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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (49 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Fue tal la bronca con la actuación policial que casi quedó opacado el propio atentado. Uno de los que se quedó a gusto fue Wenceslao Fernández Flórez, el autor de El bosque animado, que en el diario ABC llamó de todo menos bonitos a los mandos policiales, incapaces de organizar la seguridad de los dirigentes. Sabiendo, además, que ocho años antes otro anarquista había asesinado al presidente José Canalejas en plena puerta del Sol. Al final dimitieron todos. No les quedó otra.

Marat, en remojo

Allá va la historia de un crimen que no hubiera pasado de ser uno más de los miles que se dieron durante la Revolución Francesa, de no haber sido por un cuadro. Lo pintó el gran David, Jacques-Louis David, que representó el episodio y elevó al personaje al altar de los mártires. El 12 o el 13 de julio de 1793, hay discrepancia entre las fuentes, murió asesinado de una puñalada trapera, y dentro de su bañera, Jean Paul Marat, aquel líder de los jacobinos al que le gustaba una guillotina más que a Rambo una metralleta. Estaba en remojo, pero una cuchillada lo dejó seco.

La Revolución Francesa, ya lo sabemos, estuvo bien, pero luego las cosas se salieron de madre. Los políticos se radicalizaron y ya no se aguantaban ni ellos. Entre los más fundamentalistas estaba Jean Paul Marat, voz cantante de los jacobinos y además periodista de esos que te crispan desde por la mañana temprano.

Estaba enfrentado al partido en el poder, el de los girondinos. Él los traía fritos y ellos se la tenían jurada. Aquel día de julio Marat estaba tomando un baño de agua con vinagre porque tenía un eczema que le pillaba todo el cuerpo. Aquellos baños eran lo único que le aliviaba los picores. Se pasaba el día en la bañera y allí recibía las visitas. Se presentó una mujer con una supuesta lista de traidores a la revolución, y Marat la recibió porque eso significaba cuellos frescos para guillotinar.

El jacobino se confió, la mujer se acercó y se cargó a Marat de una cuchillada certera. El asesinato sacudió a los más radicales, los ánimos se inflaron y comenzó la época del Terror.

Pero si Marat alcanzó la inmerecida categoría de mártir revolucionario fue gracias a que David plasmó el momento de la muerte. Un cuadro tan bello como manipulado. Un montaje. Pintó a Marat casi guapo, cuando tenía cara de sapo; aplicó Photoshop y le quitó las cicatrices de la cara; le colocó en una postura dentro de la bañera que parece Jesucristo en el descendimiento y plasmó un rostro sereno, cuando Marat estaba siempre de los nervios.

David encumbró a Marat con la propaganda de su cuadro, pero a estas alturas ya no engaña a nadie, aunque haya pasado a la historia de la pintura con una de las más bellas muertes del siglo XVIII.

Catorce achicharrados para festejar a un rey

Cómo serían de brutos los españoles en el siglo XVI, que para celebrar la llegada de un rey montaban como festejo un auto de fe y se cargaban a catorce supuestos herejes en medio del jolgorio popular. Eso ocurrió el 8 de octubre de 1559 en la plaza del Mercado de Valladolid, la plaza Mayor de hoy. Bien es cierto que los autos de fe los organizaba la diabólica Santa Inquisición, pero alguna culpa habrá que echarles a las doscientas mil personas que se hicieron hueco a codazos en Valladolid para ver el espectáculo.

Felipe II acababa de regresar a España tras sus aventuras en Flandes y después de sus intentos por perpetuarse en el trono de Inglaterra. Pero ya sabemos que su reina inglesa, María Tudor, se le murió y, por tanto, se le acabó su fantasía de instalar el catolicismo en la pérfida Albión. Y entonces dijo él: «Me vuelvo pa’España, que allí estoy en mi salsa con la Santa Inquisición».

Para celebrar este feliz regreso, los inquisidores organizaron un magnífico auto de fe al que asistió el propio rey. Por eso Valladolid se puso de bote en bote, porque llegó toda la familia real y la nobleza al completo… y eso había que verlo.

Ardieron en la hoguera catorce supuestos herejes luteranos, aunque doce de ellos no se enteraron porque los estrangularon antes. Los condenados en realidad eran quince, pero una de ellos, Juana Sánchez, se quitó la vida en la cárcel para no dar gusto al populacho. Aunque no por eso se libró, porque la sentenciaron en efigie. Es decir, hicieron un muñeco que la representaba y lo quemaron con el resto. De la Inquisición no te escaqueabas ni suicidándote.

El de Valladolid no fue un auto de fe cualquiera. Además de uno de los más sonados, fue quizás el que puso fin a las pretensiones de extender el luteranismo en España. Porque intentos hubo, pero cuando otros propagandistas vieron arder a frailes y monjas por intentar difundir las ideas protestantes en este país, volvieron al redil católico a la voz de ya. Aquel auto de fe, y en general todos los que se organizaron en Sevilla y Valladolid en aquel 1559, quemaron los anhelos luteranos.

Protestantes a la Santa Inquisición… ¡anda ya!

