La cuestión clave estaba en decidir cuántos equipos integrarían la Primera División, porque unos querían que fueran los más posibles mientras que otros pretendían que fueran más bien pocos. Dos años se tiraron discutiendo, hasta que se acordó que fueran diez los equipos que integraran la Primera División. Los vascos se llevaron la palma, con cuatro clubes en Primera.
¿Y cómo decidir los que estarían en Primera o en Segunda? Fácil.
A la principal división entrarían de cabeza y sin mover una pestaña los seis equipos que hubieran ganado la Copa del Rey, y como ahí estaban los cuatro clubes vascos, más el Barça y el Madrid, estos seis fueron elegidos porque sí. Para completar los diez clubes de primera faltaban cuatro. Tres de los elegidos fueron el Atlético de Madrid, el Club Esportiu Europa y el Español, por haber sido los finalistas de la Copa del Rey. Pero aún faltaba uno más, y esta plaza tuvieron que jugársela ocho equipos. Ganó el Rácing de Santander, porque se cepilló en el campo a los clubes andaluces, asturianos, gallegos, valenciano y maño. Todos estos, a Segunda.
Otra pregunta: ¿a quién cabreo muchísimo esta selección de categorías? Al Celta de Vigo, porque resulta que el Celta había nacido a raíz de la fusión de dos equipos y los títulos que tenían en su haber estos dos clubes no se contabilizaron para que el Celta entrara por derecho en la Primera División. Los gallegos estuvieron de morros con la Federación de Fútbol toda aquella temporada.
Algunos echaron la culpa de esta exclusión del Celta a la presión de los periodistas, porque, claro, los partidos había que cubrirlos, y no es lo mismo viajar hoy de una ciudad a otra que hacerlo en los años veinte. Más claro: que Vigo pillaba muy lejos.
En resumen, que en más de ochenta años de campeonato las cosas no han cambiado tanto. De hecho, en aquella primera temporada también ganó el Barça.
Hacia finales de febrero de cada año se entregan los Oscar. Durante las semanas previas solo hay quinielas con los favoritos, porque los nominados se enteran en el mismo momento si han sido premiados, cuando oyen al presentador decir eso de «And the winner is…». Pero no ha sido así siempre.
El 18 de febrero de 1929 se dieron a conocer los primeros galardonados por la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas. Pero los premiados no recibieron su estatuilla hasta tres meses después. No hubo tensión de glúteos, no hubo nervios… se cargaron la sorpresa. Aunque pusieron remedio de inmediato, porque los yanquis son únicos creando espectáculo.
Aquel 18 de febrero se supo que el premio a la mejor película fue para Alas y que la mejor actriz fue Janet Gaynor, pero no por un papel concreto, sino por su trabajo en las tres películas que hizo el año anterior. Tres meses después, a mediados de mayo, se reunieron doscientos y pico invitados en el hotel Roosevelt de Hollywood y allí, durante una cena con muy poca prensa, los premiados recibieron sus estatuillas.
Los avispados organizadores, sin embargo, se percataron de que aquella gala podía tener mucho futuro y decidieron crear un poco de tensión para acaparar más repercusión mediática. Al año siguiente, el nombre de los premiados se revelaría solo durante la cena. Eso sí, para asegurarse que la noticia estuviera al día siguiente en toda la prensa, el nombre de los premiados se facilitaba a los periódicos antes de la gala, con la promesa de que guardarían el secreto para no reventar la sorpresa. Es lo que se llama en periodismo una «noticia embargada». Es decir, el medio tiene la información, pero se compromete a no difundirla hasta determinado momento.
Los periódicos cumplieron su compromiso durante diez años, hasta que uno de ellos, el bocazas de Los Angeles Times, se pasó de listo y fastidió a todos al hacer público el nombre de los premiados. Hizo una tirada con una edición especial horas antes de la entrega de los Oscar.
Desde entonces, desde 1941, se custodian con mucho celo los sobres lacrados que guardan al ganador, y los periódicos en papel se han quedado a la cola a la hora de informar. Es lo que tiene faltar a la palabra dada.
Es tan grata la noticia de que un periódico español continúe vivo y coleando más de ciento treinta años, después de su primer ejemplar, que no queda más remedio que recordar el parto de la criatura, felicitarla y felicitarse. El 1 de febrero de 1881 veía la luz en Barcelona La Vanguardia, «Diario político de avisos y noticias. Órgano del Partido Constitucional de la Provincia». Todo esto ponía en su cabecera, porque hubo un tiempo en el que los periódicos tenían el valor de decir, en letras bien gordas y sin tapujos, por qué partido bebían los vientos.
Y La Vanguardia nació, a las claras, como órgano de una fracción del Partido Liberal de Barcelona, que aspiraba a conseguir la alcaldía de la ciudad. Para hacer una buena campaña no hay nada como tener un periódico de tu lado. Pero eso era antes. Ahora ya no… Ahora La Vanguardia, como todos, por supuesto, es independiente. Ejem…
El primer número del diario es para verlo: todo letras… ni una foto… iba todo seguido. Y el diseño no era por columnas, sino por filas… a lo ancho. Describo la primera página de aquel primer número, en la que la única información que había era la del tiempo, y que entonces llamaban «afecciones meteorológicas». Gracias a esa información de las afecciones sabemos que aquel primero de febrero el día en Barcelona amaneció nublado, con vientos flojos del suroeste y trece grados. Ya está. Esa era la única actualidad de la primera página. Lo demás, todo publicidad.
El primer anuncio, justo debajo del tiempo y en mitad de la página, era de «Inyección Salvat. El mejor específico para la curación de toda clase de flujos». Y la siguiente publicidad incumbía a una gragea universal que se vendía a peseta el frasco y que curaba el reúma, el herpes y cualquier enfermedad venérea. La gragea también era fórmula del doctor Salvat, un médico que, a la vista está, era una máquina haciendo medicamentos, porque más abajo, en la misma primera página, había otro anuncio suyo para curar el catarro de la vejiga, la impotencia y las estrecheces, o sea, el estreñimiento.
Solo a partir de la segunda página de aquel primer ejemplar de La Vanguardia uno podía enterarse de las intenciones ideológicas del periódico, de la información comercial, de los números premiados en las rifas, del movimiento de buques en el puerto y de la cartelera teatral.
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