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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (39 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Y a Himmler se le fue la cabeza: desalojó a los vecinos del pueblo de al lado, instaló un campo de concentración para que la mano de obra le saliera gratis, construyó una cripta donde ardería una llama eterna en honor de los oficiales muertos de la SS, llenó todas las cúpulas y suelos con esvásticas y héroes mitológicos germanos… y el colmo fue cuando instaló una mesa redonda… ¿para cuántos?

Eso. Para doce oficiales de la SS: sus doce caballeros. Hasta se empeñó en que le localizaran el Santo Grial para guardarlo en el castillo.

Lo que pasa es que la guerra se les fue poniendo en contra y Himmler no pudo rematar su elitista escuela de nazis. Incluso intentó volarla antes de que cayera en manos enemigas. Ahora, el castillo de Wewelsburg es un magnífico museo del que se sale aún más convencido de lo que ya se sabía: que los nazis estaban como cabras.

Las leyes de Núremberg

Cuando se menciona Núremberg, ya está, lo primero que viene a la cabeza son los famosos juicios en los que los aliados sentaron en el banquillo a todos los líderes nazis que no se habían suicidado. Pero lo que puso a Núremberg en el mapa no fue aquel tribunal de guerra. Fueron unas leyes, las famosas Leyes de Núremberg de Pureza Racial. Se aprobaron el 15 de septiembre de 1935.

Hitler sufrió una hemorragia de orgullo y satisfacción cuando las vio ratificadas por unanimidad: por fin los judíos alemanes dejarían de ser considerados alemanes. Quedó inaugurada la temporada de caza.

En Núremberg se celebraba cada año el congreso del partido nazi, y para la reunión de 1935 Hitler llevaba en la cartera un tema fundamental: proteger de impurezas la sangre aria y dejar claro quién sería declarado a partir de ese momento alemán puro.

Dónde se ha visto que el congreso de un partido político dicte las leyes, pero es que en el caso de los nazis daba igual, porque Hitler era el dueño del cortijo. Suyos eran el partido, el Parlamento y Alemania entera.

Lo que se decidió en aquel congreso fue que ningún judío pudiera ser considerado ciudadano alemán. No podrían, por tanto, ejercer cargos públicos ni votar asuntos políticos. Esto de votar, la verdad, era una tontería, porque en aquel momento solo se podía votar al partido nazi.

¿Recuerdan cuando en el colegio nos enseñaban los gráficos de guisantes con las leyes genéticas de Mendel? Pues unos cuadros similares dibujaron los nazis para establecer quién era alemán, judío o mestizo. Para ser considerado alemán tenías que tener los cuatro abuelos alemanes. Pero en cuanto tuvieras un abuelo judío y tres alemanes, ya te ponían en la lista negra y se perdía la categoría de ciudadano del Tercer Reich.

Por supuesto, a partir de la aprobación de las Leyes de Núremberg nada de intimidades entre unos y otros. Si pillaban a un alemán liado con una judía, todos a la cárcel, y si a una familia judía se le ocurría contratar como empleados de hogar a alemanes, se le caía el pelo.

Y, por cierto, negros y gitanos entraban en la misma categoría que los judíos. Allí no se libraba nadie.

El encuentro de fútbol que irritó al Führer

Puede que el partido de fútbol que más enfadó a Hitler fue el que se jugó el 9 de junio de 1938 y que enfrentó a las selecciones de Suiza y Alemania en París.

Era uno de los partidos de octavos de final de la Copa del Mundo de Fútbol. Los suizos se merendaron a los alemanes, 4 a 2, y como a Hitler no le gustaba perder ni a las chapas, aquello le crispó el bigote. Aquel partido fue en realidad un calco de lo que acabaría siendo la Segunda Guerra Mundial. El rodillo alemán arrancó imparable para acabar vencido y humillado.

El partido empezó calentito, porque los alemanes saltaron al césped saludando brazo en alto, a lo que todo el estadio respondió cantando «La Marsellesa». Y comenzó el encuentro.

Un suizo marcó en propia meta: uno cero para Alemania. Y luego un alemán la metió donde debía: dos cero. Pero el seleccionador suizo Karl Rapplan contrarrestó el rodillo alemán poniendo en marcha un sistema llamado le betón, el hormigón, que es lo mismo que lo que nosotros llamamos el cerrojo… ya saben, retrasar un centrocampista hasta la defensa. Ahí cambiaron las tornas.

Los suizos colaron uno… dos… tres y hasta cuatro goles; por supuesto, en mitad del delirio del estadio, porque los franceses iban con Suiza. Ya tenían calado a Hitler y sabían que la estaba liando en Europa.

La selección alemana, tan aria, tan rubia y con los ojos tan azules, volvió al país con las orejas gachas, y no quieran saber la que les cayó a los jugadores cuando llegaron a Berlín, porque no es lo mismo que te eche una bronca Pep Guardiola a que te la eche Hitler.

