Se armó la de San Quintín (53 page)

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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

BOOK: Se armó la de San Quintín
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La estamos poniendo perdida.

La hora del té

Vamos a ver si entendemos por qué los ingleses le han cogido llorona con eso de tomar té a todas horas, sobre todo a las cinco. Seguramente no les gustará reconocer que la idea no fue suya, pero así es. El 13 de mayo de 1662 llegó a Inglaterra una princesa portuguesa para casarse con el rey Carlos II. La muchacha se llamaba Catalina de Braganza, y en su equipaje llevaba una cajita con hierbas secas que mezclaba con agua caliente. El rey, ante el temor de haberse casado con una drogodependiente, preguntó: «¿Qué clase de brebaje es ese, querida?». Y Catalina dijo: «Es té, querido».

A partir de ahí se lio la cosa.

La popularidad que adquirió el té entre los cortesanos ingleses tiene su explicación histórica. Carlos II, aquel que recuperó el trono inglés después de un breve periodo republicano, se encontró con dos problemas cuando recuperó la corona. No tenía heredero legítimo, aunque tenía trece hijos extraoficiales al retortero, y no tenía dinero. Solución: casarse con una princesa rica que además le diera un hijo.

Esa princesa fue la portuguesa Catalina de Braganza, que llegó con una jugosa dote y la cajita de té. Al rey se le solucionó el asunto del dinero, pero no el del hijo, porque la reina resultó ser estéril. A lo mejor era por tomar tanto té.

Puesto que la reina consorte no perdonaba sus infusiones, los pelotas cortesanos empezaron a sumarse a la moda, y así, tacita a tacita, el té se hizo costumbre en la corte.

Lo de tomarlo a las cinco también empezó tontamente, aunque el rito llegó casi doscientos años después, cuando una señorona inglesa, amiga íntima de la reina Victoria, decidió establecer el té de la tarde en el Gabinete Azul de su «casoplón» rural. Reunía a otras ricachonas entre las tres y las cinco, entre el almuerzo y la cena, para tomar un té con pastitas, pastelitos y sándwiches. Así estaban todas… como focas.

Pero el caso es que esa costumbre privada saltó luego a los salones de té y la infusión se ha convertido en la bebida no alcohólica preferida de Inglaterra.

Y digo no alcohólica, porque muchos prefieren el gin-tonic de las siete antes que el té de las cinco.

Hora arriba, hora abajo

Dos veces al año sufrimos esos incómodos cambios horarios que solo significan pan para hoy y hambre para mañana. La luz que se gana en primavera, se pierde en otoño, y encima las compañías eléctricas dicen que ahorrar, lo que se dice ahorrar, se ahorra poco.

Y aunque ahora nos quejemos cuando nos toca adelantar o retrasar una hora el reloj, hubo un día, el 15 de abril de 1918, en el que hubo jolgorio en las calles porque por primera vez se estableció en España el horario de verano. Se conoce que la novedad les cayó simpática.

Ahora bien, el hecho de que en aquel lejano 1918 se aplicara por primera vez el horario de verano no quiere decir que haya continuado invariable hasta hoy. Porque dos años después, en 1920, se dejó de hacer, pero luego llegó Primo de Rivera y lo volvió a implantar. La Segunda República dijo que nada de cambiar la hora, y anuló la medida. En el transcurso de la Guerra Civil se volvió a hacer el cambio, pero como los dos bandos no se pusieron de acuerdo en el día que debía hacerse, resulta que durante más de un mes hubo tres horarios en España: hora nacional, hora republicana y hora canaria.

Durante la dictadura franquista, el cambio horario en España apareció y desapareció más veces que el Guadiana. Lo quitaron en 1940, lo impusieron en el 47, lo retiraron en el 48, vuelta a ponerlo en el 49 y otra vez a quitarlo en el 50. De locos.

Hasta que llegó la crisis del petróleo de principios de los setenta y España se sumó de forma definitiva al dichoso horario de verano junto con todos los países europeos.

Bueno, todos no. Suiza no quiso porque dijo que ellos eran muy neutrales y no aceptaban recomendaciones de la Comunidad Económica Europea. Pero al final dieron el brazo a torcer. Como Suiza se convirtió en un islote horario rodeado de cuatro países que sí aceptaron los cambios de hora, los suizos se hacían unos líos tremendos en los aeropuertos y las estaciones de tren porque no había forma de cuadrar sus transportes con los de los países vecinos. Es lo que tiene ser neutral hasta en las tonterías.

Esquimales en Madrid

Todos sabemos de qué va Fitur, la Feria Internacional del Turismo. Cada país, cada ciudad, cada lugar vende sus excelencias para atraer turismo, y cuando la feria se abre al público, también se sabe cuáles son los expositores más exitosos: los que dan de comer, los que regalan algo, aunque sea un boli, y los que muestran a los nativos y sus costumbres, desde una garota brasileña en tanga bailando samba hasta una balinesa dando un masaje.

Pero esto no es un invento de ahora. El día 10 de marzo del año 1900 una comunidad de esquimales se instaló en Madrid. El objetivo no era atraer turismo, porque a ver quién se iba a ir al Ártico hace ciento y pico años, sino sacar unas perras al visitante.

