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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (33 page)

BOOK: Se armó la de San Quintín
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Parid, bella flor de Lis,

en aflicción tan extraña;

si parís, parís a España;

si no parís, a París.

Y no parió, pero se murió; así que a los diez días del entierro, el Consejo de Estado le estaba diciendo a Carlos II que se preparara para pasar otra vez por la vicaría.

Y se buscó a otra reina de reconocidos antecedentes fértiles: Mariana de Neoburgo, cuya madre había tenido veintitrés hijos y cuyas hermanas parían también con facilidad pasmosa. Pero ni por esas, porque el estéril era Carlos II, que no atinaba porque no tenía con qué atinar.

Aunque es injusto culpar a Carlos II de sus males. Fueron sus antepasados y esa insana e incestuosa costumbre de casarse entre primos, tíos y sobrinas lo que mató a los Austrias. Esa obsesión por cruzarse solo entre ellos para sellar alianzas que les asegurara el poder convirtió a Carlos II en un desastre de rey y en un gobernante incapaz. Entre todos lo mataron y él solito se murió.

Porque yo lo mando
El Palomar Militar de Guadalajara

Si los diplomáticos y militares estadounidenses hubieran enviado sus informes confidenciales con palomas mensajeras, Barack Obama no habría palidecido y las filtraciones de Wikileaks nunca hubieran visto la luz.

Hubo un tiempo en que la paloma mensajera era el método de comunicación más seguro y rápido, tan fundamental para asegurar las comunicaciones en tiempos de guerra que el 17 de enero de 1879 un Real Decreto creó el Palomar Militar de Guadalajara y militarizó a cientos de palomas dispuestas a dar su vida por España. Al mando no había un palomo. Había un militar palomero.

El telégrafo no estaba lo suficientemente desarrollado; los mensajeros humanos eran demasiado lentos y, si los pillaba el enemigo podían cantar; de la aviación… ni hablamos, y un correo electrónico era ciencia ficción. Las palomas mensajeras, en cambio, iban de un tirón de punta a punta, con una autonomía de vuelo de hasta mil doscientos kilómetros y a velocidad constante. Llegaban con su mensajito enrollado en una pata y volvían por el mismo camino a dar la respuesta gracias a ese GPS interno y misterioso con el que les ha dotado mamá Naturaleza.

El adiestramiento de una paloma mensajera era difícil y sería largo de relatar, porque muchas no atendían a la instrucción y se disipaban en vuelo. Había palomas de gran fondo que aguantaban volando una barbaridad; otras de medio fondo y otras de velocidad, que volaban que se las pelaban pero solo en distancias cortas.

Hasta que llegaron las nuevas tecnologías al ejército español y hubo que replantearse la mensajería, aunque España se ha resistido a desmilitarizar a estas aves. Las últimas trescientas fueron licenciadas en 2006, hace poco más de un lustro.

Y resulta que hasta tenemos palomas condecoradas a título póstumo. La número 46.415, porque las palomas no tenían nombre (todas se llamaban Paloma), tenían número, realizó un servicio durante la Guerra Civil para las tropas golpistas, y cuando estaba a punto de llegar a destino, recibió el disparo de un republicano al que se le daba muy bien el tiro al pichón.

La paloma se arrastró herida, llegó a entregar su mensaje y murió. Como premio, la condecoraron, la disecaron y la plantaron en el Museo del ejército como heroína de guerra. Pero porque era paloma… si llega a ser un humano se hubieran planteado otro tipo de homenaje.

Humanitario garrote vil

¿Qué duele más? ¿Que te ahorquen o que te den garrote? Pues no se sabe, porque ninguno ha vuelto para contarlo, pero a ojos de los burócratas más modernos siempre ha estado mejor visto el garrote; por eso el día 28 de abril de 1828 una Real Cédula del chabacano Fernando VII abolía definitivamente la pena de muerte en horca y la sustituía por el humanitario garrote. Nunca más desde aquel día se volvió a colgar a nadie de una soga para escarmiento propio y público.

El garrote, que ya sabemos que es una especie de silla de madera en la que se sentaba al reo para romperle el cuello, no es que sea una técnica moderna, porque los españoles ya nos cargamos a garrote, allá por mil quinientos y pico, al rey inca Atahualpa, pero no estaba entre las más celebradas por el vulgo. Era demasiado rápida y daba poco espectáculo.

Mucho más infamante la horca… dónde va a parar… con el reo pataleando al aire. O la decapitación, que pese a que perdía puntos por ser también demasiado rápida, al menos era colorista. Y la hoguera… con una buena hoguera los de la Inquisición se ponían como motos. Pero llegó el día en que los legisladores decidieron humanizar la pena de muerte.

El primero en intentarlo fue el Bonaparte. El rey José I abolió la horca y la sustituyó por el garrote, pero cuando se instaló el zafio Fernando VII, se fueron a hacer gárgaras todas las leyes del francés y volvió la horca. Llegaron luego las Cortes de Cádiz, que volvieron a instaurar el garrote. Pero otra vez volvió el garrulo de Fernando VII y anuló las leyes constitucionales, así que otra vez la horca de moda. Llegó un momento en que los condenados estaban en un sinvivir. «A ver… qué me toca. Horca o garrote… que alguien se aclare».