Aquello era un desastre para el orgulloso Tercer Reich, que utilizaba el deporte y las masas que arrastraba como instrumento de propaganda. Hasta dónde llegaría la rabia, que Goebbels, que antes del encuentro había dicho que ganar un partido era más importante que conquistar un pueblo del Este, acabó prohibiendo jugar a la selección alemana de fútbol.

Aunque, la verdad, la Segunda Guerra Mundial estaba a un paso, y ya nadie quería jugar con ellos.

La fallida Operación Félix

Hitler le tenía ganas a Gibraltar. Quién no. Estuvo entre sus principales objetivos durante la Segunda Guerra Mundial: si conseguía quitarle el Peñón a los ingleses teniendo como amiguitos a Mussolini en Italia y a Franco en España, ya no habría quien le tosiera en todo el Mediterráneo y el Estrecho quedaría cerrado para los aliados.

Por eso el 4 de noviembre de 1940 Hitler aprobó y rubricó la Operación Félix, un plan maestro para invadir Gibraltar. La maquinaria nazi se puso en marcha para atacar en enero de 1941.

Hitler ya había tenido su famoso encuentro con Franco en Hendaya solo unos días antes, pero no se había rematado un acuerdo. El Führer se llevó puesta la idea de que Franco era un pazguato adulador, empeñado solo en conseguir las mayores prebendas posibles a cambio de permitir el paso por España de las tropas alemanas para alcanzar Gibraltar.

Hitler, sin embargo, confiaba en que acabaría convenciendo a Franco para que se mojara en la guerra. Al fin y al cabo él le había enviado a la eficiente Legión Cóndor cuando Franco le pidió ayuda. Ahora llegaba el momento de cobrar la deuda.

Pero Franco nadaba en un mar de dudas: como dejara pasar a Hitler, a España se le iba a caer el pelo con los aliados, y esto, con un país metido en plena posguerra, era como salir de Málaga para meterse en Malagón. Por otra parte… ¿por qué no ayudar a Hitler… con lo bien que le caían los nazis y lo mucho que iban a mandar en Europa? Señor, Señor… qué hacer.

Y mientras Franco se lo pensaba, Hitler a su bola. Aprobó la Operación Félix con orden de inducir a Franco para entrar en la guerra de inmediato y movilizar grupos de reconocimiento que organizaran el ataque a los barcos ingleses de la bahía de Gibraltar, la ocupación de las Canarias, de Portugal y las islas de Cabo Verde, las Azores y Madeira. Ya puestos, lo invadían todo.

Pero a Franco le vino Dios a ver, porque a Hitler se le complicó la cosa en los Balcanes, en el Este y en Marruecos y decidió congelar la Operación Félix. Porque si a Hitler se le hubiera puesto a tiro la invasión de Gibraltar, a Franco no le hubiera quedado otra que decir: «Ja, mein Führer».

La mal calculada Operación Barbarroja

Hitler se levantó eufórico el 18 de diciembre de 1940. Estaba decidido. Había que invadir la Unión Soviética, aniquilar al Ejército Rojo y quedarse con la parcelita. Así que ese mismo día reunió a sus generales y les dio una directiva de guerra para que movieran el trasero y comenzaran a organizar el ataque. Quería una guerra-relámpago; es decir, invadir en mayo y en julio estar de vuelta ya con Alemania como propietaria de la Unión Soviética. Aquel 18 de diciembre se pusieron los cimientos de la Operación Barbarroja.

Sin embargo, casi nada salió según lo previsto. Se atravesó Mussolini, se atravesó la meteorología y, sobre todo, se atravesó Stalin.

La invasión alemana debería haber comenzado el 15 de mayo siguiente, pero un amigote de Hitler, Mussolini, se metió en el fregado de invadir Grecia, y como Hitler tuvo que echarle una mano, perdió un tiempo precioso. Encima, aquel mayo se presentó lluvioso, lo cual retrasó los preparativos. Total, que entre unas cosas y otras, las tropas alemanas no pudieron poner la bota en tierra soviética hasta mes y pico después de lo previsto.

«Bueeeeno… no pasa nada —dijo Hitler—, meted el turbo y en dos o tres meses quiero que toméis Moscú y me traigáis el bigote de Stalin». El 22 de junio cuatro millones de soldados del ejército alemán, ocupando un frente de mil seiscientos kilómetros, entraban en la Unión Soviética.

Al principio no fue mal, pero Hitler calculó fatal la capacidad de Stalin para movilizar a la población. Por muchos soviéticos que matara, por muchos soldados que apresara, salían rusos de debajo de las piedras. Y es que Stalin hizo un reclutamiento de libro, y en solo unos días llevó a filas a quince millones de soldados de entre diecinueve y cuarenta años.

Si a ello se añade que organizó una guerrilla que iba hostigando a los alemanes por la retaguardia, que estableció la famosa política de «tierra quemada» —cuando veían acercarse a los nazis lo incendiaban todo para que nada útil cayera en sus manos—, resultó al final que el avance de Hitler, más que relámpago, fue a trompicones.

Hasta que a los alemanes se les echó encima el peor de los generales rusos: el general invierno. Igualito, igualito, que lo que le pasó a Napoleón.

