Evangelina, la hija del autor, escribió que a su padre le trajo al pairo aquel desastre de estreno, porque su teatro gustaría a todo el mundo en cuanto Jardiel Poncela se muriera. También lo sabía él cuando dijo aquello de: «Si queréis mayores elogios, moríos».
Utilizar a la ligera titulares periodísticos tan llamativos del tipo «el golpe del siglo», «el partido del siglo» o «el robo del siglo» provoca que al final nadie nos creamos nada. En el siglo XX se produjeron diez o doce derbis futboleros que fueron partidos del siglo, y en el XXI llevamos tres o cuatro, y eso que lo acabamos de empezar. Pero en honor a la verdad, sí hay un golpe que se merece, y aún ostenta, el título de «robo del siglo». Sucedió el 18 de marzo de 1990 en un museo de Boston. Los cacos se llevaron tres Rembrandt, un Manet, un Vermeer y siete obras más. No se ha recuperado ni una.
El robo se produjo en uno de los museos más prestigiosos de Estados Unidos, el Isabella Stewart Gardner de Boston. Nadie se explica la facilidad con la que birlaron doce obras de valor —como se suele decir— incalculable. Aquella medianoche del domingo 18 de marzo el museo lo custodiaban dos guardias de seguridad. Por allí se acercaron dos policías que advirtieron a los guardias de un altercado grave en las inmediaciones del museo y pidieron inspeccionar el edificio. Los guardias abrieron, los falsos polis entraron, y ya está. Así de fácil.
Con los guardias atados y amordazados, los cacos estuvieron hora y media paseándose por el museo y eligiendo obra. La más valiosa que se llevaron fue uno de los pocos óleos que existen del pintor holandés Jan Vermeer, ya saben, ese maestro de la luz sobre el que se hizo la película La joven de la perla.
Pero es que también se llevaron tres Rembrandt, uno de ellos la famosa pieza Tempestad en el mar de Galilea. Desde entonces hasta hoy han pasado más de veinte años sin una pista, sin un indicio, sin la más mínima sospecha de quién perpetró el robo del siglo. La policía especializada en estos asuntos anda de cabeza y aún hoy se pregunta la razón de que los cacos no se llevaran la pintura más valiosa que guarda, no solo el museo, sino Estados Unidos. El rapto de Europa, de Tiziano, se libró del robo, y aún no se sabe por qué. Los cacos, que estarían tontos…
Si hay una historia literaria y musical que aglutina todos los tópicos universales sobre España, esa es Carmen. La Carmen novelera de Mérimée. La que luego derivó en la cantarina de Bizet. La misma Carmen que el 3 de marzo de 1875 se estrenaba en un teatro de París. Aquel día la ópera Carmen se hizo de carne y hueso en la piel de una andaluza revolera que ya quedó para ojos europeos como la spanish typical woman. No se puede decir que el estreno fuera un fracaso, pero tampoco un éxito. Si Bizet no llega a morirse tres meses después, a lo mejor Carmen se hubiera quedado en el limbo operístico.
Ahora nos enorgullece que la historia de una española protagonice una ópera de éxito continuado y constante desde hace siglo y pico, pero hasta hace relativamente poco, muy poco, no fue así. Carmen se consideraba una españolada que mostraba al mundo lo peor de nosotros: cigarreras, toreros, bandoleros, luchas a navajazos… muy propio de España y olé. Hasta los maestros Quintero, León y Quiroga pusieron letra y música a la copla que reivindicaba a una española muy alejada del tipismo de aquella Carmen:
Yo soy Carmen la de España,
cigarrera de Sevilla,
y a los guapos de Triana
hago andar de coronilla.
Pero no es verdad la historia
que de mí escribió un francés,
al que haría pepitoria
si yo lo volviese a ver (…).
Yo soy la Carmen de España
y no la de Mérimée.
Pero al margen de cómo cayera en España la typical spanish Carmen, lo cierto es que el pobre George Bizet se llevó un tremendo disgusto cuando comprobó la frialdad con la que había sido recibida su función en París. La historia era demasiado cruda, demasiado arrabalera para un público de ópera tan finolis. Quizás se aguantaba bien leída en la obra de Mérimée, pero no representada sobre un escenario operístico. Bizet sufrió mucho con aquel éxito a medias. Sufrió tanto que su enfermedad se agravó, y justo tres meses después del estreno, el 3 de junio, se murió con solo treinta y seis años. El disgusto debió de ser gordo, muy gordo.
Pero con que le hubiera echado un poquito de paciencia, habría comprobado el vertiginoso éxito que Carmen alcanzó luego en Londres, Viena, San Petersburgo, Estocolmo, Budapest… En todo el mundo, menos aquí. A España no llegó hasta pasados unos años, y la mayoría arrugó el morro cuando la vio.