El rey también estaba más por la labor del garrote, pero como su principal distracción era llevar la contraria, cuando ya estaba definitivamente aposentado en el trono y sin nadie con quien discutir, entonces sí, abolió definitivamente la horca. Todos a garrote. Vil o noble, dependiendo de la clase social del ejecutado.

Que, la verdad, dolía igual. La diferencia solo estaba en cómo llegar al patíbulo. A caballo ensillado si se iba a dar garrote noble, o en burro si se daba garrote vil. Una cosa es ejecutar y otra, perder las formas.

Ejecuten, pero en privado

El 9 de abril del año 1900 se aprobó la Ley Pulido, que así, por el nombre, no dice gran cosa, porque se refiere al político que la impulsó: Ángel Pulido, un senador liberal que se empeñó en civilizar al populacho aunque el populacho no quisiera. La Ley Pulido prohibió en España que las ejecuciones fueran públicas. No crean que esto sentó bien a los que gustaban de estos espectáculos; muy al contrario, como ya ha quedado claro en las líneas precedentes. El pueblo quería ver el ajusticiamiento del reo, y si no se lo permitían, se mosqueaba.

Los vergonzosos espectáculos de las ejecuciones públicas estaban a la orden del día en cualquier punto de España durante el siglo XIX, y el día de ajusticiamiento era día de fiesta. El entretenimiento empezaba con la salida de la cárcel del reo, continuaba con el recorrido hasta el cadalso y terminaba en el lugar de la ejecución. A lo largo de toda la carrera se instalaban puestos de comida y bebida, y los cocheros voceaban sus ofertas para trasladar a los morbosos hasta el patíbulo. Algunos pasaban la noche en la plaza para asegurarse buenos lugares, emborrachándose y pegándose por las primeras filas. Aunque con excepciones, esta era la sensibilidad de la que hacía gala el pueblo español hasta comienzos del siglo XX.

El médico y senador Ángel Pulido se batió el cobre a lo largo de tres legislaturas para que el Parlamento prohibiera el carácter público de las aplicaciones de la pena de muerte y evitar así el bochornoso espectáculo de la multitud. Lo que pretendió en realidad fue su abolición, pero como eso era impensable, al menos luchó por la humanización de las ejecuciones, dicho sea entre comillas.

Con la Ley Pulido las ejecuciones se limitaron a las prisiones y solo las podía presenciar una comisión de autoridades. Cuando la sentencia se cumplía, se colocaba una bandera negra en la fachada de la prisión. Fin del espectáculo, para gran enfado del respetable, que incluso provocó varios altercados porque le hurtaron la diversión de ver cómo se daba garrote vil a los malvivientes.

Para que luego digan que los seguidores de reality shows son morbosos.

Olé…

Terreno pantanoso el de los toros, pero es que el fango viene revuelto desde antiguo, porque en España correrías y corridas de toros estaban más o menos en auge según el monarca de turno. Y a Felipe III le gustaban los toros una barbaridad; por eso el día 27 de enero de 1612 este rey, especialmente dedicado a regular asuntos de ocio más que de gobierno, otorgó el privilegio para ofrecer corridas de toros en cosos cerrados y cobrar a los asistentes. O sea, que nacieron las plazas de toros. Y los empresarios taurinos, claro está.

Esto de los toros viene del cretácico superior, pero si hay que tirar de documentación, baste remontarse al siglo X, cuando se celebró en Ávila una corrida durante los festejos de una boda. Luego apareció por estos lares Alfonso X, sabio él, al que no le hacía especial gracia el asunto taurino. Prohibió que se cobrara por la lidia de los toros para evitar que se convirtiera en espectáculo.

Pero como a los sucesivos reyes les divertía que la plebe les organizara jolgorios con toros, el festejo continuó prosperando. Llegó luego Isabel la Católica, y espeluznada por el sangriento recreo, prohibió las corridas. Y después se sumó la Iglesia, que dijo que eso de los toros no tenía nada que ver con la religión… que Jesucristo no organizaba encierros en Galilea, y el papa Pío V prohibió las corridas de toros bajo pena de excomunión.

Este asunto enfadó mucho a Felipe II, a quien los toros le parecían un regocijo incomparable, y no paró hasta lograr que otro papa levantara la excomunión. Más reyes continuaron disfrutando con los toros, hasta que llegó Fernando VI, a quien se le puso la peluca de punta con semejante entretenimiento. Lo prohibió, pero lo torearon a él, así que Carlos III volvió a prohibir las corridas porque no casaban con el espíritu ilustrado.

Y así hemos llegado hasta Juan Carlos I, que prohibir, lo que se dice prohibir, no puede prohibir nada. Y además, los toros le gustan tanto o más que a Felipe III.