Si es que no escarmentaban…

Donde esté un buen derby, que se quite una invasión

La pasión futbolera no es de ahora. Nos pueden comer los problemas, pero donde esté un gran partido a mil euros la reventa, que se quite la crisis. El 22 de junio de 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, comenzó la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética por parte del Tercer Reich, tal y como ha quedado recogido en las líneas precedentes. ¿Alguien cree que los alemanes estuvieron pendientes de ello… de uno de los hechos más graves y que ha traído peores consecuencias para la era moderna? Noooooo… el único interés aquel domingo 22 de junio estuvo en un campo de fútbol. Se jugó el partido de final de la Liga alemana. Y pásmense, el equipo que ganó no era alemán.

Jugaban el Shalke 04 y el Rapid de Viena en el estadio olímpico de Berlín. ¿Y por qué jugaban alemanes contra austriacos si era la final de liga alemana? Porque Hitler se había anexionado Austria en 1938, con lo cual todos los equipos eran «del país». Pero aquel partido no enfrentaba a dos equipos alemanes, sino a austriacos contra alemanes.

Fue una guerra en el césped. En los siete primeros minutos de la primera parte, dos goles del Shalke… y el estadio boca abajo. En el minuto 58 del segundo tiempo llegó el tercer gol, y ahí ya los alemanes hacían el pino con las orejas. Hasta que el Rapid de Viena despertó.

En el minuto 60, primer gol austriaco; un minuto después, el segundo; el tercero llegó de penalti en el 63, y en el minuto 70 colaron el cuarto con un trallazo de un tiro libre. Cuatro goles en diez minutos y el estadio llorando a moco tendido. Los austriacos ganaron la Liga alemana. Ahí está la explicación de por qué el Rapid de Viena es uno de los pocos equipos de fútbol que figura como campeón de Liga en dos países distintos.

Pero Alemania se tomó venganza. A los jugadores del Shalke nunca los movilizaron a primera línea de fuego en la guerra, pero a varios jugadores austriacos los enviaron al frente ruso, el más duro.

Aquel 22 de junio, noventa y cinco mil forofos atestaban el estadio de Berlín y el resto siguió el partido por la radio. Mientras, tres millones de soldados del Tercer Reich invadían la Unión Soviética. Pero la Operación Barbarroja solo era un partido de segunda división. Un partido que también perdió Alemania y que dejó en el terreno de juego un millón de muertos.

La solución final

El recuerdo histórico que llega a continuación acongojaría aún más si no fuera porque la rabia por los exterminados de entonces no les ha impedido a algunos convertirse en aniquiladores. El 20 de enero de 1942, a un nazi segundón se le ocurrió proponer el método perfecto para organizar de forma efectiva la llamada solución final; o sea, el procedimiento para el traslado y exterminio de judíos.

Fue Adolf Eichmann quien tímidamente levantó el dedo en una reunión y dijo: «Yo creo que si subimos a todos los judíos a trenes, los llevamos a campos de concentración y los gaseamos acabaríamos en un pis pas». Y a Hitler le pareció bien.

La macabra idea la planteó Eichmann durante una reunión de nazis a las afueras de Berlín; una reunión que duró exactamente ochenta y cinco minutos. Menos de hora y media en la que se diseñó la arquitectura del Holocausto. Hasta aquel 20 de enero el problema nazi era que estaban localizando y acumulando judíos sin orden ni concierto, pero esa no era la solución para eliminarlos de la vida alemana.

Como Eichmann era un meticuloso organizador, planteó, primero, hacer un censo de judíos en Europa; luego, reunirlos en guetos; después, subirlos a los trenes de la muerte, desembarcarlos en los campos de concentración y, una vez allí, iniciar el exterminio.

La logística de Eichmann funcionó de perlas. Se demostró tan efectiva que algún responsable de campo de concentración se quejó de que le enviaba más hombres de los que le daba tiempo a matar.

La solución final al problema judío que aplicaron los nazis ha sido una de las mayores vergüenzas de la humanidad, por eso la mala conciencia de la diplomacia mundial por haber permitido el exterminio de millones de personas se lavó hace medio siglo poniendo en manos de los judíos un territorio que, según ellos, les correspondía por mandato divino.

Nunca antes ni después ha pesado tanto el arbitrario voto de Dios en política. Un Dios implacable que sigue demostrando carecer de piedad.

Pétain, el amigo francés

Creían los franceses que dejar el país en manos del político y militar Henri Philippe Pétain para plantar cara a Hitler sería la tercera mejor idea de su historia (la primera fue emprender la Revolución y la segunda enviar a Napoleón a hacer gárgaras). Pero se colaron.

El mariscal Pétain no solo se prestó a ser un monigote en manos de Hitler, sino también un cómplice del horror nazi. Hasta que el 18 de noviembre de 1942 Pétain renunció como jefe de Estado porque ya lo tenía todo en contra. Lo malo es que renunció solo un poco, puso en su lugar a uno de los suyos y continuó haciendo la puñeta dos años más.

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