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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (30 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Cierto que los alemanes hicieron trampa aprovechándose de su mayor experiencia. La fullería fue como sigue. Una expedición alemana excavaba en Tell el-Amarna, un yacimiento que ocultaba la antigua ciudad de Ajetatón, fundada por el faraón Akenatón… ya saben, el marido de Nefertiti. Los arqueólogos dieron con el taller de trabajo de un escultor de la corte real, donde encontraron al menos cincuenta piezas, casi todas inacabadas. Entre ellas, allí tirado, había un busto policromado. Solo le faltaba el ojo izquierdo, pero porque el escultor nunca se lo llegó a poner. Ahí quedó la cosa, hasta que llegó el momento en que, como estaba acordado, los alemanes tuvieron que hacer el reparto de lo hallado con las autoridades egipcias.

El pacto era que, puesto todo sobre la mesa, los alemanes se llevaban la mitad de lo encontrado y la otra mitad quedaba en los fondos del museo de El Cairo. Ahora viene la trampa. Cuando los alemanes catalogaron las piezas, describieron el busto de Nefertiti como una obra de yeso sin valor de una princesa cualquiera. Los del museo se lo creyeron, y no se percataron de la corona azul que identificaba a Nefertiti, ni mucho menos de que la obra era de caliza y estuco, no de yeso.

Aquel 20 de enero la reina se convirtió en propiedad alemana y días después voló a Berlín. Nefertiti nunca ha salido de Alemania ni prestada. Egipto grita y patalea por recuperar su reina de serena belleza, pero Alemania dice que Santa Rita, Rita… que hubieran estado más listos.

Un David con mucho genio

Cuando los florentinos alzaron la vista y vieron aquella escultura, ni de lejos sospechaban que estaban contemplando la obra cumbre del Renacimiento. El 8 de septiembre de 1504, el David de Miguel Ángel se descubría en Florencia, en plena piazza della Signoria y en medio del pasmo general. Nada más verlo, lo bautizaron como El Gigante, porque aquello era eso… muy grande. Enorme e imponente. Nunca antes se había representado un David con semejante cara de mala leche.

El encargo del David a Miguel Ángel le vino de rebote, porque la pieza le había sido encomendada a un escultor primero y a otro después. Ni uno ni otro la remataron. Buonarroti estaba por aquel entonces en Roma, donde había terminado la Pietà, pero le chivatearon que el encargo para terminar el David se lo iban a dar a Leonardo Da Vinci.

Menudo era Miguel Ángel. Debió de pensar: «Antes de que se lo den a ese pintamonas de Leonardo, me planto en Florencia y termino yo el David». Y así fue.

Solo hay que remitirse a las propias palabras escritas por Miguel Ángel para conocer las intenciones de esa escultura. Escribió él: «Insistí para que la figura quedara en la piazza della Signoria como símbolo de nuestra República. Vencí. Arcadas fueron derrumbadas y calles ampliadas. Fueron necesarios cuarenta hombres y cinco días para llevarla hasta su lugar final. Toda la ciudad quedó sin palabras. Un héroe cívico, él estaba ahí para advertir a cualquiera que viniera a gobernar Florencia. Los ojos atentos… el cuello de un toro… las manos de un asesino… el cuerpo, un depósito de energía».

Y es que Florencia acababa de expulsar a los Medici, y con esa estatua plantaba cara a cualquiera que amenazara su independencia. El David no era una simple escultura. Y solo hay que fijarse en la postura. Apoyado en la pierna derecha, el hombro ligeramente caído, y la cabeza girada hacia la izquierda, justo mirando a Roma, para que los papas supieran que Florencia no les perdía de vista. Por si acaso.

Esa técnica medio desequilibrada se llamó contrapposto, pero bien podrían haberla llamado chulería.