Los inuit (a ellos no les gusta que les llamen esquimales) se instalaron en Madrid desde el 10 de marzo hasta casi finales de abril, pero solo estaban de paso, porque su siguiente destino era la Exposición Universal de París. Un empresario avispado, que tenía la concesión de una parte de los jardines del Retiro, se dedicó durante años a traer tribus filipinas, africanas y esquimales que mostraran a los urbanitas madrileños cómo era la vida en esas gentes en sus hábitats. Pero en el fondo de estas exhibiciones no había un afán filantrópico ni cultural; el único interés era cobrar entrada. Tan sospechoso es que algunos antropólogos aún se preguntan si los personajes eran auténticos.

Debían de serlo, porque varios acabaron muriendo víctimas de enfermedades contra las que no tenían defensas.

Lo que se montó en Madrid en realidad fue un circo esquimal. De tres a cuatro de la tarde se les podía observar comiendo pescado y carne cruda; a otra hora había una exhibición de tiro de trineo con perros; otro día una boda entre inuit… una pareja que, según confesó luego, ya se había casado tres veces.

El asunto fue de lo más explotado en los periódicos, porque cada día había algo que contar. Algún periodista listillo metido a psicólogo llegó a escribir que «las mujeres son vergonzosas y con menos entendederas que los hombres, considerados más listos porque pedían dinero y tabaco a los visitantes». Sobre todo tabaco. Que tiene muchas narices sacar a unos inuit del Ártico para devolverlos luego enganchados a la nicotina sabiendo que en el Ártico no había estancos.

Derechos de autor de un villancico

Pongámonos tiernos, y hasta un poco ñoños dada la fecha. El 24 de diciembre de 1818, en un poblacho alemán llamado Obendorf, nació el villancico más famoso de la historia. El más repetido, el más bonito, el que más nos suena y el que más títulos tiene: «Stille nacht», «Silent night», «Douce nuit», «Noche de paz», «Ping an yè»… Hasta los chinos lo cantan.

Y resulta que, como suele ocurrir, la cancioncilla nació de la manera más simplona. Esta es la historia de un villancico escrito y compuesto deprisa y corriendo solo unas horas antes de aquella Nochebuena de 1818.

El cura de la iglesia de San Nicolás, en Obendorf, fue avisado el 24 de diciembre del nacimiento de un crío. La familia era más pobre que las ratas, y el niño, muy mono. El cura lo bautizó y quedó conmovido por la miseria de aquella gente. Como era Nochebuena, aquel nacimiento le inspiró unos versos. La poesía le quedó muy bien, así que el cura fue a ver a su joven amigo Franz Gruber y le dijo: «Mira a ver, hombre… si se te ocurre una melodía para estos versos que me han salido y así la cantamos tú y yo esta noche». Dado que el órgano se había estropeado, Gruber la compuso para guitarra y a dos voces, pero a velocidad pasmosa, porque dijo que aquellos versos se cantaban solos.

Ahí quedó la cosa y pasaron treinta y cinco años. Hasta que llegó otra Nochebuena, la de 1853, y el rey Federico Guillermo IV, rey de Prusia, oyó cantar un villancico. Le gustó y se interesó por los autores. En la partitura ponía: «Canción de Navidad. Compositor y autor desconocidos». El rey, que parecía de la SGAE, dijo que aquello no era posible. Que el espíritu germánico no podía permitirse semejante imprecisión. Puso a la corte boca abajo y ordenó que se rastreara por cada rincón el origen de aquella música.

A punto estuvieron de atribuir la autoría a Michael Haydn, hermano de Joseph Haydn, cuando en Salzburgo, una persona que estaba al tanto de la búsqueda del rey, oyó a un crío de nueve años silbar aquella aún anónima «Canción de Navidad». Lo agarró del brazo y le preguntó: «¿Dónde aprendiste esa canción?». Y el chaval, con un susto de muerte, respondió: «La hizo mi padre, Franz Gruber».

Así fue cómo se localizó al autor de aquella música y cómo el compositor dio el nombre del autor de la letra, el padre Joseph Mohr. Pues eso, feliz Navidad… cuando toque.

El garbeo orbital de John Glenn

Situémonos en el despacho oval de la casa Blanca a las nueve de la mañana del 20 de febrero de 1962. El presidente John F. Kennedy tenía una reunión con su gente, pero de vez en cuando miraba de reojo un televisor encendido. Estaba pendiente de Cabo Cañaveral, porque llevaba un año esperando dar en los morros a la Unión Soviética con el envío de un astronauta a orbitar la Tierra. Ese era el día.

Sonó el teléfono, le confirmaron que el despegue iba a producirse y se acabó la reunión. Todos pegaron la nariz a la tele. John Glenn estaba a punto de salir a darse una vuelta por el espacio.