Hay cosas que no se explican. Cómo es posible que la única obra de teatro que se representa con regularidad, que gusta la pongas donde la pongas y que ha dado lugar hasta a la creación de un verbo que se conjuga en su presente de indicativo como «yo donjuaneo, tú donjuaneas, él donjuanea…», cómo es posible, insisto, que debutara con un estrepitoso fracaso. El 28 de febrero de 1844 se estrenó en el teatro de la Cruz de Madrid Don Juan Tenorio. El público salió con el gesto torcido y la crítica dijo que solo era una miserable parodia.
Pero todo tiene una explicación. En primer lugar, y para quien no lo sepa, el mito de Don Juan no lo inventó Zorrilla. Se atribuye a la pluma de Tirso de Molina cuando parió El burlador de Sevilla. Después utilizaron el personaje lord Byron, Molière, Dumas… hasta que el propio José Zorrilla revisó la historia y se marcó, en solo veinte días, un nuevo drama en verso.
Y llegó el estreno, pero es que no se puede poner a una actriz de ochenta kilos y treinta y dos años en el papel de una doña Inés casi adolescente. La actriz era Bárbara Lamadrid y lo hizo fatal. La obra fracasó y hubo que retirarla del cartel. Tan disgustado quedó Zorrilla que, visto que ya nadie estaba dispuesto a representarla, decidió vender todos los derechos a un editor para ver si al menos funcionaba como libro. Ocho mil reales le dieron. Poca cosa, la verdad, y en ese momento se desembarazó de su fracasado Don Juan Tenorio.
Pero pasaron dieciséis años y un actor, Pedro Delgado, decidió reestrenar el Don Juan. El teatro Novedades se vino abajo. Debutó un primero de noviembre, y ahí tienen la explicación a por qué, desde entonces, ha quedado como tradición representar el Tenorio en las fechas de Difuntos.
Nadie crea que Zorrilla se alegró del éxito de la obra. Al contrario. Se pilló un cabreo monumental porque, como había vendido todos los derechos, no recibía ni un real pese a que el Don Juan se convirtió en una máquina de hacer dinero. Zorrilla sufrió mucho con los vítores que recibía su creación y pasó el resto de su vida renegando de ella: «Cuán gritan esos malditos, pero mal rayo les parta, que por su culpa vendí mi farsa, y me salen caros sus gritos».
Vamos a derribar un mito. El 4 de febrero de 1927 se estrenó El cantante de jazz, la primera película sonora de la historia de la cinematografía. Pues no. Mentira cochina.
Vale que un estadounidense fue el primero en utilizar el sonido sincronizado con la imagen, pero falso que del actor Al Jolson saliera la primera palabra que se oyó en el cine. Cuatro años antes de que se estrenara El cantante de jazz los espectadores del cine Rivoli de Nueva York oyeron cantar en una película rodada en español a una chavala de dieciséis años ataviada con mantilla y peineta. Era Conchita Piquer, la primera a la que se oyó cantar en el cine interpretando la melodía Del diablo o del demonio.
La película El cantante de jazz la recogen todas las enciclopedias como la primera película sonora, pero ya ha quedado demostrado que no, que fueron otras, y una de ellas con audio español. Fue el guionista Agustín Tena quien localizó en la Biblioteca del Congreso de Washington la copia de una película de once minutos rodada en 1923, cuatro años antes de la cacareada El cantante de jazz.
Aparecía una jovencísima Conchita Piquer marcándose un cuplé, una jota aragonesa, una copla con castañuelas incluidas, un recitado y hasta un fado portugués. Así que, una de dos, o la Biblioteca del Congreso de Washington desconocía que guardaba entre sus fondos una película sonora anterior a El cantante de jazz, o son unos tramposos y se callaron para no admitir que Conchita Piquer cantó antes en el cine.
Tampoco hay que caer en el chovinismo, porque ni siquiera la de Conchita Piquer fue la primera película sonora. Fue la primera rodada en español y, por supuesto, muy anterior a El cantante de jazz, pero antes hubo otras realizadas por Lee DeForest, un ingeniero electrónico que patentó el Phonofilms, un artilugio que servía para grabar en la misma banda del celuloide voz e imagen.
Llevaba años haciendo pruebas y rodó varias cintas antes de que El cantante… se llevara la gloria. Lo que pasa es que nadie le hizo puñetero caso porque eso del sonoro, decían los listos, no iba a triunfar. Desde luego, lo clavaron.
Que Mozart era un tipo desconcertante… vale, está admitido. Es lo que tienen los genios. Y se permitió seguir desconcertando al personal hasta el último momento. El 30 de septiembre de 1791 se estrenó en un teatro de Viena La flauta mágica, una ópera que gustó a rabiar, cierto, pero que dejó al patio de butacas intentando entender aquella obra, cuajada de mensajes complejos mezclados con un hombre pájaro que tocaba una flauta de pan y un reino encantado en mitad de un bosque. La flauta mágica fue la última genialidad de Mozart. Dos meses después, con solo treinta y cinco años, kaput.