Madama Butterfly, un fracaso muy bien dirigido

Hay grandes obras que han sufrido grandes fracasos en su estreno, pese a que hoy son clásicos inigualables. Zorrilla casi se corta las venas el día que debutó su Don Juan Tenorio, Giuseppe Verdi se hundió en el estreno de su Don Carlos, y el 17 de febrero de 1904 Puccini estuvo a punto de tirarse desde el puente más alto de Milán cuando vivió la escandalera que se montó en el estreno de su Madama Butterfly.

Y es que el público de ópera era muy suyo. Iba de exquisito, pero también sabía ponerse ordinario para arruinar una obra. Hombre, puede que la ópera fuera un poco plomo, pero tampoco era para ponerse así.

A la prensa le sentó muy mal que se le impidiera la entrada a los ensayos de Madama Butterfly. Se hizo solo por dar un poco de misterio a aquel drama entre el oficial estadounidense Pinkerton y la adolescente japonesa Cho Cho San, a la que mejor llamar Butterfly porque el nombre de pila suena fatal.

Los periodistas se molestaron por el veto y supieron cómo predisponer al público en contra. Hubo bronca desde la primera escena porque esa era la orquestada intención. Entre algún grito y algún abucheo, el pitorreo llegó cuando a la soprano se le infló el kimono por una corriente de aire y el patio de butacas se dedicó a corear: «¡La Butterfly está preñada!». A estas alturas ya nadie oía nada, pero todo terminó de liarse en una escena con efectos especiales.

Para ilustrar y ambientar un amanecer, se situaron, desperdigadas por el patio de butacas, unas personas que con unos silbatos imitaban los trinos de los pajaritos. Cuando los espectadores oyeron estos trinos, se lo tomaron a guasa y se unieron con más ruiditos de animales. Uno ladraba, otro rugía, otro cacareaba… Total, a la porra el momento dramático y poético en el que madama Butterfly estaba a punto de entregar a su hijo para después suicidarse.

Puccini calificó aquello como un linchamiento, retiró la obra y devolvió el dinero cobrado por su trabajo, pero no se rindió y retocó todo lo que hizo falta. Tanto retocó, que ahora hay cuatro versiones de Madama Butterfly.

Aquel 17 de febrero Puccini salió de La Scala de Milán como una moto, lo cual no es de extrañar porque la criada de la señora Butterfly se llama Suzuki.

La detención de Valle-Inclán

El escritor Ramón María del Valle-Inclán, gran engendrador de anécdotas por su carácter pendenciero y por su lengua viperina, montó el 27 de octubre de 1927 otra bronca de las suyas. Fue en el teatro Fontalba, en la Gran Vía de Madrid, durante el estreno de la obra El hijo del diablo, firmada por Joaquín Montaner y con Margarita Xirgu en el papel protagonista.

Organizó tal pelotera en el patio de butacas que los espectadores acabaron de los nervios, la actriz llorando en el camerino y Valle-Inclán, por supuesto, detenido. Aquello no fue espontáneo. Don Ramón lo tenía todo calculado.

Aunque la bronca y la vergüenza se la llevó la pobre Margarita Xirgu, los ataques de Valle-Inclán a su interpretación en realidad no iban contra ella, sino contra Joaquín Montaner, el autor de la obra El hijo del diablo. Don Ramón se la tenía jurada porque Montaner era en aquel momento secretario del comité organizador de la Exposición Universal de Barcelona de 1929 y había contado para participar en ella con muchos autores teatrales y periodistas. Con muchos, pero no con Valle-Inclán. Así que don Ramón se fue al teatro Fontalba a reventarle la obra.

Tras uno de los parlamentos de Margarita Xirgu, el patio de butacas aplaudió, y un espectador se levantó y gritó: «¡Sí señor! ¡Muy bien!». Y en estas se pone en pie Valle-Inclán y grita: «¡Mal, muy mal! ¡Lo ha dicho como una cocinera del Llobregat!».