El desestanco de la sal

Allá va un recuerdo a un artículo muy cotidiano y al que no hacemos ningún caso porque siempre está ahí, a mano. Si se acaba, basta con pedírselo al vecino, y si se compra es barato, asequible y seguirá existiendo mientras haya océanos. Es la sal, ese producto que el 16 de junio de 1869 dejó de ser un artículo estancado. ¿Y qué significaba eso de ser artículo estancado? Pues que era monopolio de la corona, del Estado, y que había que comprarlo por narices. Decían los pueblos: «Oigan, señores gobernantes, que ya tenemos sal para varios años». Y contestaba el Estado: «Nos da igual… pues compráis para varios años más».

La fecha del desestanco de la sal, hace casi siglo y medio, no es casualidad, porque si Isabel II hubiera seguido en el trono, ni en broma hubiera perdido los salerosos ingresos que le proporcionaba el monopolio de un artículo de tan primerísima necesidad. Pero la reina ya estaba en el exilio y llegó el momento en aquel 1869 de darle una vuelta a la Hacienda española. Entre esas vueltas estuvo la Ley de Desestanco de la Sal, que declaró aquel 16 de junio la libre fabricación y venta de sal.

En prácticamente todas las épocas hubo mucha bronca a cuenta del estanco de la sal. Primero, porque era muy cara y, segundo, porque la cosa funcionaba de forma tan fullera como sigue: llegaba el Estado a un pueblo y decía: «Toma, la sal que te toca este año. Son tantos maravedíes». Y decía el pueblo: «… pero si nosotros no hemos pedido sal, tenemos los pósitos hasta arriba». Y el Estado respondía: «Aaaaah, se siente… esta es la que te toca y la compras».

El truco estaba en que la sal se convirtió en un tributo obligatorio que dejaba pingües beneficios. Los pueblos solo podían adquirir la sal en los alfolíes, en los pósitos reales, y ay de aquel que para ahorrar unos cuartos la trajera de fuera. Los Reyes Católicos llegaron a promulgar una ley que condenaba a morir a saetazos a toda persona que introdujera sal de extranjis en el reino.

Cuando vuelvan a sacudir un salero sobre la sopa, piensen que no siempre fue ni tan fácil ni tan barato.

Indias y españoles pasan por la vicaría

Cada vez que se habla del traumático encuentro de civilizaciones entre españoles e indios en América siempre se echa mano del choque cultural, del choque social, del choque religioso… cuando resulta que el choque primero y más gordo de todos fue el sexual. Por ello, el 14 de enero de 1514 una Real Cédula autorizaba el matrimonio de españoles con indias, un intento de poner orden a tanto desenfreno y a tanto mestizo sin padre reconocido. Pero, la verdad, aquello no cuajó, porque los españoles no buscaban esposa. Buscaban novia. A ser posible, varias.

Los primeros españoles llegados a las Indias no tenían interés alguno en casarse, más que nada porque la mayoría había dejado mujer en España y no estaban por la labor de repetir experiencia. Pero a la corona de Castilla le interesaba que el Nuevo Mundo se fuera colonizando como Dios manda, sobre todo porque los frailes se desgañitaban predicando contra la fornicación mientras los cristianos españoles andaban picoteando de flor en flor. Dio igual, la mayoría siguió sin casarse, porque si llegaba el momento de regresar a España, a ver quién se presentaba con una indígena de una mano y cuatro churumbeles morenitos en la otra.

Hablamos de una época en la que los españoles, para aspirar a cualquier cargo, debían probar su limpieza de sangre; nada de tenerla mezclada con judía o morisca. Y casarse con una india también podría arruinar todo un linaje.

El cardenal Cisneros también intentó animar los matrimonios mixtos un par de años después en vista del escaso éxito de la inicial Real Cédula, sugiriendo que los españoles no se casaran con cualquier india; que eligieran entre las hijas de los caciques. Tampoco prosperó la sugerencia.

Tuvieron que pasar muchos años para que los españoles se animaran, un poco, a emparentar con indias, pero solo lo hicieron bajo presión, porque se fijó un plazo máximo de tres años para que, quienes hubieran recibido una encomienda, se casaran si no querían perder el territorio asignado y las rentas. Ahí fue cuando empezaron a casarse, pero tampoco lo hacían mayoritariamente con indias, sino con españolas llegadas al Nuevo Mundo, aunque tuvieran bigote.

Los marinos pueden hacerse coleta

Una de las obligaciones más asumidas por la tropa es que entrar en el ejército implica cortarse el pelo. Así funciona en las Fuerzas Armadas: en la primera visita, a la peluquería. Pero hubo una ocasión excepcional en la que los soldados de la Marina española pudieron saltarse la ordenanza. El 26 de noviembre de 1809 el rey José I, el Bonaparte, firmó una Real Orden que estipulaba que los integrantes de la Armada quedaran exentos de cortarse el pelo. Con esta orden quedaba anulada una anterior cuyo cumplimiento trajo más de un disgusto a la marinería. Y no era cuestión de coquetería. Era cuestión de vida o muerte.

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