La flauta mágica es mitad cuento de hadas, mitad manifiesto ideológico, porque tanto Mozart como el autor del libreto eran masones, y en esta ópera incrustaron los principios fundamentales de la masonería. Hay tanta simbología presente, tanto mensaje oculto que por eso algunos programas de mano de La flauta mágica son unos tochos impresionantes que buscan explicar los recovecos metafísicos de la obra.
Pero hubo que tomar medidas para que Mozart la acabara, porque este hombre se distraía con el vuelo de una mosca y a veces había que encerrarle para que terminara los encargos.
Ya le pasó con la ópera Don Giovanni, que terminó la obertura la noche antes del estreno porque no había quien sacara al compositor de las fiestas. Cuando el empresario le dijo que estaban a menos de un día del estreno y aún faltaba la obertura, Mozart, dándose golpecitos en la frente, decía: «No se preocupe, que la tengo aquí… la tengo aquí». Y entonces el empresario también le dio otro golpecito en la cabeza y le contestó: «Pues ya, mi querido Mozart, pero los músicos no pueden leer ahí…».
Algo similar ocurrió con la composición de La flauta mágica. El empresario se aseguró de que la acabara porque lo encerró en un pabellón cercano al teatro. Con buena comida y buena bebida, pero encerrado. El propio Mozart dirigió el estreno de la obra, su última ópera, dos días después de terminarla. Y dos meses más tarde, en mitad del éxito, con seiscientos títulos compuestos y aclamado en toda Europa, Mozart murió sin un florín y con toda Viena pasando de él. Ya les vale. Ni una tumba le compraron.
Todos hemos dicho en algún momento eso de «quién me mandaría a mí meterme en este fregao». Giuseppe Verdi también lo pensó el 11 de marzo de 1867, el día de su premier mundial en París de la ópera Don Carlos, centrada en la leyenda negra de Felipe II y en la que el rey y la Iglesia española quedan como un trapo. Al estreno de Don Carlos acudió la emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo, española ella, que salió muy ofendida porque la ópera le pareció anticlerical, hereje e insultante. La repudió públicamente, y aquello fue suficiente para que el Don Carlos de Verdi sufriera un rotundo fracaso.
El estreno de una obra en París casi siempre le costaba la salud al autor, porque los franceses eran muy suyos. Las óperas tenían que representarse en francés y estar divididas en cinco actos. Los actores no podían hablar, solo cantar de principio a fin; y también había que incluir un ballet, y este ballet tenía que ir por narices en el tercer acto, nunca antes, para dar tiempo a que llegaran los aristócratas pijos rezagados. Si una ópera no estaba pensada con estas características, había que modificarla para que se ajustara; y si no, no se estrenaba en la Gran Ópera de París. Wagner, por ejemplo, tradujo a regañadientes su Tannhäuser al francés, pero metió el ballet cuando le vino bien, no cuando se lo exigieron. Hubo tal abucheo que la obra se hundió estrepitosamente.
Verdi, en cambio, se plegó a todas las exigencias y además descafeinó su ópera Don Carlos, basada en la obra dramática que escribió Friedrich Schiller, para que no se ofendiera la señora emperatriz doña Eugenia, que de todas formas se ofendió porque la obra saca al escenario los trapos sucios españoles. Lógico: la había escrito un alemán y recogía todos los desmanes que se permitieron Felipe II y su brazo armado, la Inquisición.
Es más, la obra acusa a Felipe II de asesinar a su hijo, el príncipe Don Carlos. La cuestión es: ¿a qué vino que Verdi se empeñara en estrenar en las narices de una emperatriz nacida en España una obra antiespañola en la que se señala a un rey español como asesino y fanático religioso? Alguien debió decirle: «¿Estás tonto… o qué?».
Cuentan que las colas para conseguir un par de butacas eran interminables. Que nadie se arrugaba pese a tener que aguantar cuatro horas de película sin levantarse del asiento. El 17 de noviembre de 1950 llegaba a dos cines de Madrid y Barcelona, por fin, Lo que el viento se llevó, también conocida en su momento como «Lo que el culo aguantó», debido a su duración. Y digo eso de que por fin llegó, porque la película hacía once años que se había estrenado en Estados Unidos.
Las autoridades censoras se pensaron muy mucho autorizar la proyección de Lo que el viento se llevó en España, porque, claro, la pesadita de Escarlata O’Hara se tira toda la película persiguiendo a un hombre casado, un rufián guaperas no deja de acosarla y encima sale una prostituta que resulta ser buena persona. Qué barbaridad… eso podría contaminar la recia moral española.
La película fue rechazada en primera instancia cuando la Metro intentó distribuirla en España porque se consideró que la protagonista tenía una vida, atentos, de «lascivia contumaz». Tuvieron que pasar once años para que una nueva intentona prosperara, aunque la calificación que puso la autoridad eclesiástica fue 3-R. O sea, para mayores con reparos, aunque estuvo en un tris de calificarla con un 4: gravemente peligrosa.