El público se quedó cuajado, y Margarita Xirgu, al reconocer la voz del prestigioso don Ramón, se vino abajo y se echó a llorar en mitad del escenario, a lo que los espectadores reaccionaron dedicándole un fuerte aplauso y gritos contra el escritor. Como la bronca continuaba, allí entró un policía que le dijo a Valle que le acompañara fuera.

—¿Y usted quién es? —le dijo Valle.

—Soy la autoridad —contestó el guardia.

—¡De eso nada! En un teatro la única autoridad soy yo porque soy crítico… ¡Animal!

Así que el policía tuvo que llevárselo a la fuerza entre los aplausos del público, mientras Valle-Inclán gritaba: «¡Suélteme! ¡Arreste a los que aplauden!».

Don Ramón acabó en comisaría una vez más y nos dejó para el anecdotario teatral otra de sus genialidades. Era incorregible.

El arte culinario de Antonin Carême

Arzak, Subijana, Ruscalleda, Martín Berasategui… Pues hagan el favor de añadir a la lista a un gran tipo que valía tanto como todos ellos, pero con la mitad de medios a su alcance: Antonin Carême, quizás el cocinero más innovador y genial que ha dado la historia culinaria.

Dicen que el 12 de enero de 1833, cuando intentaba explicarle a un alumno cómo mejorar una receta de albondiguillas, Antonin Carême murió entre fogones. Una pena, porque hubiera tenido más glamour morir haciendo un volován de frutos de mar al aroma de romero con reducción de Armañac. Pero no, tuvieron que ser albondiguillas.

Antoine Carême, más conocido como Antonin, pasó directamente de ser un muerto de hambre al creador de la alta cocina. A esto se le llama, literalmente, empezar desde abajo. Sus padres, que ya tenían demasiados hijos, lo abandonaron en las calles de París como a un perrillo. Un tabernero lo amparó y le dijo: «Anda, entra a la cocina y te ganas un mendrugo de pan fregando jarras». En qué hora… porque el crío le pilló el gusto y ya no paró. Estuvo tan atento que pasó de friegaplatos a genial pastelero; luego, que si hago una salsa, que si después decoro un plato, que ahora suprimo las grasas… y se acabó eso de servir un lomo de merluza al lado de una chuleta de cordero. Carne y pescados, en platos distintos.

Pero es que, encima, entre receta y receta escribía libros… y los ilustraba. En resumen, que entre los reyes y príncipes europeos hubo tortas por hacerse con los servicios de Carême.

Para identificar mejor a este hombre, un par de pistas. El famoso volován, ese pastelillo de hojaldre que se mete en el horno y sube por su cuenta, lo inventó él, pero el nombre se lo puso uno de sus ayudantes. Cuando Carême se puso a hornear aquella masa ligera que empezó a elevarse, el ayudante se asombró y exclamó: «Elle vole au vent!» («¡Vuela al viento!»). Ahí tienen lo que nosotros llamamos, después de quitarle el finolis acento francés, volován.

Pero inventó más cosas: el uniforme de los cocineros, con su gorro alto, su pantalón y su casaquilla, todo de color blanco, para que el cliente viera que eran señores pulcros. Tanta labor creativa acabó con él, y así fue como unas simples albondiguillas remataron a Antonin Carême. Y nunca utilizó la Thermomix. No había donde enchufarla.

Amores y fiascos
The Spanish Match

Allá va la historia de un colosal tejemaneje inglés para casar a su príncipe heredero con una hija del rey de España Felipe III. Un episodio que acabó con los ingleses de los nervios y que allí, en Gran Bretaña, conocen como The Spanish Match. Aquí podríamos llamarlo, simplemente, Operación Tomadura de Pelo. El 7 de julio de 1623, San Fermín, el príncipe Carlos de Inglaterra, como loco por pescar a una infanta española, aceptó ante el rey en Madrid todas y cada una de las draconianas condiciones para casarse y unir las coronas. Le dio igual. Al final los españoles dijimos: «Oye, que no… que lo dejes. Que eres inglés y no nos gustas».