Giordano Bruno, cristiano pero respondón

El 17 de febrero del año 1600 la Santa Inquisición se cubrió de gloria… otra vez. Carbonizó en la hoguera a Giordano Bruno, cristiano, astrónomo, fraile, matemático, piadoso, físico, teólogo y respondón. Pero los que lo ejecutaron dijeron que era blasfemo, hereje e inmoral, y total, porque Bruno aseguraba, como Copérnico, que los planetas, la Tierra incluida con nosotros dentro, giraban alrededor del Sol, y no el Sol en torno a nosotros. Deberían haber acabado en la hoguera los zoquetes que lo ejecutaron.

El caso de Giordano Bruno fue parecido al que años después sufrió Galileo, pero Galileo, visto cómo había terminado su colega astrónomo, decidió retractarse antes de acabar como él.

Bruno se mantuvo en sus trece y defendió hasta el final sus teorías, pero como cristiano fue intachable: un dominico sin novias conocidas ni hijos de extranjis… y adoraba a Jesucristo, aunque rechazaba rendirle culto a san menganito o santa fulanita. Le parecían simples intermediarios sin una función clara. Dio clases en varias universidades: en Oxford, en París, en Wittenberg… Siempre fuera de Italia porque sabía que allí se jugaba el cuello. Pero un noble veneciano le convenció para que volviera y al final lo acabó entregando a la Inquisición.

Ocho años estuvo encarcelado. La Inquisición insistió durante ese tiempo: «Que te retractes». Y él: «Que no. Que nosotros giramos alrededor del Sol y no al revés». Aquel 17 de febrero montaron una pira en Roma, en mitad de la plaza Campo dei Fiori, y lo quemaron. Ahora en el mismo sitio hay una estupenda estatua de Giordano Bruno, pero ya se podrían haber ahorrado el monumento a cambio de no achicharrarlo.

En el año 2001, con esas medias tintas que gasta el Vaticano, se rehabilitó la figura de Giordano Bruno calificando su ejecución como «triste episodio», pero se volvió a condenar su trabajo porque era contrario a la doctrina cristiana. El beato Juan Pablo II justificó la actuación de la Inquisición porque, puesto que eran los métodos de entonces, estuvieron bien aplicados.

Es decir, que Bruno tenía razón, pero si lo mataron, bien muerto está.

El infierno de Waco

Tenemos tal exceso de información encima que quizás muchos se hayan olvidado de aquel infierno que se organizó en la ciudad de Waco, en Texas (Estados Unidos), cuando una secta de pirados comandados por el más pirado de todos, David Koresh, decidió irse de este mundo a lo grande.

El 19 de abril de 1993, después de cincuenta y un días asediados por el FBI, el líder de la secta de los davidianos decidió prender fuego al rancho en el que estaban atrincherados él y todos sus seguidores. ¿O no? A ver si va a ser que al FBI se le fue la mano en el asalto… No está claro.

La secta de los davidianos era una escisión de los adventistas del Séptimo Día, ese grupo cristiano que interpreta la Biblia a su manera y espera la segunda venida de Jesucristo. Y los davidianos escindidos de Waco estaban liderados por David Koresh, un tipo que estaba convencido de ser un moderno profeta, categoría que le permitía tener a su servicio ciento y pico esposas. Más que un profeta, era un listo.

El FBI llevaba tiempo tras sus pasos porque se sabía que la granja de Waco era un arsenal. Por eso se ordenó el registro. Pero los davidianos no estaban dispuestos a dejarse. Se hicieron fuertes, y si el FBI disparaba, ellos disparaban más. Lo que se demostró con aquel asedio es que los federales no estaban preparados para afrontar una resistencia religiosa en la que sus fieles estaban todos locos. El acoso duró cincuenta y un días, hasta que la granja comenzó a arder por los cuatro costados con los davidianos dentro y en mitad de un espectáculo televisivo que vio medio mundo en directo.

Versión oficial: David Koresh organizó un suicidio colectivo. Sospechas extraoficiales: que el FBI provocó el incendio con los gases que lanzó para iniciar el asalto final. Resultado: ochenta muertos; diecisiete de ellos, niños.

Pero no serían las últimas víctimas de aquel infierno. Justo dos años después, el 19 de abril de 1995, un edificio federal de la ciudad de Oklahoma voló por los aires gracias a mil ochocientos kilos de explosivos que colocó otro perturbado. Eligió para la masacre el aniversario de la tragedia de Waco en solidaridad con los davidianos. Pero aquel saldo fue aún peor: ciento sesenta y ocho muertos y quinientos heridos.

Jacques de Molay, profeta

En el mundo anglosajón, el viernes 13 es el día del mal fario porque fue cuando se dio la orden de detener a todos los templarios de Francia. Aunque tras aquella detención masiva quedaba por llegar lo peor: las ejecuciones. Todavía se tenía que dar un episodio que echaría aún más leña al fuego de la leyenda templaria, y ese capítulo se escribió el 18 de marzo de 1314. El más famoso de los maestres del Temple, Jacques de Molay, acabó en la hoguera y lanzó su célebre maldición: los cabecillas del proceso contra el Temple morirían antes de un año. Lo clavó.