Estados Unidos se paralizó, porque todo el mundo estaba pendiente de que aquello saliera bien. La gente se arremolinó en tiendas y bares con televisión y las calles se quedaron vacías. Si el despegue se frustraba harían un ridículo espantoso. Llevaban un año de retraso en la carrera espacial desde que el ruso Yuri Gagarin les metiera un gol por la escuadra dándose un garbeo por la órbita terrestre a la vez que colocaba a la Unión Soviética en la historia por haber adiestrado al primer hombre que fue al espacio.

Hasta entonces Estados Unidos solo había enviado monos y bichos varios.

A las 9.47 horas la cuenta atrás llegó a cero, se oyó eso de «¡Ignición!», y la cápsula Amistad 7 salió disparada. Hasta ahí todo bien. Ya solo faltaba esperar a que John Glenn volviera, porque, si no, la cosa no tenía gracia. Y efectivamente, cuatro horas y cincuenta y cinco minutos más tarde, después de dar no una sino tres vueltas a la Tierra, la nave se estampó contra el Atlántico y de allí salió como un pato mareado el coronel John Glenn, aturdido, feliz y sospechando la que le esperaba en cuanto tocara tierra, porque era el nuevo héroe nacional. Cuando en 2007 se conmemoró el cuadragésimo quinto aniversario de aquel éxito, la NASA se felicitó por la hazaña diciendo que se logró en un momento en el que era muy dudoso sobrevivir en el espacio. Se les había olvidado que Yuri Gagarin ya lo había hecho.

La efímera Liga de la Alpargata

El intento más extravagante para democratizar el calzado en este país se produjo el 11 de mayo de 1920. Se fundó la Liga de la Alpargata, un movimiento promovido por las clases medias madrileñas para adoptar la alpargata como calzado único entre los españoles en protesta por el precio al que se habían puesto los zapatos de cuero.

Las clases populares se pusieron tan contentas. Mira qué bien, al menos seremos todos iguales de tobillo para abajo. Pero no calcularon que la idea les iba a hacer bien la puñeta, porque tan alta demanda lo único que provocó fue que subieran los precios de las alpargatas.

La Liga de la Alpargata tuvo su gracia. Fue un año, aquel 1920, en el que la carestía de vida se disparó, sobre todo en telas y calzados. Durante una tertulia en el Casino de Autores Dramáticos y Líricos de Madrid, en donde lo mismo se hablaba del gobierno como del tiempo, un grupito de intelectuales lanzó la idea de montar una alianza para calzar todos alpargatas y que los fabricantes de zapatos, que vendían el par a un mínimo de sesenta pesetas, se comieran su producción si no bajaban los precios.

Aquella tontería que derivó en manifestaciones dominicales y acabó en la prensa prendió rápidamente por toda España, e incluso se aspiró a que el uso de la alpargata se impusiera por Decreto Ley.

En Bilbao, la Asociación de la Prensa recomendó a todos los periodistas que usaran alpargatas; en Cádiz, los funcionarios se las calzaron sin miramientos; en Granada, las clases acomodadas se las ajustaron combinadas con buenos trajes de hilo y paño, y el Casino de la ciudad encargó alpargatas para todos sus distinguidos socios. Y esto, por poner solo tres ejemplos, porque no hubo ciudad en la que no cuajara el ideal de la Liga de la Alpargata entre estudiantes, profesionales e intelectuales.

No tiene desperdicio la foto que publicó el diario ABC, con el rey Alfonso XIII aplaudiendo desde el balcón de palacio a los manifestantes en pro del uso de la alpargata mientras él (seguro) calzaba unos estupendos botines.

Al final todo se quedó en una pose protestona de los más pudientes, porque en cuanto volvieron los fríos, las lluvias y los barrizales, los ricos volvieron a los zapatos y los pobretones siguieron en alpargatas.

Nace la NASA

Decir que el 1 de octubre de 1958 entró en vigor en Estados Unidos la ley que puso en marcha la Administración Nacional de Aeronáutica y Espacio suena a poco. Porque suena mejor decir que la que nació en realidad fue la NASA, la agencia aeronáutica estadounidense que surgió en plena guerra fría contra la Unión Soviética por dominar una carrera que los rusos estaban ganando por goleada. La NASA nació, así de claro, por puro orgullo torero.

Y es que los soviéticos les estaban comiendo el terreno. Venga a lanzar sputniks… venga a enviar perritos al espacio… y mientras, Estados Unidos, cada vez que quería lanzar algo fuera de la atmósfera no conseguía despegarlo de Cabo Cañaveral. Les explotaba en la mismísima rampa de lanzamiento. Estaba claro que tenían que tomarse en serio eso de la carrera espacial porque los americanos se habían dormido en los laureles menospreciando al enemigo.

Cuando se enteraron de que la Unión Soviética había conseguido dar la vuelta a la Tierra con el satélite Sputnik, dijeron: «¡Bah!, es una bola cutre sin importancia». Pero cuando lanzaron el segundo Sputnik con un ser vivo dentro, la perrita Laika, ahí se les bajaron los humos.

El presidente Lyndon B. Johnson reculó y proclamó: «Creo que por primera vez pienso que nuestro país no es el primero en todo». Y así era, porque mientras los estadounidenses lloraban sus fracasos, los soviéticos iban de celebración en celebración con la botella de vodka.

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