Inglaterra y España, ya saben, enemigos declarados. En el siglo XVII, sin embargo, lo pasamos más o menos en paz. Una paz muy frágil, pero paz al fin y al cabo. El rey inglés Jacobo I quería afianzar esa armonía, asentar una concordia más duradera, y negoció con Felipe III el casamiento del heredero Enrique de Inglaterra con la infanta Ana.

Pero España, a la vez que negociaba con Inglaterra, acordó con Francia casar a la niña con el futuro Luis XIII. El rey inglés montó en cólera, pero Felipe III dijo: «Calma… mucha calma… que tenemos infantas de sobra. Casamos al heredero inglés con María en vez de con Ana». Pero en estas va Enrique de Inglaterra y se muere. Corre el escalafón y pasa a ser heredero el príncipe Carlos, luego sería él el que se casaría con María. ¿Se han perdido?

Pero había más problemas. Cómo casar a la católica infanta española con un hereje anglicano. Solución: como quedaba feo deshacer el pacto, la corona española se dedicó a buscar inconvenientes para provocar que los ingleses se aburrieran y dejaran de dar la vara con la boda: dispensas papales, condiciones religiosas…

Como la cosa se alargaba, al príncipe inglés Carlos no se le ocurrió otra que plantarse de incógnito en España, disfrazado y bajo el nombre de John Smith, para negociar en persona y volver a Inglaterra con la esposa puesta. Cuatro meses se tiró negociando, para al final decir a todo que sí aquel 7 de julio. Aceptó hasta convertirse al catolicismo. Pero fue abandonar suelo español, pendientes ambas partes solo del matrimonio por poderes, cuando desde España se le comunicó al delfín Carlos que, de lo dicho, nada de nada. Que no había boda.

Carlos se quedó sin esposa, los ingleses recibieron la noticia con alivio porque no les gustaba el apaño, y un año después Inglaterra nos declaró la guerra por haberles toreado durante diez años.

Matrimonios a pares

Si en las líneas que preceden hablábamos de un compromiso matrimonial frustrado, en las que siguen toca celebrar dos bodas de larga duración que, sin embargo, tenían todas las papeletas para haber fracasado. El primero de abril de 1843 los hermanos siameses Chang y Eng se casaron con dos hermanas gemelas en Carolina del Norte, en Estados Unidos. Con qué ánimo se pueden llevar a cuestas dos matrimonios cuando los maridos son inseparables. Literalmente inseparables. Pues como buenamente se pueda, porque cuando una esposa estaba con su marido, por narices tenía que estar con su cuñado, y en estos casos más vale llevarse bien.

Los siameses son hermanos gemelos unidos por una parte de su cuerpo, y precisamente el término «siamés» viene de Siam, el lugar donde nacieron los hermanos Chang y Eng, y que ahora está en la actual Tailandia. Esta pareja inseparable supo sacar provecho de su peculiaridad y se hizo de oro exhibiéndose por todo el mundo. Pero a los cuarenta y cuatro años, instalados ya en Estados Unidos, decidieron dar un paso vital: «¿Y si nos casamos?».

Eso sí, había que organizarse, así que mejor matrimoniar con dos hermanas que se llevaran estupendamente bien entre ellas. Las gemelas Adelaida y Sarah parecían las idóneas. Y se celebraron las bodas.

Lo cierto es que planearon muy bien la convivencia que les esperaba. Para evitar malos rollos, cada esposa vivía en una granja, pero puesto que los siameses tenían que ir juntos a todas partes, cada tres días cambiaban de domicilio. Es decir, los dos hermanos vivían tres días consecutivos con cada mujer. Al tercer día, se iban a la otra granja con la otra esposa. Por supuesto, las sufridas mujeres siempre tenían al cuñado delante.

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