ahí eso de: «No preguntes, no cuentes».

La ley ha estado vigente diecisiete años, hasta que el presidente Barack Obama consiguió que la Cámara de Representantes aprobara rechazarla, y con posterioridad la Justicia Federal estadounidense la declaró inconstitucional. Desde septiembre de 2011 se puede ingresar en el ejército sin ocultar la homosexualidad.

Ya no se puede expulsar a un militar por revelar su condición de gay, y por ello gran parte del alto mando estadounidense está de los nervios, pero qué se le va a hacer, que se tomen un valium.

Conviene recordar esa tumba que está en el cementerio del Congreso de Washington de un militar llamado Leonard Matlovich, condecorado por sus servicios en Vietnam y que se pasó los últimos años de su vida proclamando su homosexualidad. Su epitafio lo resume todo: «Cuando estaba en el ejército, me dieron una medalla por matar a dos hombres y me echaron por amar a uno».

Bobby Kennedy, un asesinato con efecto

Durante el mandato de John Fitzgerald Kennedy, Bobby fue tan presidente como su hermano. Por eso estaba cantado que, tras el asesinato de John, tarde o temprano, Bobby Kennedy optaría a la presidencia de Estados Unidos. Y la hubiera ganado, seguro, si no hubiera sido porque el día 5 de junio de 1968 un inmigrante palestino se cruzó en su camino y le disparó. Digo que le disparó, no que lo matara. Si creen que hubo conspiración en el asesinato de John Kennedy, no se pierdan el de Bobby.

La buena noticia de aquella madrugada del 5 de junio fue el triunfo de Bobby Kennedy en las primarias. El camino hacia la Casa Blanca ya estaba despejado, y el político, tras comunicar su triunfo en el salón principal del hotel Embajador de Los Ángeles, se dirigió tan feliz a su cuarto. Atravesó las cocinas para ganar tiempo, y allí se le cruzó un joven palestino morenito y escuchimizado. Disparó de frente a Bobby y a un metro de distancia. En aquel momento nadie cayó en la cuenta de que el tiro que le estaba arrancando la vida al candidato había sido realizado casi a bocajarro y por la espalda.

Está claro que el palestino Sirhan Bishara Sirhan fue quien disparó a Bobby Kennedy, y por eso aún hoy cumple cadena perpetua en una cárcel californiana, pero parece estar igualmente claro que él no lo mató. La pistola de Sirhan era de ocho balas, y allí se contaron once impactos; hubo cinco heridos más, algunos en trayectorias opuestas a los disparos del magnicida oficial. Y… vamos a ver… es imposible apuntar de frente y que la bala entre por la base del cráneo, a no ser que el palestino fuera tan hábil que supiera disparar con efecto.

Tampoco vale preguntar por la investigación: los carretes de fotografías que se confiscaron han volado, y también se ha esfumado la mayor parte de las balas recogidas en el escenario. Y si alguno de los presentes sabe dónde han ido a parar los marcos y las puertas que recibieron impactos de bala y que demostraban la trayectoria de los disparos, que lo diga. Porque allí dicen que no se lo explican, pero no los encuentran.

Eduardo Dato, el segundo presidente asesinado

Ocho y media de la tarde del día 8 de marzo de 1921. El presidente del gobierno Eduardo Dato sale del Senado, se sube a su coche oficial y toma camino de su casa. Ni el chófer ni el presidente se percatan de que tres tipos en una moto con sidecar les vienen siguiendo desde las mismas puertas del Senado.

En plena puerta de Alcalá, dos de los hombres de la moto se liaron a tiros y dejaron a Eduardo Dato en el sitio. Pero unos minutos después, el policía encargado de comunicar la llegada a casa del presidente hizo su habitual llamada telefónica:

—El señor presidente en su domicilio. Sin novedad.

—¡Cómo que sin novedad…! ¡Inútil! ¡Si está en la casa de socorro con dos tiros en la cabeza!

Hace poco más de noventa años que tres anarquistas cometieron el atentado contra Eduardo Dato, especialmente cabreados por el apoyo que el presidente había dado a la aplicación de la famosa Ley de Fugas, esa que permitía pegarle un tiro a cualquiera con la excusa de que había intentado escaparse de la autoridad.

Pero al margen de la lógica conmoción que provocó el atentado, el asesinato de Dato puso en evidencia la nefasta acción policial, pésimamente organizada y del todo ineficaz. El presidente no tenía escolta. Solo un policía comprobaba que salía del Senado; otro vigilaba su paso por la puerta del Sol; otro por Cibeles, y un cuarto daba el parte de la llegada a casa. Pero ya han leído lo que hizo el que daba el parte final. Está claro que, llevado por la rutina, se largó antes de tiempo y dio por hecho que, como cada noche, el presidente había llegado bien.

El alto mando policial recibió bofetadas de la prensa un día sí y otro también, y para colmo, la que localizó la moto empleada en el atentado y dio con la principal pista para detener a uno de los terroristas fue la Guardia Civil.

BOOK: Se armó la de San Quintín
7.88Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Black Lament by Christina Henry
The Gangland War by John Silvester
Once Upon a Proposal by Allison Leigh
Amelia's story by Torrens, D. G
The Other Side of Heaven by Jacqueline Druga