El proceso contra el Temple fue una farsa organizada por el rey Felipe IV de Francia en connivencia con Clemente V, el primer papa de Aviñón. Para el rey y el pontífice, los cruzados pasaron de ser los héroes de Tierra Santa a unos degenerados herejes, y todo porque Felipe IV quería quedarse con las riquezas de la Orden.

Cuando el Temple estaba ya del todo desbaratado, aún quedaban en prisión y sin juzgar cuatro de sus altos cargos, entre ellos el maestre Jacques de Molay. El rey y el papa dieron tiempo para que se muriera él solito. Parecía que únicamente quedaba esperar porque era muy anciano, sufrió torturas durante seis años, estaba mal comido, vivía en una celda horrible… pero el tío aguantó, y visto que no se moría, se celebró juicio y se le condenó a cadena perpetua. No lo mataron porque reconoció todos los crímenes que le obligaron a reconocer.

Pero pocos meses después, aquel 18 de marzo, Jacques de Molay dijo: «Qué narices, si yo no he hecho nada de lo que se me acusa…». Se retractó de todo lo dicho y proclamó su inocencia. Unos dicen que lo hizo para asegurarse la muerte porque tenía más de setenta años y estaba harto de la cárcel. Otros dicen que no, que lo hizo por dignidad. Pero el caso es que lo hizo, y aquel mismo día fue enviado a la hoguera.

Antes de que las llamas acabaran con él, vaticinó que sus verdugos pagarían con su vida tal injusticia en un plazo inferior a un año. Y murió el papa un mes después. Y nueve meses más tarde cayó el rey. Y murieron dos cabecillas más antes de que se cumpliera el año. Y aunque todo sean casualidades y la maldición pura leyenda, a la literatura templaria le ha venido de perlas.

Catalina, la quinta de Enrique VIII

Puede que la siguiente historia le suene a algo ya relatado, pero no. Es que como Enrique VIII de Inglaterra era hiperactivo en los asuntos del matrimonio y las decapitaciones, este hombre es una mina para las efemérides.

El 10 de febrero de 1542 le tocó la china a la quinta esposa, Catalina Howard, trasladada ese día por orden del rey a la Torre de Londres. Y cuando una esposa del rey entraba en la torre, malo, pues ya solo salía con los pies por delante y sin cabeza. Tres días después de su detención, Catalina, kaput.

Intenten no liarse con las seis esposas de Enrique VIII, porque se casó con tres Catalinas, dos Anas y una Juana. La que nos ocupa era la segunda de las Catalinas, la quinta de las mujeres y la segunda también de las decapitadas.

Hacía solo diecinueve días que Enrique VIII había anulado su anterior matrimonio cuando el rey tomó por esposa a Catalina Howard, una adolescente muy mona que llegó para alegrar la cama del achacoso monarca. Todo iba bien, sobre todo para él, pero la política jugó sus cartas. Era una época en la que en Inglaterra andaban embroncados anglicanos y católicos, y Catalina Howard era miembro de una familia católica muy poderosa en la corte. Los protestantes pensaron: «A ver si ahora Catalina, aprovechando que tiene muy contento al rey, se lo va a llevar a su terreno católico y los protestantes caemos en desgracia…».

Medida de urgencia: había que desprestigiar a la reina consorte y empezar a sacarle los trapos sucios. Rebuscaron en su pasado y resultó que Catalina Howard había tenido sus líos antes de casarse con el rey. Y quién no.

Comenzaron a llegar a oídos de Enrique VIII cotilleos sobre tal o cual amante. Para colmo, a la reina le pillaron una carta a un antiguo noviete, y eso fue suficiente para ordenar que fuera detenida por traición. Cuando la plebe se veía envuelta en adulterios era una mera cuestión de cuernos, pero si el adulterio afectaba al rey, era traición.

Fue acusada de haber llevado una vida abominable, carnal, voluptuosa y viciosa, y todo esto con solo dieciséis años. Tres días después de aquel 10 de febrero, Catalina puso la cabeza sobre el mismo tronco del mismo cadalso y en el mismo lugar en donde la había puesto Ana Bolena seis años antes.

La heroína Mariana Pineda

Mariana Pineda… qué mujer, qué valor y qué pantalones más bien puestos. Fue una heroína, con todas las letras, y una defensora hasta las últimas consecuencias de la causa liberal frente al absolutismo del ceporro Fernando VII. Y entiéndase que la última consecuencia fue su ejecución el 26 de mayo de 1831. Si antes de ejecutarla le hubieran dicho que acabaría enterrada en la catedral de Granada, rodeada de obispos y arzobispos, no llega viva al patíbulo. Hubiera muerto congestionada por la risa.

Mariana no bordó la famosa bandera con las palabras «Igualdad, libertad y ley». Encargó a dos mujeres del Albaicín que la bordaran, porque a ella la aguja no se le daba. Compró la seda, hizo los dibujos y encargó el trabajo, pero la bandera fue descubierta. La guinda la puso el falaz Fernando VII cuando firmó la sentencia que la condenaba a morir a garrote.

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